ROOSEVELT EN BUSCA DE LA GUERRA

A las riendas de un país que no deseaba involucrarse en los asuntos del resto del mundo, el presidente estadounidense tuvo que andarse con pies de plomo para ayudar en su lucha a chinos y británicos. Las políticas japonesas en Asia, contrarias a los intereses de Washington, y la dificultad de las negociaciones con  Tokio auguraban unos resultados que darían un giro absoluto a la opinión pública norteamericana.

 

FLORENTINO RODAO, CENTER FOR JAPANESE

STUDIES, UNIVERSIDAD DE CALIFORNIA, BERKELEY

Artículo dentro del Dossier “Hacia Pearl Harbor” en Historia y Vida (Barcelona), nº 585, (Dic 2016): 27-49

HV585 28 37 Dossier1 Ok

 Texto revista; HV585 38-45 Dossier2 ok

Ver comentario en La Vanguardia

 

Franklin Delano Roosevelt convencería  a su país para entrar en la guerra. El vuelco desde el sentimiento aislacionista predominante en Estados Unidos durante 1940 y 1941 hasta las colas masivas para apuntarse a luchar tras Pearl Harbor es obra, sobre todo, del presidente, que supo arrastrar a su país. Estados Unidos acabó definitivamente con su aislacionismo y con el “hemisferismo” (la limitación de su acción al continente americano) gracias, en buena parte, a sus convicciones.

 

Desde su nacimiento, el país había tenido poco contacto con otros estados, y menos

aún aventuras militares más allá de sus fronteras. Excepto una breve etapa de colaboración con Francia, Estados Unidos se preciaba de tener formas de actuar y pensar diferentes a las europeas, por ejemplo, rechazando las guerras para adquirir nuevos territorios. De hecho, los fue comprando a España, Francia, México o Rusia, si bien de un modo más o menos forzado.

 

En el siglo xx, la Gran Guerra tampoco sirvió para abrir el país al exterior. La razón de entrar en aquella conflagración parecía justificada: tuvo lugar tras varios hundimientos de cargueros suyos por submarinos alemanes y un telegrama de Berlín a México proponiendo la colaboración  mutua para restaurar el territorio perdido. Los resultados de su participación (tropas y sus refuerzos materiales) también  parecían justificados, porque Estados Unidos fue decisivo para la victoria sobre la Entente. Pero la experiencia era negativa. Las memorias de los soldados mostraban una decepción por el trato recibido, y el país tampoco quedó muy satisfecho de meterse en el atolladero europeo. El demócrata Woodrow Wilson había protagonizado la salida más prolongada del país de un presidente norteamericano en toda su historia, seis meses –algo mal percibido por la ciudadanía–, durante los cuales había celebrado el triunfo militar. Wilson había aportado asimismo algunas ideas novedosas para la posguerra, como promover los beneficios del comercio, y había contribuido a la creación de un organismo que abordara los conflictos entre los países, esto es, la Sociedad de Naciones. Pero esa aventura europea recibió críticas desde ámbitos muy diversos en Estados Unidos. Desde el sector de los aislacionistas, por supuesto, por ser tan numerosos y diversos los intereses de cada país. Pero también desde las sillas de senadores más progresistas, como Robert La Follette, porque las propuestas democráticas de Wilson se limitaban a los países occidentales, olvidando a los países colonizados (el presidente había rechazado encontrarse con el vietnamita Nguyen, que luego sería Ho Chi Minh).

 

Roosevelt fue testigo privilegiado de la reacción que llevó a los años de mayor retraimiento estadounidense. El electorado no solo rechazó participar en la Sociedad de Naciones, a pesar de ese impulso inicial de Wilson, sino que se hizo profundamente aislacionista. Roosevelt lo comprobó en las elecciones presidenciales de 1920, durante las cuales los republicanos ganaron por una amplia mayoría a los demócratas, en parte porque la polémica en torno a la Sociedad de Naciones fue uno de los temas más candentes. Y Roosevelt, candidato demócrata a vicepresidente, vivió ese sentimiento de forma muy directa.

Contra el apaciguamiento

 

En 1933, cuando llegó a la presidencia, Roosevelt mantuvo su agenda internacionalista, pero era muy consciente de esa alergia a lo exterior de sus compatriotas. La razón de su victoria había sido de carácter interno, la crisis de 1929,  pero su cargo le permitió impulsar la internacionalización en cierta medida. El resultado fue la Política de Buena Vecindad con América Latina, que promovía la idea de un continente pacífico del Ártico al Antártico frente al mundo revuelto allende el mar. Un buen número de reuniones tuvieron lugar en el continente como producto de esta nueva política, que sacaba a Estados Unidos de sus fronteras en un contexto internacional en el que cada vez estaba más presente la amenaza nazi. En 1936, en Buenos Aires, Roosevelt ya predicó que el mundo entero debía seguir el ejemplo de un continente sin dictadores (para ser más exactos, gobernantes no antiestadounidenses) que, además, sabía resolver de forma pacífica sus problemas internos. [40]

 

Con el tiempo, Roosevelt pudo ampliar sus miras más allá de su hemisferio. La Guerra  Civil española y la guerra chino-japonesa le llevaron a entender el mundo de una forma diferente. Al principio del conflicto español, Roosevelt siguió la política británica de abstenerse de intervenir, pero progresivamente  se fue situando a favor del bando republicano. De hecho, se refirió al conflicto como una guerra de agresión fascista, e incluso hizo gestiones para que se autorizara de forma subrepticia el envío de aviones a España, aunque la medida se desbarató tras filtrarse a la prensa.

 

En China ocurrió algo parecido. En diciembre de 1937, el hundimiento del buque norteamericano Panay en Nanjing durante la invasión japonesa de la ciudad provocó la irritación de la opinión pública americana, azuzada en buena parte por las revistas Time y Fortune, cuyo propietario, Henry Luce, apoyaba fuertemente al presidente chino Chiang Kai-shek. Japón pidió disculpas de inmediato y ofreció indemnización, pero Roosevelt mantuvo su opinión de que era una guerra de agresión nipona contra una inocente China que se estaba modernizando gracias a la multitud de misioneros que trabajaban allí.

 

En este cambio de enfoque del continente americano al planeta, la visión del mundo de Roosevelt se fue consolidando como una división entre víctimas y agresores. Aunque el presidente estadounidense felicitó a su colega británico Neville Chamberlain en público tras la Conferencia de  Múnich de 1938, que aceptaba la entrega de los Sudetes a la Alemania nazi, en privado consideró que era un error: Roosevelt se oponía a la política de apaciguamiento.  Pero, además, el dominio de las materias primas estratégicas permitía a Estados Unidos optar por un camino diferente. En julio de 1939, tras el incidente de Tianjin, entonces un puerto del tratado (ciudades costeras chinas abiertas al comercio exterior), Washington tuvo una respuesta más combativa. Aunque Londres se había doblegado ante aquella nueva demostración japonesa de fuerza, Washington la rechazó y decidió acabar con el tratado comercial vigente con Tokio desde 1911.

 

Ya en plena guerra mundial, la retirada  británica de las tropas aliadas de Dunkerque a fines de mayo de 1940 tras su derrota por los alemanes fue decisiva en el esfuerzo de [41] internacionalizar a Estados Unidos. La mayor parte del ejército británico se salvó, pero se perdieron casi todos los tanques y  armamento, por lo que el primer ministro  británico Winston Churchill hubo de viajar a Estados Unidos a pedir nuevos artefactos.  No era algo nuevo; durante la década de  1930, Reino Unido ya había solicitado préstamos a Washington para comprar armamento, en una visión a largo plazo que buscaba involucrar a las empresas y al gobierno del país. De alguna manera, tuvo  sus frutos en 1940. El pequeño ejército estadounidense se hizo cada vez más consciente de la necesidad de participar en los eventos mundiales, obligado también por los avances tecnológicos, que reducían la importancia de la distancia geográfica como baluarte frente a la agresión exterior. La aviación estaba demostrando una capacidad creciente para intervenir en las guerras, y se pensaba que sería decisiva para la victoria, tal como demostraron ensayos como los del bombardeo de Guernica. Roosevelt ya no estaba solo.

Rodeos a la no intervención

Tras la caída de París en junio de aquel año, parece que Roosevelt ya estaba decidido a tomar parte en la guerra. De hecho, incluyó en su gobierno a dos republicanos intervencionistas, Henry Stimson y Frank Knox, con los que constituyó el primer gabinete bipartisano de la historia del país. Y cuando Churchill solicitó ayuda, Roosevelt aprobó una entrega de destructores a cambio de bases en el Caribe, un acuerdo que suponía una violación clara de la neutralidad estadounidense. Por supuesto, el expansionismo japonés fue otro de los caballos de batalla de Roosevelt. La ayuda norteamericana también llegaría pronto a China, aunque el Departamento de Estado temía radicalizar más a los nipones.

 

Ante sus terceras elecciones para presidente en noviembre de 1940, Roosevelt escondió su posición en política exterior. La mayoría del país seguía siendo aislacionista, y Roosevelt sabía que si era caracterizado como intervencionista perdería los comicios. Así fue como pronunció su famosa frase atestiguando sus pacíficas intenciones a jóvenes en edad militar: “No vais a ser enviados a ninguna guerra extranjera”. No fue así, pero, aun rompiendo la  tradición de no presentarse a más de dos mandatos (algo que pasó a estar prohibido tras su muerte, a través de la 22.ª Enmienda a la Constitución), Roosevelt ganó las elecciones por amplia mayoría, y quedó atado a una promesa complicada.

 

Tras ser elegido, la frase que Roosevelt  escogió para sembrar una mayor implicación de su país en la lucha mundial fue “El Arsenal de la Democracia”. Aseguró que la industria estadounidense estaba capa [42] citada para defender a otros países, y en marzo de 1941 la idea se acabó plasmando en la ley de Préstamo y Arriendo, aprobada inicialmente para permitir que Reino Unido continuara la lucha adquiriendo armamento a crédito, porque estaba ya arruinado y sin reservas financieras. Tras ello, China, la Unión Soviética y, más adelante, muchos otros países pasarían a recibir armamento americano sin necesidad de pago inmediato. Y, mientras se entregaban esos suministros, Roosevelt siguió impulsando la participación de su nación en la guerra con actos que claramente violaban la neutralidad, como las patrullas de policía en el Atlántico Norte, hasta el punto de tomar Islandia.

 

El presidente norteamericano también laminó progresivamente la capacidad

japonesa de conseguir armas. En el comercio bilateral, Washington prohibió las exportaciones de uso bélico y bloqueó los activos del país asiático en bancos estadounidenses. América Latina también cerró las puertas a Japón, mientras Estados Unidos difundía unas listas negras de empresas presuntamente colaboracionistas con el Eje que supusieron el declive definitivo de muchas de ellas. En los pozos de petróleo más cercanos a Japón, en las entonces llamadas Indias Orientales Holandesas (la actual Indonesia), Washington también consiguió limitar al máximo las compras niponas.

 

Tambores de guerra

 

Las negociaciones diplomáticas con Tokio  llevaron la impronta de la desconfianza del presidente, radicalizada por su secretario de Estado, Cordell Hull. Es difícil saber qué idea abrigaban ambos sobre Japón, aunque es posible que Roosevelt tuviera presente el llamado Memorial Tanaka, un plan para la conquista nipona del mundo a lo largo de cien años tan falso como los Protocolos de Sion que los nazis [43] airearon contra los judíos. Es posible que Estados Unidos mantuviese hasta entonces unas negociaciones sinceras con los japoneses, pero, sea como sea, la Nota de Hull del 26 de noviembre de 1941 indica que la visión negativa acabó predominando.  Desde entonces, se generalizó la conciencia de que la guerra estaba a punto de estallar, a diferencia del otro gran ataque sorpresa del año, el de Hitler contra Stalin, que no se previó. Incluso la principal revista española de temática internacional, Mundo, tituló su editorial del 7 de diciembre de 1941: “¿Guerra en el Pacífico?”.

 

En la última fase previa a la guerra, Estados Unidos ganó. El Ejército y la Marina imperiales continuaron con los preparativos para una exitosa expansión por todo el  sudeste de Asia hasta la India, en donde se detuvieron. Pero, además, Japón realizó un asalto no tan sorpresa en Pearl Harbor (en la península malaya arremetieron contra los británicos apenas unas horas antes) con una preparación que se ha demostrado poco rigurosa y un resultado escaso, acabado abruptamente tras la segunda oleada de ataques al comprobar que una veintena de aviones no habían regresado. Estados Unidos sufrió cerca de tres mil bajas, pero en apenas unas horas se transmutó su ánimo de no ir a la lucha. Los resultados fueron menos tangibles, pero más importantes. La idea adoptada por los nipones de que “quien da primero da dos veces” estaba perdiendo validez frente a la creciente importancia de la llamada “batalla de los corazones”.

 

Roosevelt pudo entrar en guerra sin violar su complicada promesa electoral gracias al ataque nipón. Como es normal en política, era conveniente cargarse de razones. [44] Telegramas de esas fechas advertían de tener cuidado con las provocaciones (“Estados Unidos desea que el primer ataque abierto provenga de Japón”, indicaba uno), y el diario del secretario de Guerra Stimson muestra que era prioritario maniobrar para que los enemigos dispararan el primer tiro sin causar mucho daño. No hay ningún documento manuscrito o firmado por el presidente o sus ayudantes que demuestre de forma inequívoca que supieran del ataque nipón en Hawái por adelantado, pero la documentación diplomática japonesa descodificada por los norteamericanos incluye numerosas referencias que indicaban que la guerra estaba al caer. Por ejemplo, una orden a la embajada nipona en Washington para destruir máquinas y códigos secretos, el 2 de diciembre (descifrada el día 3), ordenando dejar algunos de ellos, y otra del mismo día 7 para destruir los documentos, códigos y máquinas restantes. También se interceptaron numerosos mensajes del cónsul japonés en Hawái, incluido uno con un dibujo del puerto.

 

El paso final lo dieron los ejércitos del Eje, demasiado previsibles ya en esos momentos, a la par que escasos en sofisticación. Porque no solo atacaron a los norteamericanos los japoneses, sino que, al cabo de pocos días, Adolf Hitler también declaró la guerra a Estados Unidos, seguido de Mussolini. Roosevelt, a la mañana siguiente, estaba eufórico. [45]

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos. Contiene enlaces a sitios web de terceros con políticas de privacidad ajenas que podrás aceptar o no cuando accedas a ellos. Al hacer clic en el botón Aceptar, acepta el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos. Más información
Privacidad