LAS VACACIONES SOÑADAS DE
Florentino Rodao, profesor de historia: Adoptado por unas mujeres de Samoa
La encantadora isleña del asiento de al lado del avión le cedió una precaria barraca y le descubrió el país
LUISA IDOATE | sur.es
Como participaba en un congreso de la Sociedad de Estudios Asiáticos, en Nueva Zelanda, Tino Rodao se acercó a Samoa. «Fui a Apia. Me enrollé con una señora que llevaba exceso de equipaje y me pidió que le pasara la maleta, porque la mía era muy pequeña. Es algo frecuente en los aeropuertos». En el vuelo, la isleña sentada a su lado le invitó a su casa. «No era la de la maleta». Daba lo mismo. Aceptó. «A mucha gente esas cosas le dan miedo; a mí, no. Es habitual en muchos países. También me pasó en Senegal».
La mujer era «encantadora» y le acomodó en un pabellón fuera de la casa, «porque vivía sola con su hija» y no estaba bien visto meterlo dentro. El profesor de la Complutense se vio durmiendo en una precaria barraca «con una cama elevada, supongo que para que no me comiera un jabalí, y una mosquitera. De noche llovió tanto que temí que el riachuelo que había cerca se desbordara y me arrastrara». Como detalle por el hospedaje, invitó a la hija de su anfitriona a bailar. No pudo ser. «Estaba a punto de casarse y a su novio le pareció mal». Favor con favor se paga. Así que al día siguiente alquiló un coche y les ofreció recorrer la isla. «Aceptaron. La madre me dijo que era la primera vez que no iba a misa el domingo».
Paradojas de la vida, Tino Rodao odia conducir. «Pero, cuando viajas, tienes que adaptarte.
En estos sitios no hay otra; no puedes ir andando». Al volante recorrió la principal isla de Samoa, Upolu. «Fuimos a las cataratas Falefa, uno de los paisajes más espectaculares, en medio de una riada importante». Bajaron a las playas de Lalomanu y Saleapaga. «También impresionantes, con un pequeño islote deshabitado llamado Unuala». Atravesaron el parque nacional O Lepupo Poe y enfilaron a Sinalei Beach Resort. «Lo visitamos, porque allí trabajaba una prima de la señora». Él la fotografió abrazada a una columna de madera, «la que usan en Samoa en las oraciones diarias, durante las que no se entra ni sale del recinto».
No dejaron que las invitara a un restaurante y comieron mangos que compraron sobre la marcha. «Fuimos a la bahía Siumu, una de las zonas más turísticas, con barcos que hacen pequeños cruceros. La madre nunca la había visitado». Llegaron a las cataratas de Mulivai, al Sur, y a Togitogiga. Regresaron por Cross Island, la carretera del interior. «Yo quería ir por la que pasa por encima de los corales, pero ellas se negaron. Debía de ser peligroso». Acabaron en el mercado de Apia. «Fuimos a comprar regalos y, por supuesto, ellas me llevaron donde un conocido suyo».
La improvisada familia samoana del profesor madrileño aún dio más pruebas de hospitalidad. «Antes de tomar el vuelo de vuelta, estuvimos en la casa de Robert Louis Stevenson, en Vailima». Y entró gratis, porque allí trabajaba una amiga íntima de las que ya denominaba «mujeres de su casa».
Pero que nadie se lleve a engaño, puntualiza Rodao: «A Samoa no se puede ir con cuatro perras. Es para un viajero con dinero. Tienes que alquilar coche, y casi todos los alimentos se importan de Nueva Zelanda y son caros». Y no de su gusto. «La comida es lo peor. Mira que yo disfruto comiendo; he comido hasta rata. Pero allí casi todo es de lata. ¡Mezclan Fanta de naranja y Coca Cola!». Lo mejor de todo es que como estaba en Samoa y eso le parecía ya muy lejos, «volé a Los Ángeles y completé la vuelta al mundo».