Visiones de China: Historia de una relación problemática

Florentino Rodao

 

La imagen de China cambió España. La lectura del viaje de Marco Polo a la antigua Cathay llevó a Cristóbal Colón a emprender una aventura que cambió la historia de nuestro país, y del mundo entero. Nunca Colón llegó a esa Cathay soñada, ni siquiera al Cipango que prometía tantas riquezas, pero fueron esas imágenes, producto en buena parte de su propia invención, las que le llevaron a emprender el viaje. Ha habido imágenes que, en ocasiones más que las realidades, han movido la humanidad y China no se ha librado de ello en el mundo occidental. Los relatos sobre este país y la actitud de aquellos que los han oído o leído han sido determinantes para configurar los contactos mutuos.

 

LA IMAGEN DE CHINA EN LA HISTORIA DE EUROPA Y DE ESPAÑA

En los primeros años del Renacimiento, China fue objeto de inspiración para toda Europa, principalmente para la meridional. Marco Polo ofreció, en general, una descripción elogiosa sobre China y sobre su prosperidad; parece como si no hubiera habido pobreza en el país en el que vivió. Después, a las descripciones positivas del veneciano le siguieron desde la época de los Descubrimientos un buen número de misioneros que continuaron refiriéndose a China con admiración. Fray Martín de Rada, por ejemplo, fue el primer enviado oficial español a la China, en 1575, y para él éste país era, cada día, “una maravillosa sorpresa”, según afirma Beatriz Moncó en el prólogo a la edición más reciente de su obra. Con idéntica admiración escribieron otros, así como el agustino Fray González de Mendoza, autor de la Historia de las cosas mas notables, ritos y costumbres del gran Reyno de la China, primer libro en Occidente que dio a conocer el intenso pasado de este país. A pesar de no haber visitado nunca este Imperio, González de Mendoza conformó de alguna manera la imagen de la transcendencia del país en el mundo y el éxito de su libro lo demuestran las más de cincuenta ediciones entre 1585 y 1600 y las traducciones al inglés, italiano, francés, latín, alemán y holandés.

Fueron los jesuitas los que escribieron más y dominaron la imagen en Europa sobre China durante la Edad Moderna. La actitud abierta de este período hacia las enseñanzas que pudiera proporcionar China se encuentra claramente en el caso de Mateo Ricci, jesuita italiano que, tras vivir 30 de sus 57 años en el Imperio Central, quizás supone el ejemplo más interesante de acomodación a su cultura y del deseo de sintetizar de alguna forma el pensamiento de los dos mundos que conoció. Esta actitud de los jesuitas contrastó con la del resto de las Órdenes Religiosas sobre cómo conseguir la evangelización de los chinos, en lo que se dio en llamar la “Querella de los Ritos”: adaptar los ritos cristianos a las costumbres y la mentalidad del país o mantenerlos a imagen y semejanza de Occidente, tal como proponían franciscanos, dominicos o agustinos. Estas disensiones tenían un componente teológico claro; si el Cristianismo que se implantase en China debía ser sincrético, adaptado a su realidad y su cultura china, o si bien había de implantarse con todo rigor y sin permitir desviacionismos, pero también revelaban luchas de poder, en cuanto unos estaban apoyados desde Manila por España y los otros desde Macao por Portugal. No obstante, quizás lo más importante de esta disputa es la diferente actitud que traslucían unos y otros, siendo los jesuitas los más avanzados en su época, tal como lo demuestra el hecho de que llegaron a publicar un mapamundi en el que China -y no Europa- aparecía en el centro del mundo conocido. Y si bien es imposible discernir quién podía tener razón en la disputa teológica, lo importante es que fueron los jesuitas quienes dominaron la imagen de China en Occidente, a pesar de que tanto Clemente IX y como Benedicto XIV condenaron expresamente su posición en la Querella. Este dominio en la imagen de China fue fruto de su mejor conocimiento del país respecto a otras Órdenes; se les exigía hablar fluidamente la lengua y ser expertos en su literatura clásica, pero también denota una actitud positiva de la sociedad en general hacia el país y, lo que es más, un interés por aprender de su cultura.

Prueba de ello es la gran proporción de sinizados como Mateo Ricci, cuyos valores e ideas fueron profundamente afectados por su profundización en la cultura china, o la fascinación por su lengua durante el siglo XVII, dentro de la búsqueda de un idioma universal que retomara la simplicidad y claridad del primitivo lenguaje bíblico usado por Adán, que se habría perdido. Fruto de este interés por China y de esta imagen positiva fueron libros como los diarios del propio Ricci, las Nouveaux mémories sur l’état present de la Chine de Louis Le Comte o los cuatro volúmenes escritos por Jean‑Baptiste Du Halde, titulados Description géographique, historique, chronologique, politique et physique de l’Empire de la Chine. Estas obras escritas por jesuitas fueron los principales puntales para el conocimiento de China en Europa y en España por muchos años; su influencia llegó más allá de la Iglesia y pensadores como Voltaire o Adam Smith mostraron una imagen positiva del país.

Las imágenes de China durante la Edad Moderna, en definitiva, muestran una actitud receptiva hacia China: era un país al que había que convertir al Cristianismo, pero del que también se podía aprender. Sin embargo, en pocos años, a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, esa imagen positiva de China cambió y se pasó a percibir el país como estancado, inmóvil e incapaz de progresar. La salida de los jesuitas de China tuvo que ver con este cambio, pero también la creciente autoconfianza de una nación industrializándose, Gran Bretaña, que miraba a los otros países más con un objetivo colonizador que con la idea de aprender de ellos. La actitud de acomodación, esa posibilidad de ósmosis cultural de la época anterior, desapareció, y la influencia ya no pudo ser sino unidireccional: China habría de aprender de Europa, pero no al revés. De alguna forma, la actitud latina pasó a ser dominada por la anglosajona.

Esta imagen de la China atrasada y esa actitud cerrada pasaron a dominar a lo largo del siglo XIX, y prácticamente todo el espectro de pensadores de entonces lo asumieron, desde los más colonialistas hasta el propio Carlos Marx. La percepción del Imperio Chino como incapaz por sí mismo de evolucionar fue generalizada, así como la necesidad de que el acicate para ésta evolución viniera desde Occidente aunque, obviamente, variaba la opinión sobre cómo imprimir ese acicate “por el bien” de China. La actitud cerrada fue generalizada entre todos y ante todo, y pocas características de la cultura china pudieron lograr una imagen positiva, menos aún ser un posible modelo para imitación desde Occidente.

Una vez comenzada la Edad Contemporánea, España ya no ha aportado nada nuevo a las imágenes de China y simplemente se ha limitado a seguir y adaptar las imágenes creadas en otros países, a pesar de los contactos directos con China que podía haber gracias a la cercanía a las Islas Filipinas, principalmente con la provincia de Fukien. La percepción predominante entre los extremo orientalistas españoles sobre estos países estuvo alrededor de la idea del lujo: eran inmensas las riquezas que se podían obtener allí, pero para conseguirlas era necesaria la ostentación ante sus gobernantes, por lo que fue normal para las embajadas destinadas ante los países del Extremo Oriente solicitar una larguísima lista de regalos, que los mismos embajadores reconocían sería excesiva en otros países. Adolfo Patxot, por ejemplo, llegó a solicitar en 1870 el regalo de “media docena de caballos andaluces” al rey siamés con motivo de la firma de un tratado de amistad que, por cierto, nunca se puso en práctica.

Las adaptaciones de imágenes tomadas de fuera han tenido vida propia, no obstante. Así, en España, la imagen del “peligro amarillo” -aireada desde Alemania a finales del siglo XIX ante la vagamente especificada Amenaza Oriental- también tuvo su repercusión, pero se adaptó a la situación propia del país. Su significado y su duración tuvieron una íntima relación con la delicada situación defensiva de las Filipinas: tanto China como Japón podían acabar con la débil presencia española en el archipiélago Filipino si así se lo propusieran, puesto que si juntaran sus efectivos podrían triunfar ante la endeble Armada hispana estacionada en el Pacífico. Los planes de la Marina española contemplaban una victoria española frente a cualquier país asiático si juntase todos sus efectivos en la Península y en las Antillas, pero para ello era necesario tiempo y, si se perdía en una primera batalla y los amarillos consiguieran tomar parte de las Filipinas, esa presunta nación enfrentada a España podría incitar a la rebelión por la solidaridad asiática. Este temor condicionó las políticas hacia la inmigración china o japonesa, tanto en Filipinas como en la Micronesia española, y se prefirió restringirla y sacrificar un mayor crecimiento económico a costa de evitar la llegada de posibles quintacolumnistas. Sin embargo, lo cierto es que pasado el 98, esa imagen del “peligro amarillo” desapareció totalmente de la sociedad española. De alguna forma, el “peligro amarillo” para esa España “moribunda” a la que se refería Lord Salisbury era cierto y lo que le diferenció respecto al peligro no-amarillo (léase apetencias de otros países occidentales) fueron las posibilidades de triunfo: una guerra contra un país oriental se imaginaba con un final victorioso, pero ante el Reino Unido, Alemania, Francia o Estados Unidos, como finalmente ocurrió, se sabía que poco se podía hacer.

Pasando al siglo XX, éste es el período en que se han vivido los más rápidos y diversos cambios en la imagen de China, aunque se puede decir que en general ha sido menos negativa que en el siglo pasado. La imagen de la China atrasada del siglo XIX mejoró en la primera mitad, junto con una actitud de simpatía en relación con la lucha frente a las agresiones japonesas. Al acabar la Guerra Mundial y triunfar la revolución liderada por Mao Ze-dong en 1949, de nuevo la actitud cambió y retornó esa antigua imagen de atraso, aunque la unanimidad ya nunca ha podido ser tan generalizada.

En general, se puede decir que Occidente sigue desdeñando la posibilidad de aprender de China y que han persistido los roles y esa percepción del peligro amarillo de antaño. Los signos de cambio hay que buscarlos más en la literatura que en la política y las novelas de Pearl S. Buck, norteamericana nacida en China de una pareja de pastores protestantes, son un ejemplo de ello. Por primera vez, se pueden leer novelas en las que China no es sólo el escenario para una trama entre occidentales, sino que también los personajes de la novela son asiáticos. Hasta entonces habían dominado completamente las “novelas coloniales”, basadas normalmente en el romance de un occidental con la nativa de un país exótico, siendo uno de los ejemplos más notorios la “Madame Crisantemo” que tanto configuró la imagen de Japón. Tras Pearl S. Buck, las obras literarias sobre China han contado con una mayor profundización en los personajes y un mejor conocimiento del país, e incluso por primera vez autores chinos han publicado en lenguas occidentales, como Lin Yutang o la propia esposa de Chiang Kai‑shek, Song Meiling.

A grandes rasgos, España tuvo una evolución semejante al resto de países occidentales, pero con unos cambios más bruscos. La indiferencia hacia lo ocurrido en China se tornó en interés cuando, tras el “Incidente de Manchuria”, Japón conquistó en la década de 1930 el norte de China y creó un Estado aparte, Manchukuo. La defensa de la integridad china fue la forma más apropiada de mostrar ante el mundo el papel internacional de la nueva España republicana y, en la Sociedad de Naciones, la posición de Salvador de Madariaga, su representante, fue la más denodadamente a favor de la posición China, convirtiéndose en el principal defensor de este país en el foro de Ginebra. Después, la simultaneidad de las guerras Civil en España y la Chino‑japonesa, entre los años 1937 y 1939, contribuyó a una intensa identificación entre los republicanos españoles y los nacionalistas chinos. En el caso de los nacionales españoles, se identificaron con el ejército nipón de tal forma que pasaron a fabricar una imagen ideal de Japón difícilmente compaginable con su la tradicional imagen del “peligro amarillo”, puesto que los japoneses fueron excluidos de esas “inmensas hordas asiáticas” (soviéticos, chinos e hindúes) que amenazaban destruir la civilización cristiana y occidental.

Es interesante recalcar la pervivencia y la adaptabilidad de las imágenes, porque ni el gobierno de Franco ni el Kuomintang hicieron esfuerzos por estrechar contactos al acabar la II Guerra Mundial. La pervivencia de las imágenes provenientes de la Guerra Civil explica la inexistencia de relaciones entre dos países cuyo pilar principal era el anticomunismo -como la China de Chiang Kai‑chek en Taiwan y la España de Franco- hasta 1953: para superar el recuerdo de la identificación con la República para unos y esa imagen de las hordas asiáticas para los otros necesitaron de la mediación norteamericana y de esa necesidad de contención frente a la amenaza comunista. En relación con ello, llama la atención la posición de la prensa española sobre el avance del comunismo en China en la posguerra mundial, pareciendo, incluso, que el régimen franquista acariciaba con una cierta satisfacción las victorias del Partido Comunista de China.

Finalmente, aún con vida tanto Mao como Franco, se han restablecido las relaciones entre Madrid y Beijing, en 1973. Desde entonces se ha producido una fuerte mejora de la imagen de China en España, en parte siguiendo la evolución de lo que ocurría en Estados Unidos, tras la visita de Richard Nixon a China, y en parte también por la creciente influencia de los partidos pro‑chinos en España, como la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT), ilegales pero muy potentes.

 

PERVIVENCIA Y TRANSFORMACIÓN DE LAS IMÁGENES

Encontrar un hilo conductor a toda esta sucesión de imágenes positivas y negativas a lo largo de la historia sólo es posible por medio de un análisis teórico. Quizás el más apropiado para ello sea el elaborado por el filósofo francés Michael Foucault, quien afirma que el conocimiento, o la “verdad”, es una función del poder. Aquellos que lo tienen las usan, de hecho, para promover sus propios intereses, ya sean llegar a ejercer ese poder o bien mantenerse en él. Según esta teoría foucaultiana del “poder‑saber”, las imágenes de China tenderían a ser un baluarte para una determinada política hacia éste país y la información sería seleccionada y propagada con el fin de justificar esos intereses desde el poder. No faltan ejemplos para confirmar esta teoría. Las imágenes positivas de la Edad Media, por ejemplo, estaban en función de la tentativa de evangelización de China; el propio libro de Mendoza fue escrito por orden del Papa, Gregorio XIII, en respuesta al considerable interés de sus contemporáneos sobre China, con el objetivo concreto de comenzar la conversión de los chinos al Catolicismo. En el caso de esa imagen positiva que los jesuitas ofrecieron de China, no se puede olvidar que su estrategia “de arriba a abajo” de captación de fieles pasaba, primero, por la conversión al cristianismo de las clases más altas de la sociedad y que, por ello, la posibilidad de irritar a las clases más adineradas por medio de algún tipo de crítica o de socavar su papel en la sociedad, no podía entrar en su estrategia. Durante el siglo XIX, las fuerzas colonialistas están detrás de esa imagen predominante de la China atrasada y sin posibilidad de evolucionar, en cuanto ello justificaría ante los ojos occidentales la intervención, dominación e incluso su conquista militar, tal como ocurrió con tantos otros países. Es en el siglo XX donde las estadísticas pueden demostrar el ejemplo más palpable de opinión modificada desde el poder: si unos años antes de la visita de Nixon a Beijing en 1972, las imágenes predominantes de los estadounidenses frente a los chinos eran las de trabajadores, ignorantes, belicosos y astutos, después de este año sólo permaneció la imagen primera, la de trabajadores, pero todas las demás fueron sustituidas por percepciones más positivas como bravos, inteligentes, prácticos y artísticos. Para ello, esa visita del presidente Nixon fue una caja de resonancia crucial: multitud de reportajes, tanto en prensa escrita como en televisiones o en la radio, se dedicaron a ensalzar al pueblo chino que, por cierto, hasta pocos años antes había sido denigrado e incluso contra el que se había luchado en la Guerra de Corea. Para comprender este vuelco tan brusco, es necesario tener en cuenta la coetánea Guerra en Vietnam y, sobre todo, el deseo desde Estados Unidos de dividir a los gigantes comunistas. Las razones ideológicas o la propia evolución interna en China no parece que tuvieran mucho que ver en ese cambio de la imagen, porque precisamente en esos años era cuando estaban más en auge los desmanes de la lucha de poder llamada “Revolución Cultural” y desde el mismo Hong kong se podían ver flotando río abajo cuerpos sin vida, procedentes del continente.

Ese “saber” dominado por el poder explica una parte del comportamiento occidental frente a China (o del chino frente a Occidente, aunque no lo estudia este trabajo), pero hay otra teoría complementaria que también resulta válida para entender el porqué de la configuración de ésas imágenes, la del “Orientalismo”, elaborada por Edward Said. Este egipcio, defensor de la causa palestina, centra su teoría en el sentimiento subyacente de superioridad en la civilización occidental y afirma que los especialistas de estos países han distorsionado las relaciones sobre el “Oriente” por sus actitudes etnocéntricas; así, un occidental se enfrentaría al “Oriente” primero como tal occidental y después como individuo. Esta teoría, elaborada en un principio en relación a los países árabes, ayudaría a explicar otro tipo de comportamientos de los occidentales, incluyendo conclusiones apriorísticas sobre China y, en general, sobre todo el Asia Oriental. Una de esas imágenes sería la que asemeja progreso a occidentalización, otra, la simplificación tan grande, que diferencia tan vagamente a todo lo que entra dentro del Extremo Oriente (la idea del “peligro amarillo” no mostraba un enemigo bien definido, era polivalente) y otra, mezclada con esta última, la dificultad (¿desinterés?) por diferenciar entre unos chinos y otros. John Dower, en su libro War without Mercy. Race and Power in the Pacific War (Guerra sin piedad) ha encadenado estos conceptos con el sentimiento racial. Dower señala el carácter de lucha racial que tuvo la guerra en Asia frente a la europea: frente a la imagen del alemán o la del italiano enemigo (el Nazi o el Fascista) siempre pudo haber la del alemán o el italiano amigo (el anti‑fascista o, simplemente, el demócrata); en cambio, en Asia no hubo tal dualidad dentro de la imagen de los japoneses, todos eran enemigos. Esta dificultad por distinguir entre unos chinos y otros permanece en la actualidad, aunque estén mutuamente enfrentados; más aún, poco interés hay por diferenciar unos orientales y otros.

Ya hemos señalado anteriormente que, dentro de estas percepciones occidentales sobre China, la característica principal del caso español es la mayor brusquedad en los cambios durante la época Contemporánea. La ausencia de intereses importantes en China llevó a actitudes motivadas únicamente por consideraciones ideológicas o éticas, sin presiones o intereses económicos que abogaran por la moderación. Salvador de Madariaga, por ejemplo, pudo ser la voz pro‑China ante la Sociedad de Naciones en los años 1931 a 1933 (e incluso afirmó ante representantes ingleses que España podría declarar la guerra a Japón si Londres lo hacía también) porque ningún interés de importancia se podía ir al traste caso de una represalia japonesa; no tenía quien le presionara para tomar una actitud mas moderada (ni tampoco, por cierto, había muchos beneficios económicos que obtener de la amistad o simpatía china). Los intereses políticos, por su parte, nunca configuraron esas imágenes de China en España sino indirectamente, y un ejemplo clarificador de ello es ese recalcar los avances comunistas en Asia durante la posguerra mundial, tanto durante la Guerra Civil China (1945‑49) como durante la Guerra de Corea (1950‑53). La explicación no está en si importaba la suerte que pudieran correr los chinos, sino en los beneficios indirectos del régimen franquista con esos triunfos comunistas: cuantas más victorias de los aliados de Moscú en Asia, mejor para España, puesto que revalorizaba su valor estratégico, pertrechada tras los Pirineos, frente a la amenaza soviética, y ayudaría a levantar el aislamiento al régimen franquista, tal como ocurrió en 1953.

Esa brusquedad en los cambios de las imágenes de China en España no ha sido sólo por esa falta de intereses directos entre los dos países, sino también por la escasez de especialistas o de formuladores de imágenes, a saber, aquellos que han sido capaces de transmitir una idea diferente sobre China que haya sido adaptada después por la sociedad. Faltando un Centro en el que se pudiera recibir información fiable sobre China, ésta se ha recibido de segunda mano, la gente que ha viajado allí lo ha hecho sin preparación previa y el aprendizaje del idioma ha sido desdeñado; de esta forma, las decisiones han sido tomadas a tientas, preguntando a los que habían vivido mucho tiempo en la zona, a los que estaban casualmente en la península, etc. El caso más interesante en relación con la necesidad de una información fiable es la defensa que hizo el Cónsul en Shanghai, José de Larracoechea, de la tesis de que Taiwan no caería en manos comunistas, aún cuando el resto de sus colegas en la sede del Ministerio de Exteriores en Madrid aseguraban lo contrario. Cuando este dato probó ser cierto, automáticamente fue catalogado como el experto en China y ocupó la Embajada franquista en Taipei, desde su creación y durante más de dos décadas, algo difícilmente igualable en el servicio exterior español. La fuente de su información fueron los misioneros, los españoles más extendidos por China y con un mejor conocimiento del país y de su idioma.

Faltando esa información fiable, las percepciones han tenido una “vida propia” en España; adaptándose a los nuevos datos, pero con pocas aportaciones verdaderas. La barrera adicional de un lenguaje, una forma de pensar o una cultura tan diferentes no ha podido ser superada y, más que barrera, se ha convertido en una trinchera, compuesta por esas imágenes y esas percepciones tan difíciles de quitar de encima. Es más, se puede decir que ese filtro de imágenes ha sido más determinante que los propios hechos a la hora de determinar las relaciones. Al contrario que con otros países más cercanos de los que ha habido una información mas variada y más fiable, en el caso de China ‑como en general de los países del Extremo Oriente‑ han sido las imágenes las que han conformado las relaciones. Estas han llevado la delantera y los hechos, por decirlo de alguna forma, las han seguido.

Y si hablamos así al referirnos a los centros decisorios, como los ministerios o el gobierno, a nivel popular difícilmente se ha pasado más allá de los tópicos. No se ha dado un paso más allá de los sueños, de las imágenes más o menos positivas y, en fin, del “exoticismo”. Los escritores españoles no han pasado de la curiosidad por el país; unos han escrito sobre él por referencias indirectas (Pío Baroja, el escritor español que más se ha referido a China, nunca visitó este país) y otros tras haber viajado (Vicente Blasco Ibáñez, por ejemplo, en su La Vuelta al mundo de un novelista), pero ninguno de ellos ha pasado del pintoresquismo.

 

PERSPECTIVAS

Desde esta perspectiva histórica, analizar las relaciones actuales exige contextualizar los datos más recientes: ¿cual será la siguiente imagen predominante?. Para mejorarlas, es necesario poner en marcha medios que eviten esa brusquedad que caracteriza el caso español. Es difícil que desde “el poder” deje de emitirse “el saber”, pero si es factible tener un conocimiento más especializado que reduzca la importancia de esas distorsiones, que siempre existirán. Ya no predominan las imágenes de tipo conceptual como antaño; ahora también son importantes las de carácter visual, e incluso las olfativas, las auditivas e incluso las de carácter mixto. El elenco y la variedad de la información recibida sobre China disminuyen inevitablemente la posibilidad de distorsionar que suponen las imágenes, pero de alguna manera todavía queda mucho camino por recorrer.

Si miramos desde el nivel político y de los órganos decisorios, hay la sensación que no se ha avanzado respecto al siglo pasado. Entonces, los embajadores españoles afirmaban que países como China o Japón carecían totalmente de interés político y que el único interés para España en la región había de ser el comercial. Esta falta de interés por mejorar la base para las relaciones se puede percibir claramente en que la región fue un destino de compromiso para la carrera diplomática: era la última opción o bien el lugar de envío de los casos problemáticos. Así, los jefes de la Legación española en la primera mitad de este siglo fueron enviados tras problemas en sus destinos anteriores, tales como Luis Pastor, Justo Garrido Cisneros o el Marqués de Dosfuentes. Este último, por ejemplo, realizó declaraciones públicas contra el gobierno del país y por ello le fue retirado el placet (el gobierno de Caracas, incluso, llegó a comunicar oficialmente dudas sobre su “pérdida de razón”); la solución fue destinarle a Beijing donde, dijera lo que dijera, importaría poco la reacción del gobierno. Muestra de su escaso talante diplomático es un despacho sobre China en el que llega a afirmar: “resumiré mi opinión sobre esta raza manifestando que se compone de 430 millones de macacos o, mejor dicho, de un solo orangután reproducido 430 millones de veces, como muñecos de celuloide de una fabrica monstruosa”. Actualmente la situación ha cambiado y hay incluso diplomáticos y embajadores que hablan chino, pero de cualquier forma se percibe ese escaso interés político hacia Asia en el hecho de que quien estudia sobre Asia es por preocupación personal, no por política institucional.

La educación sigue demostrando esa falta de interés por evitar que a largo plazo esas imágenes, o esos tópicos, distorsionen en tan gran medida el acercamiento entre los dos pueblos: faltan unos Estudios sobre China que formen especialistas. Además, la actitud sigue siendo etnocéntrica, denotando ese desinterés-desdén hacia otros pueblos que de alguna manera siguen siendo considerados inferiores: títulos de asignaturas como “Expansión Europea en Africa y Asia” denotan la idea que lo más importante acaecido en estos países ha sido su colonización y descolonización por los países occidentales. De alguna manera siguen el esquema de las novelas coloniales, relatando la historia del hombre blanco en escenarios diferentes.

Ausente el interés político, el único que ha quedado ha sido el económico-comercial: si el siglo pasado se justificaba por la cercanía a Filipinas, actualmente lo motivan sus indicadores económicos. Esta es la imagen predominante en estos momentos sobre China en España: hay un Eldorado esperando. La estructura de artículos de prensa sobre China aparecidos en nuestro país reflejan esta percepción; empiezan con un canto a las perspectivas de la economía china, con un buen número de estadísticas para corroborar las afirmaciones y, finalmente, se elogian las perspectivas de la inversiones españolas, normalmente por medio de un ejemplo exitoso. “La China que viene”, “China se acerca”, “La oportunidad China”, son títulos que vienen a resaltar los tesoros que esperan en ese país. Estos tesoros no obstante, no son tan fáciles de obtener como parece (quizás lo estuvieron hace unos años, cuando China se comenzaba a abrir, había poca competencia y la corrupción estaba aún a niveles más tolerables); es raro un golpe de suerte. Nos siguen gobernando las imágenes.

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