Florentino Rodao
Crónicas Carolinas
Federico VILLALOBOS
Siete Mares, Madrid, 2003. 223 pp.
“La gloria es mayor cuando menor es el número de llamados a compartirla”, dijo Álvaro de Saavedra desde México en 1527 al salir su barco en busca de las armadas perdidas en los confines opuestos del Pacífico. Fue premonitorio, porque la distancia es la principal referencia a esos parajes. Están casi tan alejados de Asia como de América y los españoles primero debían cruzar el Atlántico, luego el Pacífico hasta Filipinas y, finalmente, continuar otros miles de kilómetros para llegar a unas islas apenas habitadas. No es de extrañar que muy pocos españoles se aventuraron a tanto viaje y que se pueden contar casi con los dedos de las manos lo que vivieron en estas islas de extensión mínima, de ahí el nombre de Micronesia, Federico Villalobos narra la gloria, pero también las desdichas, de esos pocos aventureros en las páginas de las Crónicas Carolinas, unas islas que deben su nombre a Carlos II. Con el último reducto colonizado, Guam, la más meridional de las Marianas, a varios días de navegación, los viajes a las islas Palaos (ahora Belau), o a los archipiélagos de Yap, Ponapé, Kusiae y Truk (los actuales Estados Federados de Micronesia, cuyos tres últimos nombres ahora son Pohnpei, Kosrae y Chuuk) fueron, más que eventuales, esporádicos. Y con las crecientes ambiciones imperiales se convirtieron en islas fronterizas por antonomasia; esos lugares que definía el maestro de historiadores José María Jover como “marca fronteriza entre soberanías inciertas abierta a la exploración […] una posición que mañana puede perderse.” Los nativos, por tanto, vivían sin siquiera saber el imperio al que nominalmente pertenecían y los occidentales que conocieron fueron, antes que nada, aventureros, solitarios, emprendedores varios y, quien más quien menos, vagamundos de variado pelaje.
Las páginas escritas por Villalobos relatan las peripecias vividas en esas tierras, no por reducidas en extensión o por alejadas menos vibrantes. Los primeros misioneros desaparecidos al intentar cristianizar las Palaos, el pirateo Sudista hundiendo buques balleneros Confederados durante la Guerra Civil estadounidense, o los primeros pasos de los misioneros metodistas norteamericanos en medio de una población sexualmente desvergonzada. O las peripecias españolas al ocupar oficialmente un territorio, a raíz de que la Conferencia de Berlín (1885) estipulase que para hacer efectiva la soberanía era necesario ocuparlo. Tras consultar un buen número de libros, aunque se traslucen pequeños errores marginales (hay algunas confusiones entre las diferentes áreas del Pacífico, porque los cerdos, donde son alimento habitual, es en Melanesia, y los micronesios apenas tienen barbas para decorárselas con flores) Federico Villalobos ha novelado estos hechos con la emoción que merecen. En capítulos breves y amenos, y reflejando sobretodo esas historias de interés humano que tan de lado se dejan en los libros de historia, el libro es un poderoso imán hacia esa región tan amplia que, aún con el auge de las comunicaciones de hoy día, sigue teniendo partes recónditas. Siempre recordaré lo ufano que se me mostraba el aduanero de Funafuti (la capital de Tuvalu, las antiguas Ellice, Polinesia) al comentar su creciente trabajo porque entre yates y aviones, me aseguraba, “hemos llegado a tener en un solo día hasta treinta turistas.” Podía ser verdad, pero no lo parecía. A juzgar por los pasajeros del único avión regular (dos veces a la semana) pensé: deben de llegar en yate.