Tras asistir al Congreso de la IAHA en Hong Kong, era una obligación viajar un poquito por la provincia de Guangzhou y visitar Cantón. Después de un año en Japón, creía que mi japonés me ayudaría, pero también pasé malos momentos por el idioma. En la estación de autobuses me sentí muy indefenso. Al contrario que lo que había vivido en Japón, la gente no era tan amable y no intentan ayudarte, menos aún acercársete si te ven colgado. No tienen mala leche, pero tampoco te ayudan y, como en tantos otros sitios de Asia, si no saben la respuesta no te dicen que lo desconocen. Me ayudó más leer la prensa. Llegué coincidiendo con el 70º aniversario del Partido Comunista Chino; me parece recordar que uno de los carteles principales aseguraba que China no existiría libre sin el Partido Comunista. Pero lo que más me sorprendió fue la confianza en el futuro que destilaban; tras los 150 años de humillación, desde la guerra del Opio en 1842, China solo puede ir para arriba, me dijeron mientras esperábamos en la frontera.
En Cantón me alojé en The Garden Hotel, donde no solo me clavaron —al fin y al cabo era un establecimiento de lujo—, sino que también me obligaron a regatear. Tras saber cuánto costaba una noche les dije que no, que era demasiado caro; pero el recepcionista me pidió «Espere un momento» y tras hablar con alguien, me bajó el precio a la mitad, pero con la condición de no hacer llamadas al extranjero y alguna otra cosa parecida, algo que, obviamente, no iba a hacer gratis de ninguna forma. Muy raro eso de regatear con una empresa grande; me ocurrió algo parecido en Filipinas.
Cantón ya era china, con todo el bullicio de ese país que crece pero al que todavía falta tiempo para conseguir más comodidades. Cuenta con zonas bulliciosas, como Shenzen, sobre todo tras ser nombrada Zona Especial, y zonas más relajadas en la provincia de Guangzhou, a lo largo del famoso Río de las Perlas (Zhujiang) que conduce a Cantón. Allí visité la pagoda y el templo budista Liurong, del siglo vi —en castellano, «de los Seis Banianos»—, y alguno que otro de cuyo nombre no puedo acordarme ni con San Google. Tampoco recuerdo el nombre del pensador que me llevé de recuerdo, pero sigue ayudándome a siempre tener presente las bondades de aprender.
Estuve con un chaval majísimo de Estados Unidos, de madre catalana, amigo de otro becario de Japón. Fuimos juntos a las montañas de Loto y a pesar de saber chino le marearon con las indicaciones para llegar hasta allí. El agradecimiento fue doble, porque me salvó de una buena. Había perdido la nota con la declaración de bienes que te dan en la frontera y que se entrega de nuevo al salir. Yo pensaba decirlo en la frontera, pero el me llevó a un puesto de policía de un pueblecito a denunciar la pérdida; se la entregué al guardia de la frontera en Hong Kong de vuelta y gracia a eso me dejó pasar sin problemas. Quizás jugó a mi favor que era un domingo por la tarde, justo cuando estaba más llena de gente; pero me libró de una multa que era como 300 o 400 dólares. De alguna forma, el favor fue una devolución del que yo le hice: él había venido con su chica a mi hotel, y como yo salí por la mañana, él estuvo con ella hasta la hora del check-out.
Fue la primera vez que vi chinos haciendo su vida diaria. En el templo, en la calle, jugando al mahjong o echando una siestecita. Eso sí, todos usando la hora de Hong Kong; la forma más simple de resistir al gobierno.
Lo que más me llamó la atención era el uso del teléfono; eran los tiempos en que en Japón había millones de teléfonos en las calles, pero allí había que hacer cola para llamar, aunque vi la primera mujer manejando un premóvil, en plan mamotreto, yo creo que era de esos para llamar desde el coche.