Era un viaje diferente, un país que apenas se estaba abriendo con el final de la Guerra Fría y del que se sabía bien poco; tanto en el avión como después, encontré más gente escribiendo notas que simples turistas. No decepcionó desde los preparativos y el comienzo fue trágico para la capacidad de retratar la experiencia, pero desde la llegada el disfrute fue absoluto. Quedó lo positivo, aunque desde la pérdida de la cámara ya no me he vuelto a comprar buenos equipos. Vietnam, más tarde, estaba también abriéndose, pero es otra cosa, de cuatro y pico a setenta y tantos millones de habitantes: todo cambia. Poco después, Laos se hizo famoso a propósito de la escapada del Director General de la Guardia Civil, Luis Roldan, que se entregó en febrero de 1995 en Bangkok pactando gracias a documentación falsificada, Los «Papeles de Laos» los delitos a ser juzgado. Del viaje, me quedo con una frase de Juan Jesús mientras leía el periódico «que no pase nada para que publiquen mi artículo”
Las expectativas eran sugerentes. Iba a ser mi viaje al lugar más desconocido y lo prepare más que otros. Compré una cámara buena ante la expectativa de acojoviaje. Eché de menos un cinturón para meter el dinero, que se lo di a mi hermano cuando me visitó, y otra bolsa para llevar dinero por dentro del pantalón, que dejé en Madrid con yenes ahorrados. Por otro lado, iba algo enterado. Un profesor compañero profesor de inglés en la Universidad de Keiō (especializado en fotografías de mercados) resultó que ya había estado dos veces en Laos y en Vietnam; con lo que pasó planos e info, me dijo que me encantaría, y que no tuvo ningún problema con las autoridades de allá. En la Embajada de Tokio, nadie sabía nada, pero llamé a una conocida en la Embajada en Bangkok que me dijo de un diplomático había viajado desde India, sin problemas. Para buscar hoteles, la agencia de Japón me daba precios mosqueantes aún siendo estudiante; el precio de un hotel de Vientiane eran 10.000 yenes, pero la Lonely Planet se refería a menos de 20$, es decir unos dos mil y pico yenes. Tuve que llamar a Bangkok a conseguir precios razonables.
Gracias a que mi emoción se la contagié a mi Juan Jesús, esa búsqueda de hotel fue diferente: era posible dormir en el mejor hotel y a cuenta de una gran empresa. Pensábamos en ir también a Borneo, e incluso en visitar Dien Biem-Phu, escenario de esa batalla famosa que revolcó a Francia, pero las navidades y sus obligaciones limitaron sus planes a Vientiane. Una semana antes, además, hubo un accidente aéreo, de helicóptero, en otra zona, Xieng Khwang, donde hay una llanura con unas piedras en forma de jarra de tamaño como de un elefante que nadie sabe cómo han sido hechas. Había no sé qué problema y el piloto, como era muy experto, dijo que no importaba, bajó y murieron las 19 personas, incluido un australiano. Cuando fui a casa de Juan Jesús y me lo dijo su mujer, le pedí por favor que no lo transmitiera a España.
La tensión previa al viaje fue por culpa de la única agencia autorizada para los visados a Laos. Carísimo y mal educado, incluso echándome gritos, pero era la única opción. Y tras tres días sin recibir el pasaporte de vuelta con el visado, Correos me informa que el certificado estaba en Kioto por haber escrito como código postal “615” (el número de mi habitación en la residencia). Menos mal que el paquete regresó a Tokio el mismo día, y que el número de mi habitación no era el código de Okinawa.
El viaje empezó peor, porque al llegar al bajarme del taxi al aeropuerto de Bangkok perdí la cámara. Tras un frenazo, había metido bolsa con las cámaras en el hueco para los pies y al bajarme rápidamente por haber aparcado en tercera fila, le pagué al taxista y no me di cuenta. Lo noté tras cruzar la puerta de entrada, salí rápidamente y el taxi ya había salido. Ahí cometí un nuevo fallo, porque podía haber cogido otro taxi y haberle perseguido en plan película americana, pero pensé que habría aparcado un poco más adelante en busca de algún otro cliente. En ir unos metros a comprobarlo perdí unos instantes preciosos y quizás habría habido suerte. Y cometí un tercer error de comprar una cámara sencillita nueva en el aeropuerto de Bangkok, una Nikon por unas 30.000 yenes (precio oficial que leo a posteriori en un folleto, 18.000 Yenes), un dinero por el que me podría hacer comprado una buena cámara de segunda mano en Vientiane. El esfuerzo por recuperar la cámara perdida fue en vano. En el aeropuerto hice la denuncia con el número de serie de la cámara y todo, pero nada: al contrario que en otros países, en Tailandia no se comprueba el número de serie cuando se lleva a arreglar una cámara o cualquier aparato de marca por si está robado. Al regresar, visité el concesionario de Nikon y por supuesto en la comisaría del aeropuerto, pero nada, me decían que si alguien traía la cámara que ya me avisarían. Desde entonces he decidido usar sólo cámaras de segunda mano, así se pierde menos dinero.
Tras encontrarme con Juan Jesús, salimos sin problemas para Vientiane. El aeropuerto de Laos, nada especial, pero sin turistas. Nos vino un hombre a ofrecernos un taxi y le rechacé automáticamente, creyendo que iba a haber una marabunta haciendo lo mismo. Pues resulta que no había nadie más, con lo que tuvimos que volver a él.
La reserva era en un hotel que había sido el mejor hasta el año pasado (el Lane Xang), pero al final fuimos al Belvedere, totalmente nuevo. Juan Jesús pidió la Suite, pero al final nos quedamos con una normal, porque la suite tenía una sola cama y no era cuestión de dormir los dos tan juntitos. 100 dólares al día que pagó en los que tuvo además que escuchar mis conversaciones nocturnas. Se quedó alucinado con mis conversaciones, pensó incluso en levantarse a grabarme, y solo le detuvo no-sé-qué problema de su grabadora. Yo le dije que me pegara un almohadillazo para callarme, que surte efecto, pero bueno, se lo pasó bien conmigo. Y también tuvo una noche roncadora que me despertó, por cierto.
Y nada, nos pusimos a ver Vientiane, una ciudad de 200.000 habitantes teóricos que es como una capital de provincia. Tan capital de provincia que la primera foto que hizo Juan Jesús fue de una vaca pastando al lado de nuestro Hotel. ¡Una vaca pastando al lado del mejor hotel de Vientiane!
Luego hicimos las fotos típicas, una bandera comunista y las cosillas así como turísticas por allí, una especie de Arco de Triunfo moderno llamado Patuxai en el que se ve la gente sentada tranquilamente en el verde, charlando y tal como en la plaza de España de Madrid en verano. Una imagen plácida la de la ciudad. En uno de los pocos semáforos de la ciudad había como tres coches parados y dice Juan Jesús, ¡¡mira, un atasco!!. Al lado de Bangkok y de su bullicio, Vientiane es relax pueblerino.
Había otros monumentillos por ahí y como nos alquilamos un Tuc-tuc local (una especie de taxi con motor de motos y con unos asientos super incómodos) le decíamos que parara en donde nos parecía, y como buenos guiris pues nos paramos en una tienda donde vendían altarcitos budistas, luego paramos con un puesto de collares de flores también a lo budista, etc. Nada en especial.
El chófer del Tuc-tuc vio que era imposible la comunicación y nos presentó al Guía reputado por hablar el mejor inglés, Sithong. Fuimos al Puente de la Amistad, el primero construido sobre el río Mekong uniendo Laos con Tailandia gracias al dinero de la cooperación de los australianos. Se inaugurará el próximo abril y seguro que Vientiane cambiará: bullicio, coches, prostitución, robos, sida y lo que haga falta. Lo que puedan decir los Laotianos sobre adónde van parece secundario, es más bien adónde les llevan. Ni el mismo gobierno puede evitar ir hacia adelante, para lo bueno y lo malo.
El país está bastante cerrado, y ya no se puede mantener por mucho tiempo: la Star TV, una televisión para toda Asia desde Hong-kong (el dueño, Rupert Murdoch) estuvo emitiendo esos días un concurso de Misses del Mundo que no tenía nada que ver con la realidad del país, pero que hubo de tener audiencia. Juan Jesús decía que no tenía mayor importancia porque al fin y al cabo la televisión esa la ven cuatro, pero no lo tengo tan claro, en parte porque resulta cada vez más barato y más sencillo comprarse una antena de esas. En China lo intentan prohibir, pero no han podido sino impedir la instalación de nuevas antenas. Una de las imágenes que se me quedó más grabada fue en el hotel de Luang Prabang; normalito y baratito, era una casa grande mas bien. Estaban emitiendo el concurso de las Misses y la chica de la recepción no quitaba ojo de la StarTV. No comprendía nada de inglés, pero nada de nada: hasta para pedir la llave tenía que hacer el movimiento de mover la cerradura; pero estaba embobada con la televisión, como imagino que tanta otra gente en el país.
El puentecito de la amistad estaba a unos 30 kilómetros, en la frontera con Tailandia. Allí tuvimos la primera sensación de frío. Qué mal las pasamos, porque habíamos salido en manga corta. Llegamos al puente justo cuando el sol se estaba casi escondiendo y por supuesto más a la vuelta, porque el sol se había escondido y ya era de noche. El poco tiempo no obligó a tomar fotos como japoneses, él para su periódico y yo para mi archivo.
Allí mismo vimos el primer rasgo de la diversidad racial, con una pareja que nos dijeron eran Mon o Hmong, ataviada ella con una mezcla de camisa moderna y sus propios trajes. En el merendero también estaba un matrimonio con un niño exiliado en Estados Unidos tras la victoria comunista. Fue interesante hablar con ellos, él había salido con veintitantos años y ella con seis, pero no parecían añorar mucho su país, aunque su familia se notaba encantada de estar con ellos. Ellos me dijeron que estaban deseando regresar y el quizás me hizo las mejores declaraciones: “Después de 17 años, lo único que veo cambiado en mi país es este puente”. Con ese bigote tan prominente quería enfatizar su identidad diferente, pero me lo expresó verbalmente al decirme lo que echaba de menos, en ese momento: ver la televisión mientras tomaba una cerveza de esas grandes, como en Estados Unidos. La ausencia de cambios en tanto años lo creo, pero a su regreso después de 17 años su comentario sería diferente, seguro: al país se lo habrán comido económicamente los tailandeses.
Supongo que también en lo político, aunque obviamente Vientiane es muy receloso de esto: ahora andan quisquillando sobre las aguas jurisdiccionales de cada país, no mitad y mitad sino según la parte más profunda. Pero no creo que sea posible una independencia de ningún tipo para Laos; con 4 millones y medio, tendrá que depender -o caer en una influencia mayoritaria- o de Tailandia o de Vietnam. Históricamente ha sido así, y también en el Sudeste Asiático: tailandeses, vietnamitas y birmanos han luchado por la hegemonía y los demás han debido bandearse de una forma u otra, apenas con independencias temporales. En el caso de Camboya, otro tanto. Acababan de descubrir un envío de armas del tan derechista ejército tailandés a los Jmeres Rojos. Era un escándalo diplomático, porque si las Naciones Unidas crearon un marco de paz y tuvieron lugar elecciones libres, ya no había razón para apoyar a los Jmeres. Pero los militares tailandeses, hacen con esa entrega de armas lo de toda la vida: enfrentarse con los vietnamitas de forma indirecta. Esta debilidad de los pequeños no va a cambiar radicalmente, aunque otros de fuera intentarán también meter mano. La historia me ayuda a saber estas cosas. Los métodos han cambiado, pero la táctica de enfrentamiento por intermedio de otros no ha perdido su efectividad. Lo del “divide y vencerás.”
En un templo en el camino resultó que había una especie de festival y allí volvió a repetir Juan Jesús que mira que había pensado en que sería bonito haber hecho un reportaje fotográfico y habérselo propuesto al País Semanal. «Qué pena que hayas perdido la cámara». Lo dijo no sé cuántas veces y yo, tirándome por los suelos, aunque le agradecí mucho estar conmigo: sin nadie con quién hablar, habría estado dando vueltas a la pérdida sin parar. Luego salimos por la noche a bailar, el único día que le pude sacar. Los bailes me recordaban a los de Armuña, el pueblo de mi padre, orquestas, diferentes tipos de ritmos y casi siempre en pareja. No llegué a bailarlos bien, pero me hice a ellos. Hay también canciones occidentales, pero adaptadas a los ritmos. De alguna manera se reconocen que son occidentales, pero se bailan en plan laotiano. Hay uno que es algo así como la conga; primero se mira al norte, luego unos pasos y se mira al oeste, luego al sur y así, mientras que se mueven las manos de una forma parecida a como son los bailes tradicionales en Thailandia. Ya veremos dentro si continúan existiendo esos salones de baile; igual en la StarTV en algún programa de antropología.
El segundo día quisimos ver el Mekong por eso de hacer un artículo, pero la verdad que tuvo poca chicha la cosa. Nuestro amigo Sithong vino con nosotros, y estuvimos visitando la típica zona de suburbios con agricultores al lado de piso pobres. Había un templo precioso. y fuimos al embarcadero. Allí vimos varios barcos que se dedicaban a traer madera desde el norte. Los marineros hacían de todo en el barco y tenían incluso unas gallinas atadas a los maderos, supongo que para que les dieran huevos. Juan Jesús estuvo intentando saber cuántos viajes hacían al año de arriba para abajo, pero sin una respuesta clara nos dimos cuenta las carencias del inglés de Sithong, porque las preguntas eran fáciles: cuántos viajes hace al año, adónde lleva la madera esa. Parece ser que Sithong había sido Guardia con los americanos hasta que se fueron y al preguntarle sobre eso, pensamos que era intérprete: bien con las preguntas típicas, pero en cuanto le sacábamos de su zona de confort no sabía salir. Al darme su dirección me enteré que trabajada de noche en la Embajada USA, supongo que de ahí saca sus conocimientos de inglés.
En el embarcadero, volviendo al Mekong, estuvimos pensando también en ir a Luang Prabang en barco, pero eran muchos días y era muy latoso, con lo que decidimos alquilar un barco para dar una vuelta. Pues no se quedó corto Juan Jesús, al final cogimos uno que tendría unos 20 metros de eslora, todo para nosotros. Dimos una vuelta, pero estábamos esperando encontrar un río con una actividad frenética y la verdad que no nos cruzamos ni con un solo barco, porque en Laos la cosa sigue tan tranquila como en tiempos de Matusalén. En el Asia Oriental uno de los conceptos de desarrollo son los triángulos de desarrollo, algo así como polos de contacto entre regiones de varios países sin apenas burocracia. Uno de ellos es entre Singapur, Johor en Malaysia y Batam en Indonesia, con lo que el capital de Singapur puede utilizar la mano de obra más barata cercana, también los hay entre Hong-kong, Shenzen y Taiwán, etc. Bueno, pues se planea crear un Triángulo de esos alrededor del Mekong, entre China, Vietnam, Tailandia y Laos. Ya veremos, pero por de pronto la cosa esta un tanto parada, no hay mucho comercio. Después del río fuimos de compras.
En el Mercado Central, la plata nos llamó la atención. Compré algunos pendientes, una figura de plata y una caja para guardar joyas de un animal extraño para la colección de ceniceros de mi padre. Me encapriché también con una pipa para fumar opio de piedra tallada, por 35 dólares. Las he visto más baratas, pero esa me gusta más y además aquí me han dicho que es de buena piedra porque está muy fría. El instrumento musical para la colección medía algo así como un metro, pero Juan Jesús dijo que si lo compraba, él no lo llevaba a Japón. Imposible
Al día siguiente alquilamos una moto cada uno. A mí no se me habría ocurrido por mi cuenta, pero Juan Jesús es muy aficionado, siempre ha ido en moto (y también se ha dejado algún hueso por su culpa) y lo propuso. Es que es la mejor forma de sentirte un laosiano, porque allí no hay más que cuatro coches. Si vas en taxi o en coche eres un alguien aparte porque la gente usa la moto o la bicicleta. Que está bien, pero solo para dentro de la ciudad. Y nada, nos cogimos la moto y nos fuimos a conocer mundo, tiramos por una carretera para el interior y luego torcimos al ver una carretera de tierra por la que iba mucha gente. Juan Jesús me decía que fuera yo delante y aproveché la coyuntura para ir más lejos de donde él quería. No hacía más que dar la lata para que nos diéramos la vuelta, pero yo hacía como que no le oía.
Al final llegamos a un pueblo de una minoría étnica, los Hmong, que por lo visto fueron los que más estuvieron luchando contra los comunistas e incluso creo que aún hay alguna guerrilla de esta gente por ahí. Nada, la verdad, no notamos nada sino que había un cuartel grande del ejército, nos tomamos un refresco (más bien, recálido, porque estaba a temperatura ambiente y evitamos tomar hielos) y luego nos fuimos a dar un paseo. Vimos a una gente llevando fardos como de paja como de metro y medio; pero no parece que fueran ni de arroz ni de trigo. Había un hombre cuidando a su hijo y luego me puse a ayudarle a una chica por la foto, con lo que gente se puso a reír. Luego oímos unas canciones y allí que fuimos.
Había en el patio de una casa grande un grupo de gente, incluidas unas chicas ataviadas en trajes tradicionales. Nos quedamos a la puerta por si molestábamos o algo así, pero al contrario, nos dijeron que pasáramos. Las chicas esas pasaban una bola hecha de tela a los chicos mientras cantaban canciones y luego de vuelta y así mientras seguían cantando. Yo me acerqué, me echó una chica una bola de esas, se la devolví y así seguí, sustituyendo a uno de los chicos del grupo. Pero todo el juego consistía en eso; intenté hacer algo diferente, se la devolvía pasando la bola por debajo de la pierna, de lado, pero nada, no cambiaba la cosa total. Se lo pasé a Juan Jesús, me sustituyó y a los cinco minutos ya quería regresar; como buen periodista, ya tenía la noticia (que no la declaración, nadie hablaba nada entendible) y dice, ala, vamos. Yo me metí por ahí por la casa y tal, a ver cómo vivían, estuve viendo la parte trasera, dónde dormían y todo eso, pero la verdad que no había mucho más. El gastar tiempo sin hacer nada fue una de mis ventajas para conocer a gente en Indonesia; mientras que un turista típico se iba a los diez minutos, yo estaba tiempo y tiempo, y eso me lo agradecían luego y por eso se enrollaban.
Luego nos enteramos de que era un pueblo minoritario, parece ser que el único de esa zona, porque la región era de los laos normales y que ellos estaban celebrando el año nuevo. Era el 21 de diciembre. Estuvimos un ratillo paseando por el pueblo, obviamente no nadaban en la abundancia y dice Juan Jesús, aquí están los 200 Dólares por cápita (estadísticas dixit). Y si, no se les veía muy ricos, pero nos dimos cuenta que había tres antenas de televisión y tampoco hemos notado hambre ni nada de eso. Pobreza, pero no miseria; al fin y al cabo, los pollos de las estadísticas se ve que están bien repartidos, aunque haya pocos. A partir de ese pueblo la carretera se estrechó y empeoró bastante, había muchos bancos de arena y teníamos problemas para andar con las motos. Yo trataba de ir lo suficientemente delante para que Juan Jesús no me alcanzara con la voz para decirme que regresáramos, pero al final me dice, oye, que por aquí no se va a ningún sitio. Algo tenía de razón, porque no nos cruzamos a nadie y en el mapa no veía ningún poblado, pero seguro que algo habría. De hecho el pueblo este Hmong o Mon tampoco aparece en los mapas turísticos; en el que tengo, en la carretera que cogimos solo señala unas cataratas: Thad Hua Kon. En Vientiane pregunté por más pueblos en este plan, pero no me querían decir ninguno y que era el único de la zona, pero no me quisieron dar más explicaciones. Imagino que había problemas políticos.
Dimos la vuelta, pero entonces cogí un librito que me compré de frases en lengua Lao (que es muy semejante al Tai) y pregunté que dónde había un Wat, vaya, un templo. Nos empezaron a indicar y no teníamos una idea clara de lo que podía ser, pero al final lo encontramos. No era un templo, sino una estatua de Buda de pie, algo así como en un pedestal con varios pisos y con varios pequeños templitos de tamaño casero alrededor. No había nadie, seguro que no ha pasado un turista allí en años y quizás eso es el encanto del lugar. Todos los pisos del altar sobre el que estaba el buda estaban adornados con figuras pequeñitas de Buda. Me acerqué a tocar una y resulta que no estaba ni pegadas ni nada, podíamos haber cogido una de ellas y habérnosla llevado tan tranquilamente. No lo hicimos, que quede claro, pero seguro que dentro de dos o tres años ya no ocurre lo mismo; en cuanto vengan la cuarta parte de turistas como en Tailandia, seguro que esos budas desaparecen. Mira, una de las cosas malas que seguro traerá la apertura del puente ese de la amistad.
Después, al volver, vimos a un tío con un instrumento muy extraño, nos paramos y resulta que eran trampas para pájaros. Auténtico al 100%; Juan Jesús comentó, seguro que Colón se encontró a gente igual. Pues sí, seguro que muchas de las cosas que he visto no han cambiado en años y años, aunque la ropa del tío este no era nada especial, llevaba camiseta y pantalón. Me acuerdo cuando veía la gente trabajar en los campos de arroz en Vietnam y demás, igual que siempre, solamente vi una maquina al sur de Vietnam en los campos de arroz. Todo lo demás de manera manual, desde echar el agua a los campos sacándola de los canales hasta la recogida y todo. En fin, es la vida.
Ese día por la noche fuimos a ver unas danzas típicas laosianas a un restaurante. Desde luego, vaya diferencia con la cultura occidental, ahí era muy importante el movimiento de las manos y la sensibilidad desde luego era diferente. Pero qué comida tan picante. El caso es que estaba rica. Me acuerdo que antes habíamos comido en el Hotel Apollo, otro de lujo también recién abierto y habíamos pedido dos sopas. Estaban riquísimas pero es que salía fuego de la boca. Y Juan Jesús se reía de mí, porque yo tenía que pedir agua continuamente, pero seguía comiendo la sopa. Xodido, pero contento, le dije, porque me hacía sufrir tanto picante, pero vaya lo rico que estaba. Luego, me acuerdo que en el restaurante ese de las danzas, Juan Jesús comentó, mientras gozábamos viendo a la gente esa bailar: “Me pagan por ver esto”. Es verdad, que envidia.
Al día siguiente fuimos a ver un templo que esta como a cuarenta y tantos kilómetros de Vientiane con mucha influencia india, el Xieng Khuan. Tiene una especie de estupa moderna en la que se puede jugar al escondite perfectamente porque no hay más luz que la que viene de afuera, y subiendo al techo y saliendo a la especie de terraza hay una imagen preciosa del campo lleno de estatuas. Hay una estatua de un tío tumbado que no es un buda porque está muy delgado pero que no tengo ni idea de quien será. Os quería decir más de este templo, pero resulta que no hay nada sobre el en la guía, aunque sí que aparece una foto. Curioso, es una de las cosas más vistas en la zona y realmente lo merece. Nos gustó. Estaba junto al río y resulta que estaban haciendo allí unos trabajos con unas excavadoras en el cauce. Por cierto, que el camino lo hice llevando a una chica; la conocí junto a otras cinco en otro templo de camino y también debían de ir de turistas porque todas tenían cámara de fotos. Eso sí, turistas locales porque el monje las hizo no sé cuántas abluciones. Como iban también al templo éste, nos ofrecimos a llevar a dos y allí nos hicimos un montón de fotos juntos.
Cuando llegábamos en nuestras motos vimos a seis israelitas en parejas en plan hippy. Les saludamos, y Juan Jesús dice, mira esos desgarramantas. Me reía, no había oído nunca esa palabra. Sabe un montón de expresiones que supongo las habrá ido colocando en sucesivos artículos periodísticos; me acuerdo también que sobre Sithong, como le preguntábamos una cosa y él nos respondía otra cosa diferente, dice mira, éste es “De dónde vienes, Manzanas traigo”. En parte es porque el pobre Sithong no era un gran experto en inglés, pero también porque los asiáticos en general tienen tendencia a contestar que sí cuando no entienden, es difícil ver una negativa directa. Lo llegué a entender cuando iba a algún lado y preguntaba si por allí se iba o no. Fue en Hanoi cuando iba a la Pagoda del Perfume; yo preguntaba si se iba por allí y como siempre me decían que sí, al final lo que hacía era decir eso en vietnamita y luego preguntar con una de esas palabras internacionales, ¿Kilomet? Eso sí que lo tenían que entender, si me respondían con una cifra es que lo habían entendido.
Al día siguiente le dejé a Juan Jesús solo porque él estaba loco con acabar lo de Mao y me fui a ver un lago artificial precioso. Esta como a unos setenta kilómetros (o kilomet) al norte de Vientiane, por la misma carretera que para ir al pueblo Mon ese y se llama Ang Nam Ngum, Ang debe ser lago porque el río se llama Nam Ou. Parece ser que hay incluso unos botecitos para ver el lago que incluso tienen instalado video, pero como no fui en excursión, debí de ir por otro camino. Yo creo que el kilométrico allí está equivocado, porque dice que está a unos 60 kilómetros y desde que el cuentakilometros de la moto marcaba cuarenta me puse a preguntar y resulta que ya me lo había pasado; no sé cómo se me pasó la desviación, pero resulta que allí mismo había otra desviación a otro lago, semejante pero más grande; Ang Nam Xong. Nada, no había nada por allí que indicara donde podía estar el lago. Pasé por una escuela de niños, pero preguntar a niños es como si nada, porque primero no te entienden y segundo no saben leer. Total que por intuición tiré por una carretera que para coches debería de ser horrible, tenía muchos bancos de arena y en la estación de lluvias deberá de ser impracticable para motos. Luego había una desviación en tres, con uno de los caminos metiéndose en un sitio vallado pero con la puerta abierta. Me tiré dentro de la puerta y allí, pasado uno o dos kilómetros ya empecé a divisar el lago. Precioso. Luego, vi una desviación por un camino pequeño y ahí que me tiré otra vez, esta vez a la izquierda, porque por ese lado estaba el lago. No me pensaba encontrar con nadie porque no me había cruzado con nadie en el camino, pero llegué al lago.
pues nada, llego al lago y me encuentro con un poblado en el que debían de vivir como cincuenta personas. Yo alucinaba, esa gente debe de comunicarse principalmente por barco. Además, cosa rara, pasando de mí, seguían trabajando como si tal cosa. Le pedí a un viejito que me llevara en su barca a dar una vuelta (por señas, obviously, y me entendió) y se vino conmigo. Un paisaje precioso, porque al igual que el otro lago, esto está lleno de pequeñas islitas preciosas. Pero la barca era una cascara de nuez, un paso en falso y ahí que nos dábamos la vuelta. Pero bueno, tampoco tenía mucho que perder, la cámara era lo más importante que llevaba. Fue precioso el paseo llevado por el viejito (del que hay la foto correspondiente). Me hubiera gustado haberme levantado para hacer fotos de pie, pero la barca no estaba para esos trotes. Me apoyaba la palma de la mano en el borde de la barca y me mojaba los dedos. Al final me llevó a un sitio enfrente donde había unos hombres y uno de ellos tenía una barca más grande y con motor. Se pasó el muerto (es decir, yo) y yo para mí también mejor porque tras el encanto del viaje de ida primaba ver otros lugares.
Al hombre de la barca con motor en vez de las 150 pelas del remo, le pagué unas setecientas, 5000 kip y dio más vueltas, aparte de que aprovechó el viaje para dejar a dos en otro sitio. Oímos ruidos de aviones y es que parece ser que había una base (ex-)soviética por allí. Tenían casas y todo. Me llevó a un poblado donde había gente trabajando en la agricultura, pescando y recogiendo una parte de las algas que están bajo la superficie del agua, que son como muy suaves y sirven para comida de animales, creo. Después nos bajamos de la barca, le dice a un tío que se la mire y me llevó a una casa de ese pueblo. La casa era un típica casa de madera, muy pobre, sí, pero va el tío y saca una Honda totalmente nueva que tenían guardada. Me dijo que se la prestaron, a saber cómo le había llegado, y me dejó acongojado el tío porque vaya con los niveles de vida. Eso había costado como mínimo 100.000 pelas, debía de ser de unos 50 cm. cúbicos. No me fijé si había antena de televisión. Pues nada, cogió prestada la moto y me llevó a comer a su casa, como a 10 kilómetros en la carretera general. El tío más contento que otra cosa de tener un invitado; pues nada, llamó a su mujer, le dijo que tenían un invitado e ipso facto salió con la moto a comprar carne para hacer la comida. Antes me presentó a su hijo que estaba de monje novicio y se iba a clase. Ese tío debía de ser de la clase media alta de por allí, tenía una chica criada que estaba haciendo unas bolsas con una agua colorada que se debían de vender para los niños como golosinas. Pensé, anda, una fábrica, porque en un futuro igual eso se hará con máquinas, pero ella lo iba haciendo todo manual. Tenía por un lado el agua ese colorada, lo echaba en una bolsita de plástico y luego cogía algo así como una cuerda de plástico y lo ataba, lo dejaba en una bandeja y al siguiente. Nada, que era un empresario y luego también tenía una casa de ladrillo a medio construir en la que jugaban al billar, tenía dos mesas. Pues nada, mientras estábamos esperando para la comida pasó un tío y le llamó y también se quedó a comer con nosotros. Era policía y yo que no sabía si me había pasado de provincia o no. Porque para viajar a cualquier provincia diferente de Vientiane se necesita un permiso de viaje. Nada, sin problemas, en parte porque la ciudad (que creo que es Nong Sa) está todavía dentro de la provincia. Pues comimos muy bien, era principalmente carne frita, arroz pegajoso del país y lechugas que evité comer. Se coge el arroz ese con la mano, se amasa, se mete en una salsa picante como ella sola y luego se come con la carne. Para hacer eso me acuerdo que me sirvió la experiencia de la comida senegalesa. Tenía en casa un mono, por cierto, con el que me acordé de Darwin, ese gran conocedor de las Islas Galápagos. Lo tenía atado con una cuerda de tender la ropa y me lo pasó, como yo no me di cuenta, se escapó y en nada de tiempo se apropió de tres trozos de carne que se metió en la boca. Mas listo que el hambre -y que el hombre, entendiéndome a mí por tal.
Me ofrecieron alcohol de allí; bebí algo, al igual que el madero, pero el empresario incipiente, por eso de ser anfitrión debió de sentirse con la obligación de acabar la botella. Se iba poniendo alegre por momentos. Yo, como a las tres de la tarde ya le empecé a decir que a ver si nos íbamos, que se iba el sol; no quería ir de noche con la moto y calculando que teníamos que volver al lago, regresar al pueblo del viejito de la barca y andar en moto como setenta kilómetros (a grosso modo). El tío tan tranquilo, pero al final nos fuimos. Mira por donde, como buen empresario pasó por una gasolinera, llenó el depósito y luego me pidió el dinero, con lo que debió quedar fenomenal con el que le prestó la moto. Un hombre con futuro. Pero fijaros que luego llegamos a la casa de donde había cogido la moto, junto al lago y nada, otra vez a sentarse tranquilamente: le veo que guarda la moto con todo primor, que se pone a fumar, que invita al viejo a tabaco al viejo que estaba allí. El hombre tan relajado y yo cada vez más nervioso. Se pegó sus buenos tragos de otra botella inacabada y yo seguía preguntándome, pero bueno, qué leches hacemos aquí. El tío diciéndome que esperara, pero le insistí tanto que al final nos fuimos. Al irnos me di cuenta de porqué me hacía esperar, y es que me querían invitar otra vez a comer: estaban asando carne para mí. Me dio vergüenza de ser occidental. Vaya diferencia de cómo tratamos nosotros a los desconocidos, ehhh.
A la vuelta en el barco mi preocupación aumentó porque el hombre ya había bebido lo suficiente como para deleitarme con unas canciones marineras para las que yo no estaba preparado en esos momentos. Me balanceaba la barca, tan contento como estaba de compartir viaje (que no charla ni confidencias) conmigo y mira, ahí tuve yo también la cosa de hacer yo también mis amagos de canciones patrias recordando las características del vino de Asunción. No tenía más remedio que sonreír mientras que le señalaba el reloj y le indicaba por señas que el sol estaba ya bajo y que tenía prisa. También bebí algo del alcohol ofrecido, en parte para que no se lo tomara él. Estaba en sus manos (en sus hélices, por decirlo mejor), entre otras razones porque tenía que confiar en él en que me llevara al pueblo del viejito donde yo había aparcado la moto. Yo por mi cuenta no habría sabido localizarlo, porque toda la costa era más o menos semejante. Fue una gran alegría volver a encontrar mi moto sin daños ni nada. Ahí me despedí de mi amigo el empresario, que me pidió de regalo un librito que llevaba con frases del lao al inglés. Sin duda estaría pensando en expandir sus redes comerciales de agua colorado que posiblemente luego se vendiera congelado para los niños. Lo siento, pero no le voy a mandar las fotos que nos hicimos porque han salido con poca luz.
El resto del viaje de vuelta fue sin mayores problemas, porque supe desandar bien el camino andado sin perderme ni nada. Pero como le dije que iba a comprar la plata al mercado y cerraba a las cinco, pues Juan Jesús preocupado. La bronca de Milagros, su mujer, por marcharse seis días (uno de ellos, su cumpleaños) con un amigote con la excusa de un artículo de periódico había sido importante (Milagros también me la echó a mi), pero no pasar Nochebuena con su familia no tendría perdón. De hecho, Juan Jesús adelantó su regreso para salir por la tarde a Bangkok (en un principio, salía a las 11 y pico de la noche) y llegar a Tokio en el primero de la mañana. Y cuando salió a reconfirmar el viaje el día anterior, le tuvieron más de una hora, primero lo negaron diciendo que mucha gente no viaja al final y que están hartos de que la gente no reconfirme.
En caso contrario, habría llegado a la cena de Nochebuena con la mesa puesta y, caso de que pasara algo, se quedaba a verlas venir: «como este tío no aparezca y me tenga que quedar aquí a buscarle, Milagros me mata». En fin, las ventajas y los inconvenientes del vínculo familiar. Le comprendo a Milagros.
El caso es que me estuve luego riendo con Juan Jesús porque me contó que al quedarse solo, salió a comprar la plata y al salir del Hotel allí estaba nuestro amigo esperando. Le saludó tan amable, «!Hombre Sithong¡¡¡, qué alegría verte» y demás, pero así que se subió a la moto para ir por la plata, Sithong pegó un salto y se subió el también. Era padre de ocho hijos (de las pocas cosas que sé a ciencia cierta de este hombre) y tenía que darles de comer. Le dio ocho dólares, pero más por caridad que por haberle acompañado; porque Juan Jesús se quejaba de que le no ayudaba nada, porque él quería regatear y Sithong replicaba que no, que había conseguido un buen precio.
El Centenario de Mao del 26 de diciembre le traía loco a Juan Jesús; el 24 era Nochebuena y el 25 estaba cerrada la redacción, por lo que tenía que mandarlo desde Tailandia. Lo acabó, pero me dijo que le había salido muy chungo y, ciertamente, es su artículo peor, se nota que lo ha hecho sin estar concentrado. Con lo cual sufrió el artículo de Mao, que se nota escrito a trancas y barrancas. El mismo dijo que lo había acabado de mala manera y, si, es el único que le he leído sin hilo de arriba abajo. A mí me cita como historiador occidental, menos mal que no me cita con el nombre, no sé exactamente si lo he dicho o no. Pero al artículo le falta chispa, cosa que no le suele faltar en sus escritos.
El restaurante estaba promocionando una cena de Nochebuena por la ciudad, proclamando que era la primera vez y que era iniciar una costumbre que se quedaría. Así acabó mi experiencia como viajero con pelas. No pagué ni un duro ni en hotel ni en restaurante ni en nada de eso y se notó en que por ejemplo no tuve diarrea esos días. Por cierto, que mucho hotel de lujo el Belvedere, pero no llegó ninguna de las postales que envié desde allí, aunque fueron las primeras. También es verdad que si hubiéramos ido por Luang Prabang otra cosa habría sido, porque allí no hay hotel de lujo que valga y a ver en dónde nos habría metido la agencia de viajes.
Necesitaba un permiso de viaje para viajar a Luang Prabang, la antigua capital del Reino y costaba 290 dólares por dos días, con guía y hotel. Un montón de dinero para uno que viaja solo y como me vieron con dudas sobre viajar o no, me ofrecieron otra posibilidad de comprar solo el permiso de viaje y el billete de avión con traslado por 160 dólares, aunque no aparecía en los folletos. Los extranjeros pagamos el precio completo del avión y el número de aviones depende de los extranjeros: si lo llenan, se pone otro. Los nacionales deben de pagar una birria por el viaje y rellenan los huecos. Así se explica que el avión estuviera lleno pero que no tuviera yo problemas para conseguir el billete.