El 6 de marzo de 1521, hace quinientos años, la vuelta al mundo ya parecía factible. Tras encontrar el estrecho de Magallanes y cruzar rápidamente un pacífico océano, la expedición liderada por Magallanes llegó a una isla con habitantes, los chamorros, con los que interactuaron. Esto es Historia de la Humanidad, Historia de la Ciencia, Historia de la Navegación e Historia de los Encuentros entre seres humanos, aunque con diferentes capacidades tecnológicas, incluida la armamentística.
Yo lo hice unos años más tarde, en 1990, cuando fui a un congreso de la Pacific History Association, acompañado por el presidente de la Asociación Española de Estudios del Pacífico, José Luis Porras, que lo hizo desde España, y aproveché para viajar a Pohnpei, mi querida Ponapé, sobre la que había escrito un artículo el año anterior.
Los congresos son para que cada académico/a, en potencia o ya consolidado, muestre sus investigaciones al escrutinio de colegas y crítico. Son básicos para nuestra carrera pero ese fue especial. Era mi primera conferencia en inglés en plan académico, pero además tuvimos un relativo protagonismo. En los discursos inaugurales, como el de Francis Hezel S. J., nos mencionaron a los dos españoles y conocí al vicepresidente de la Universidad de Guam, Robert Underwood, hijo de John Joseph Underwood, un personaje que aparece en mis investigaciones y entonces vicepresidente de la Universidad de Guam. Además, el gobernador Joseph Ada no solo habló del Quinto Centenario casi todo el tiempo durante su presentación, sino que en la cena en su residencia oficial a todos los congresistas se acercó a mí para preguntarme si era Magallanes uno de los que estaban en un cuadro que preside la entrada. ¿Qué le voy a decir? Pues le di la enhorabuena por el excelente cuadro y la decoración hispana. Había un interés político, nos invitó a visitarle el día siguiente, y allí estaban los dos canales de televisión para salir en el telediario local. España no es historia en Guam. Cuando yo ya estaba camino de Ponapé, Porras fue a una procesión el 8 de diciembre por Santa María de Kamalen o Nuestra Señora del Camarín, fiesta mayor en el archipiélago, y escribió: «En algunos momentos, creí que me encontraba en algún pueblo de España». Se ufanaban de que tres de los ocho principales financiadoras de una obra en la Basílica de San Pedro en el Vaticano eran de Guam.
El personaje más interesante que conocí fue el presidente de la PHA, Robert Adrian Langdon; sí, el mismo nombre que el protagonista de El código Da Vinci. Siempre he pensado que lo han puesto por él. Acababa de publicar un libro sobre una raza vasco-polinesia a raíz de los vascos que se perdieron en las expediciones de descubrimientos durante el siglo xvi. En 1926 se encontraron los restos de un galeón procedente de la expedición de García Jofre de Loaísa en una de estas islas, el San Lesmes, y de ahí Langdom sacó la idea de que esos vascos procrearon pequeños mestizos y fueron decisivos en el devenir de la región. De repente, me aparecía en el congreso enseñándome la foto de unos isleños con rasgos faciales que podrían decirse vascos, o bien con un diccionario para mostrar paralelismos; me enseñó, por ejemplo, la palabra “Kome”, que tiene el mismo significado en una lengua polinesia, creo que la maorí. Vi años después a Langdom en Madrid por una beca para investigar sobre huevos azules en los tiempos de la conquista.
Era secretario de la Asociación Española de Estudios del Pacifico y ya tenía algo ganado allí. Me habían nombrado Associate Member del MARC (Micronesian Area Research Centre) de la Universidad de Guam y su directora, Marjorie Driver, vino con nosotros a la casa del gobernador. También como doctorando. Buscaba saber más sobre el obispo navarro Olano, un personaje de mi tesis doctoral, y gracias a Underwood localicé a su amigo más íntimo, que además tenía una biblioteca excelente. Quedé con su sobrina, pero me dijeron que estaba cansado y que tenía algo importante al día siguiente. En fin, parece que tenía cartas personales, pero estaba escamado con los periodistas que le habían entrevistado, según me contaron. Lo único que pude hacer fue regalarle un libro mío. Parece que tiene una biblioteca muy buena. También fracasé con el padre Bizcarra, un jesuita que estuvo en Japón durante la Segunda Guerra Mundial; conseguí su teléfono en las islas Palaos, pero por efecto de un tifón estaba todo arrasado y las líneas estaban cortadas.
En otra isla, el tifón había dejado a todo el mundo sin casa. Pasó a 400 kilómetros de Guam, pero cuando llegué estaban preparadas todas las casas, hospitales, etc., con las ventanas tapadas por unos maderos. Allí, todas las casas tienen que tener algo así como una visera de cemento como de 70 centímetros en el techo o justo encima de las ventanas. Si no, no las pueden asegurar: los cocos vuelan que da gusto en los tifones, y a veces el cocotero entero. Así son de rápidas también las tormentas. Estaba en el restaurante esperando a comer y me dije: voy a hacer una foto. Entonces se puso a llover y yo, que estaba tratando de graduar la luz y demás, tuve que volver corriendo para resguardarme en el hotel. En dos minutos ocurrió todo.
Visité la isla gracias a Robert Rodgers, un profesor que estaba preparando un libro sobre Historia de Guam (Destiny’s Landfall, 1995) y lo hizo con polémica incluida. Pasamos por la bahía donde embarcaban los galeones de Manila, Umatac, entramos en los restos del palacio del gobernador español y también visitamos un campanario hispano patrio, Kampanaya. Por supuesto, me hice la foto en la única garita que queda, porque las otras desaparecieron por corrimientos de tierras. Rogers, que ya me había venido a visitar al Colegio de África, me llevó donde las batallas contra japoneses en 1944, me enseñó el sitio donde se encontraron nuevos cadáveres de tres soldados una década después. Hay también una cueva de un soldado japonés que se rindió finalmente en 1972 y yo le pedí que me mostrara por dónde está la fosa de Las Marianas, el área más profunda de la Tierra.
Como todo estudiante, compartí habitación con otros y montamos una pequeña fiesta, con lagartija incluida, y como me perdieron una camisa bonita y me indemnizaron, pude salir por la noche, aunque Porras me prestó dinero para ir a Ponapé: a la vuelta se lo devolvió mi familia.