Para ir a Kiribati tuve que salir a las cinco de la mañana, un palo total. Hay que ir en un vuelo de Air Marshall Islands con un máximo de veinte personas, más o menos. Llegas al aeropuerto y ahí te echan un insecticida con espray para evitar que propagues infecciones, miedosos que están de que entre alguna plaga que se cargue la vegetación tan frágil de la isla. El aeropuerto está diseñado de una forma opuesta al de Marshalls: en vez de ir a lo largo, cruza el brazo de tierra en su parte más ancha.
Parece que les ha venido bien, es tierra que se ahorran porque de paso han formado un dique y han quedado unas hectáreas ganadas al mar que se están utilizando para el cultivo de peces. Es tan alargada como Majuro, aunque la forma es diferente: esta no es circular y está más dividida en islotes, de manera que por carretera solo se pueden ir como unos cuarenta kilómetros. De cualquier forma, la situación ecológica es muy frágil. Un barco chino limpió las sentinas y echaron el agua al interior de la laguna, no al exterior, y provocaron hepatitis al aumentar la contaminación del agua, según me cuenta Mauricio. También me conto que acabaron con los gatos salvajes de la isla, lo que significó que hubiera una epidemia de ratas brutal, ya que las ratas que vivían en las rocas de hormigón del puerto se quedaron sin depredador.
En fin, que llegué a Tarawa y como no llevaba billete de salida (no había decidido aún si ir por Air Nauru o por Air Marshall, tal como tenía reservado), pues la chica de aduanas se quedó con mi pasaporte hasta que le enseñara el billete de salida. Me dijo que volviera esa tarde, pero yo tenía mi conferencia, y luego fueron cinco días de fiesta seguidos. Yo pensaba: «a ver si me lo pierde», pero no hubo problemas, el día anterior a mi salida lo recogí. En el hotel ya tenía asignada la habitación, estuve con un profesor maorí de la Universidad de Canterbury en Nueva Zelanda. Yo llegué el último día de conferencias, un viernes, y la clausura fue el lunes, por lo que las monjas compañeras de la organizadora, la hermana Alaima Talu, nos enseñaron toda la isla.
En el norte de Tarawa, la vida tradicional se mantiene. Para llegar, es preciso cruzar el brazo de agua que lo comunica por tierra durante la marea, o por barco o andando. La vida es por completo diferente, prácticamente sin carreteras y con todo lo importante en Tarawa Sur. El fin de semana, Alaima Talu nos llevó allí, durmiendo todos en el convento de las Hermanas del Sagrado Corazón. Al fin y al cabo, tampoco están tan retrasados ni nada. Se puede ver cómo se seca el pescado con unas maderas, cómo se planta el taro cavando hoyos para recoger el agua marina, como hacían los utensilios, recipientes y bolsas con las hojas de las palmeras, cómo vive la gente en las cabañas, cómo se arrancan los tomates de las plantas cuando alguien va a comprarlos y los hoyos grandes en el suelo para plantar el taro. Un hoyo con una profundidad como de un metro sirve para tener agua permanentemente.
Los cambios hacia la modernidad también son perceptibles, la radio es constante, los jóvenes dicen que quieren ir a vivir a Tarawa Sur y ya se ven algunos paneles solares para la luz (no tienen suficiente fuerza para ventilar), aunque su precio (unas 6.000 pesetas por la instalación y 1.000 mensuales por el mantenimiento) hace que hasta ahora solo diez familias lo tengan, según nos comentaron.
El pago por la hospitalidad de las monjas fue ir a misa. No era obligatorio, obviously, pero ahí que fuimos todos a sentarnos. No había bancos, pero fue interesante ver que casi toda la misa se basaba en cantos de la gente. Hay la misma densidad de iglesias por metro cuadrado que en el resto de Oceanía. La música es algo tan arraigado en estos lugares. Auguro un gran éxito para el karaoke, como consecuencia.
Tenían paneles solares para la electricidad. Me enrollé a hablar con un señor que me invitó a tomar agua de coco en su casa y me dijo que les cobraban unas 6.000 pelas (50 dólares australianos) por la instalación del panel de energía solar. Allí la influencia australiana se nota ya más que la americana y la divisa es el dólar australiano. Las monedas que han acuñado tienen el valor de los dólares australianos y no tienen papel moneda propio. No está mal, pero lo que me parece terriblemente caro es que les cobren mil pelas (6 euros) cada mes por mantenimiento, cuando de por sí la energía total necesita poco mantenimiento. Hay que llenar el agua de las baterías y algo así, pero nada más. Además, solo se utilizan para tener luz por la noche, no para la ventilación. Tampoco creo que tuvieran neveras. Así me dijo que solo diez familias lo tenían en todo el pueblo ese en el que estaban; calculo que habría unas treinta familias.
Estuvimos bañándonos en una playa que quizás queda muy bien en las fotos, pero había que hacerlo con zapatillas si se quería salir con los pies sanos. Eso sí, el agua estaba supercaliente, es lo que ocurre cuando las playas de coral están a mar abierto. Nos metimos todos y pensé: ojalá siempre el agua que sale de la ducha estuviera siempre a esta temperatura. Debía de tener unos 40 grados, más caliente que el cuerpo humano, pero no mucho más. Al día siguiente por la mañana, nos fuimos a bañar, pero a la zona de mar abierto. Hay que tener cuidado con las corrientes porque te pueden llevar mar adentro y allí sentí no haberme llevado la cámara, porque era la típica playa de postal. Playa limpísima y blanquita; al acabar la arena, todo de palmeras… pero con truco, porque así que te metías al agua, tate, piedras por todos lados. Y es que eso de que esté tan limpia una playa es un truco: debe estar sucia, porque la playa lo que tiene que hacer es recibir la suciedad que le viene del mar. Como me había comprado unas chanclas nuevas en Majuro —las anteriores, compradas en Yap, no eran de muy buena calidad— me hice unas rozaduras y no vino bien que me metiera en el agua. Además luego le comenté a las monjas que me estaba molestando la rozadura de la chancla y me dijeron que eso atrae a las moscas. Dije: «Sí; ah, pues mala cosa», así que me tuve que poner ahí una guarrería para espantar a las moscas. Además no me volví a meter al agua del mar, que parece que es malo para que sanen esas cosas. Nada, que estuvo muy auténtica esta vivencia en lugares apartados de los atolones donde no hay ni carreteras ni agobios ni nada de eso.
Así que al día siguiente, que era el 15º aniversario de la Independencia, fuimos juntos a ver las fiestas. Pero así que a les no le interesaba mucho a los del Congreso y que el autobús tardó en venir, cuando llegamos ya había acabado casi todo. Y tras haber conocido a José Sánchez Rábago, el piloto, la noche anterior, nos encontramos con Mauricio García Franco: nos juntamos tres hispanohablantes. Yo andaba envidioso de tanta camiseta verde que llevaba la gente conmemorando el 15º aniversario de la Independencia de Kiribati y le pedí a una chica de intercambiarnos la camiseta- Fenomenal, ella no dudó en quedarse con el sujetador y yo la sigo usando. Espero que ella también, aunque Mauricio todavía no ha sacado a la luz el video que grabó: me ha prometido que ahora tiene más tiempo.
Cuando íbamos hablando le paró un coche a Jose. Y viene y dice: «Oye, que nos han invitado a tomar un café en su casa, vamos para allá». Pues era nada más y menos que el juez supremo, que venía de haber presidido los actos de la Independencia. Resulta que había caído el gobierno anterior por acusaciones de corrupción —me suena el tema este— y hasta que se celebraran las elecciones nuevas, él ejercía de primer ministro. Pues nada, estuvimos en su casa, con su mujer y sus hijas. Era un pakistaní casado con una británica y sus hijas estaban estudiando en Estados Unidos o en Australia, no me acuerdo. Le pedí que saliera fuera a hacerse una foto (con la corbata y la corona de flores) y como cuando hago fotos parezco un profesional porque les coloco en una posición o en otra y cambio los filtros y cosas de esas, pues el tío me dijo que a ver si le enviaba una copia. Cuando ya nos habíamos ido, José pudo ver un partido del Mundial en su casa, gracias a la antena parabólica gigantesca de televisión.
Tras salir de ahí estuvimos dando vueltas por el pueblo, y de ahí espero que hayan salido algunas de las mejores fotos que he hecho. Ya veremos cuando revele los carretes. Lo malo es que hice llorar a un montón de niños, como les pedía que hicieran algo, entre que si me acercaba y esto y lo otro, pues dale, a llorar. Y luego, los otros también se ponían a posar para la foto, pero es un encanto, en ningún país la gente se siente tan contenta de que le fotografíes como en el Pacífico. Lo de que a un niño le guste que le hagas una foto es normal, pero allí hasta los mayores te dan las gracias.
Ese mismo día por la noche fuimos a una fiesta de un cooperante. El ambiente fue interesante, porque era toda la gente occidental que estaban trabajando allí. Me decía una chica que Mauricio y yo éramos los únicos a los que no conocía. Normalmente la gente eran cooperantes y cosas de esas, yo conocí por primera vez a creyentes de la religión Baha’i. La fiesta estaba así como aburridilla y ahí que puse yo una cinta de salsa y se animó la cosa. Pilló una canción de salsa lenta, pero le di la vuelta y ya bastó. Luego cambiaron a música en inglés, pero ya se había animado el cotarro. Sabía yo que una cinta de salsa no podía fallar. Al final, de nuevo la falta de amabilidad de los occidentales; no teníamos coche ninguno de los tres obviamente y solo Mauricio consiguió meterse en uno. El de la casa nos dijo que nos podía llevar, pero como solo tenía una moto, tenía que ser de uno en uno y bueno, al final nos quedamos a dormir en un colchón. Estuvo divertido el día y la noche. Los otros dos se quedaron prendados de una chiquita que era medio kiribateña medio americana; realmente hay mezclas que salen bastante sabrosas, aunque a mí no me pareció para tanto. Me parece que lo dijo claro, que lo que estaba buscando era un marido, el mejor de los posibles, para salir de la isla.
Al día siguiente, jueves día 14, se fueron todos los australianos del congreso y yo me quedé solo. Me fui a comprar el billete de avión y a recuperar mi pasaporte, por lo que tuve que ir al aeropuerto a buscar a la funcionaria que se lo había quedado para pedirle que se pasara por Bairiki (la capital, donde estaba la oficina de inmigración) a devolvérmelo. Parece que si no estaba ella no me lo podían devolver porque era ella la única que tenía la llave. El palo fue el precio del avión a Fiji, unas 80.000 pelas, el mismo precio que por Air Nauru les había salido a los australianos el billete de ida y vuelta a Kiribati. Y es que la Air Marshall no parece que sea un dechado de management empresarial. Les pregunté cuánto costaba el billete de ida y vuelta y me dijeron que el doble. No hay forma de conseguir descuentos o cosas de esas. Además, miré al billete y ponía que la salida era a las 8:45 horas, pero en la reserva decía que era a las 7:45, y menos mal que no miré en la reserva que había sacado en Guam, porque allí la salida era a las 9:45.
Ese mismo día llegó a la isla la novia del piloto, también de Madrid, que él iba diciendo que era su mujer para evitar malentendidos. Yo esperaba que trajera noticias frescas de Madrid, un país o lo que fuera. pero nada, ni el ¡Hola! Lo único que supo decir fue lo de los incendios forestales y que habían robado la mano de la Cibeles tras el partido con Suiza. Yo le pregunté más, pero nada, no quiso extenderse. Total que nos juntamos en la isla cuatro españoles y estuvimos cenando juntos. Nos lo pasamos bien, aunque Mauricio se pasó toda la noche hablando sobre enfermedades: con el tétanos hay que tener un cuidado de miedo porque está en cada pedazo de metal, y aunque te sanes la herida, no te lo quitas y si te da, la palmas en dos días con unos dolores de cuidados y encorvado porque los músculos no sé qué pasa con ellos. Y con la malaria no sé qué, y el cólera no sé cuántos. Claro, él, que es venezolano, sabe mucho de esas cosas pero tampoco era cuestión de agobiar a los recién llegados. Pobre chica, además con el cansancio de estar dos días entre aviones para poder llegar a Kiribati. En fin, esa fue la última noche en Tarawa.
Salí del hotel para llegar al aeropuerto a las siete y media. Me llevó Mauricio, que tenía que ir a buscar a un japonés y yo creía que el avión saldría a la hora que ponía en el billete, pero no, la hora de salida eran las 7:45. Total que en cinco minutos fue llegar allí y montarme en el avión. Lo cogí por los pelos. Lo malo fue el equipaje, ya que yo lo quería llevar en cabina pero me obligaron a facturarlo. La monja del congreso, que había ido a despedirme, me aconsejó que lo hiciera, que iría más tranquilo. Y ahí que se lo dejé y yo creo que debido a que era última hora, aunque le pusieron la etiqueta de Funafuti, lo metieron con las maletas que iban para Fiji. Y cuando me bajé en Funafuti, digo: «Uy, cuánto tiempo tardan en traerme el equipaje». Y resulta que ya habían traído todo. No. Ahí que salí corriendo detrás del mozo que iba buscando mi número de equipaje. Le dije que me dejara buscarlo a mí y me puse a sacar maletas en los compartimientos del avión. Es un cristo cómo las colocan, por lo que es mejor que no se vea. Y si estaban mal, pues yo revolví Roma con Santiago. Creo que debía estar al fondo de todas las maletas, porque yo ya no podía levantar más. Además, no había espacio para dejar las que iba quitando, con lo que después de veinte minutos, al final el avión se fue y yo me quedé en tierra con lo puesto, la cámara de fotos y el libro de Jung Chang, Cisnes salvajes. Y entonces dijo el piloto: «Bueno, si aparece en Fiji lo traemos mañana». «Y si no». «Ya veremos». Me dejaron acongojado; llamamos después al aeropuerto de Tarawa y dijeron que allí no se había quedado ninguna maleta y luego llamé también a la monja a ver si ella me podía ayudar.
Revista Española del Pacífico, Año IV, Núm. 4: 135-137