1984 Viaje a Senegal

Senegal fue como desvirgarme. Había viajado por Europa, sí, pero África es otra cosa y el momento iniciático fue a los varios días de estar en Dakar, la capital, cuando por primera vez nos dejaron solos por la ciudad porque queríamos hacer unas compras, y Yaya dijo que nos esperaba en la oficina. Le pregunté: «¿No tienes más que decirnos, algún consejo?»

Fuimos allí porque la madre de mi novia de entonces, Jasmi, participaba en un barco que transportaba gas y trabajaban mucho con El-Hadji Diop, el típico empresario exitoso y joven que representaba el nuevo Senegal. Su oficina se encargó del viaje (nos llevó al buque de gas, el Lucy.

De hecho, estuvimos en la celebración del 25 aniversario de la independencia y le llevé la copia del periódico a mi profesor, Jose Urbano Martínez Carreras, que luego lo mostró en sus clases, según me dijo. Hubo un desfile, pero nos llevaron a una carrera de canoas mucho más interesante.

El-Hadji Diop nos introdujo al Senegal de verdad. estuvimos con su familia, quedamos a cenar con su amante.

Incluso, asistimos a una fiesta tradicional con el griot, el «juglar» africano que conoce la historia del pueblo y la familia y la cuenta en fiestas. Fue como entrar de repente como miembros de una sociedad encantadora, vital y con mucha alegría. No salí en ningún momento a bailar, de eso sí que me arrepiento. Fuimos a varios conciertos y allí me empecé a enamorar de la música africana, Toure Kundá; luego quería comprar discos en España y tenía que especificar: «No, negra no (la entienden por estadounidense), sino africana».

Después de un tiempo, E-Hadji vino a España, qué grande, le llevamos a visitar Toledo y varios sitios más.

Y después de El-Hadji, Yayá, que fue quien estuvo al tanto, el gran Yayá. Estaba harto de que hiciera fotos a gente tumbada por la calle y cosas de esas y en una de estas me llevó a la casa del gobernador. De lo más normalito, pero me vino a decir que tomara una foto, que Senegal también tiene modernidad. Le pusieron una multa por mi culpa viniendo de Saint Louis, porque me puse el cinturón de seguridad y le di pie al policía para que le multara por no llevarlo. Lo tenía pero nunca se lo había puesto, era lo normal, si siquiera sabía cómo se ponía. Me ocurrió lo mismo con un vietnamita traductor que conocí en Hanoi; me vino a ver, le dije que montara en el coche y que se pusiera el cinturón

La comida es lo que más he querido repetir, sobre todo el thiebudienne, arroz alrededor con pescado en el interior que vas cogiendo y lo amazacotas en la mano, avec la main. Es una pena que no haya muchos restaurantes africanos, aunque he podido comerlo así de nuevo en alguna ocasión. Se empeñaban en llevarnos a comer francés y, como le insistí, un día nos llevó con su mujer a comer rata. De campo, se entiende, mucho más grande, peor la verdad es que estaba muy buena y además tiene unos huesecillos redondos y pequeños muy puñeteros.

Los viajes estuvieron bien, no hay excesivos problemas y la gente va en el taxi de la selva, taxi-brousse. La gran frustración era la cantidad de fotos que te perdías porque es preciso preguntar antes, y entre permiso y oportunidad, se pierde el momento. Esa es la gran diferencia cuando vas a Asia, a nadie le molesta que le hagas una foto; no se creen tonterías de que se llevan el alma ni cosas de esas, es como que están más abiertos. Por supuesto, también fuimos en autobuses destartalados y en ferris repletos de gente. De hecho, el principal problema fue con Iberia, que hizo overbooking y nos tuvo dos días esperando; lo aproveché para que cambiaran el regreso casi una semana. En el aeropuerto, la gente nos pidió que les lleváramos cosas en la maleta, no sabíamos qué hacer y menos mal que conocimos a una malagueña que nos aconsejó: «Si, son vendedores del mercado, y si luego pasáis por su puesto, os harán un descuento».

Comenzamos con un viaje con Yayá a Saint Louis, al norte, la frontera con Mauritania. La principal atracción allí es el puente colgante hecho por los franceses, aunque lo más alucinante para mí era ver playas inmensas de la langue de barbarie, donde desemboca el río Senegal; algo así como verlas originariamente. Nos alojamos en el Hotel de la Poste, histórico hasta las cejas, otro ejemplo de legado que se podía aprovechar mejor.

La isla Goree fue el momento más emotivo, incluso lloré. Es la isla donde llevaban a los africanos antes de meterlos en los barcos de esclavos. No es de lo museos que se relamen en recordar el sufrimiento, simplemente son casas donde esperaban embarcar, pero cualquiera se pone a pensar la tristeza y las vidas rotas de tantos africanos que, simplemente, pensaban tener mujer, hijos, cuidar a sus padres, ser felices… y de repente todo se les esfumó.

El viaje por el sur de Senegal fue total. Ya estábamos metidos del todo en el ambiente, nos enrollábamos con la gente sin problemas. Es la zona más boscosa; nos dijeron que había unos misioneros españoles («Somos catalanes») que llevaban muchos años y fuimos a visitarles. Nos dijeron que ellos estaban notando la desertificación y luego se pusieron a contar chistes, muy majos. En Ziginchor, en una de estas caminatas por no tener transporte, les pagamos a unos chavales para que nos llevaran la bolsa, solo tenían un par de zapatos y se los iban turnando para caminar mejor. Luego nos dijeron que tenían un restaurante en su casa; no era tal, no tenían Coca-Cola ni ninguna bebida cerrada, pero comimos y les pagamos. Llegamos hasta Cap Skirring, donde Yasmi dijo: «¿¿Y qué hace Club Méditerranée que no ha puesto un lugar de vacaciones aquí??», como a diez kilómetros de Guinea Conakry.

Pasamos por Tambacoundá, la ciudad principal de la parte oriental, donde lo más interesante son las casas coloniales francesas. En una de ellas, me acuerdo haber hablado con un senegalés sobre la decepción por no ver cumplidas las expectativas de la independencia, con una lagartija andando por la pared. Me situaba en el contexto.

Empezamos por el parque de Niokolo-Koba, con toda la fauna africana reunida y unas excursiones diarias que nos dejaban destrozados. Fue en esos viajes en los que aprecié también ese té que se reutiliza hasta cuatro veces y acabé prefiriendo la tercera, como más dulzona. Vimos unos cuantos animales, no todos los que nos habíamos dicho que íbamos a ver, de hecho estaba ya un poco desconfiado cuando el guía nos pidió silencio, así, en medio de la selva. Vaya, otra treta, pensé, pero tenía razón porque los hipopótamos en cuando escuchan algo de barullo, se meten en el agua y ya no se los ve. De hecho, como no tenía preparada la cámara, ellos fueron más rápidos y no salieron en la foto. El que sí que salió fue un cocodrilo, pero con muchas dudas. Había un café en un sitio precioso donde pasamos varias horas, entre comer, descansar, té, fotos y demás. Y abajo junto al río había algo que podían ser varias piedras o un cocodrilo. Solo conseguí saberlo a la hora, cuando noté que su posición había cambiado.

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