El viaje por Vietnam ha sido el más vital. Viajaba desde Tokio, fui solo y en un país que se estaba abriendo al mundo, para lo bueno y para lo malo. Era barato y los monumentos tenían ese encanto de lo antiguo que permite a uno trasplantarse años atrás y sentir la Historia, construyendo pagodas o viviendo la guerra medio siglo antes. Pero también para lo malo, en especial unas carreteras y unos conductores progresando poco a poco en el cumplimiento de las normativas. La vitalidad en el relato compensa de alguna forma la carencia en la fotografía; las cámaras perdidas al salir de Bangkok me dejaron a merced de un aparato simplón que cometí el error de comprar en el aeropuerto, aunque llegando a Laos podría haber comprado una mucho mejor de segunda mano.
Pero tras leer los relatos de los viajes durante mi vida en Japón, este de Vietnam (que divido en Norte, Centro y Sur) es el que más me ha levantado el orgullo. Pasado un cuarto de siglo, se me habían olvidado las veces que me jugué la vida en la moto, pero también estaban ya desfigurados esos momentos hilarantes en bodas y riéndome con gente totalmente desconocida y a pesar de hablar un idioma diferente.
En este incluyo algunas fotos tomadas en un segundo viaje a Hanoi en 2008 a dar unas conferencias, en las que es palpable esos cambios tan radicales, con una clase media ya hecha a disfrutar de pequeños lujos como cafés modernos y un arte que resulta baratísimo a precios europeos (el dólar estaba muy bajo entonces). Pero sobre todo esa tranquilidad en ese remanso de paz del lago de la tortuga justo en el centro de la ciudad.
En el aeropuerto en Hanoi me pasó lo mismo que en Vientiane, resulta que no había chóferes de alternativa para regatear; después me enteré por un artículo que el tema este de los taxis a la ciudad está controlado por una mafia. La única alternativa debe de ser salir a las puertas del aeropuerto y allí buscar algo. En consecuencia, apenas pude bajar a 18 de los 20 dólares que pedían por el viaje (unos 30 kilómetros) hasta Hanoi, el regateo era más difícil. Además, imagino que el taxista se llevó una comisión adicional por instalarme en el hotel de unos amigos, el Nam Phuong en la calle Bao Hkanh, justo en el centro de la ciudad y a dos minutos del lago Hoan Kiem. 30 dólares, me dijeron, por la habitación; la vi y dije que era muy cara. No por nada, sino porque nunca conviene ir de que te sobra dinero; luego me llevaron a otra que era semejante por 25 y dije Uyyyy. Al final me dejaron en otra que era igual por 20 dólares, pero que solo podía estar ese día y es que para el día siguiente estaba reservada para otra gente que habría pagado los 30. Así que, al día siguiente, como el hotel estaba lleno me mandaron a otro muy cerca donde sí había habitaciones libres y me dijeron que era una “sucursal”. Vaya, estos vietnamitas, como piensan ya en gran capitalismo.
Hanoi me sorprendió desde un primer momento por su actividad y por los pitidos. Lo primero puede ser normal, pero lo otro tiene un toque especial, de la pura rutina con que se usa. Lo hacía el taxista del aeropuerto aunque la gente se apartaba igual y luego en Hanoi y en Saigón, y allá donde fueras, pitidos. Cada uno para demostrar su estatus; los de las motos sobre las bicicletas (que no tienen) y los camiones sobre las motos. De tanto que pitaban, cuando iba con la moto, hubo varias veces que me volví creyendo que me querían decir algo. Al final ya me acostumbré y como si tal cosa, pero es que parece que llevan algo urgente, a un enfermo o algo así. Por cierto, el único coche que me adelantó sin pitar fue una ambulancia. En 2008, el ruido había bajado bastante.
El lago este Hoan Kiem en Hanoi es como un remanso de paz en medio del bullicio. Hay una leyenda de no se qué rey que tiró una espada en el lago tras ganar una batalla y que luego una tortuga se la devolvió. Extraña sensación la que sentí, después de tantos pitidos, el salir del hotel y ver el lago, lleno de parejas de enamorados y de viejetes jugando al mahjong. Un remanso de paz. Y al lado, las calles antiguas con los mercados llenas de gente por todos los lados. En 2008, a esa tranquilidad se han unido las mujeres, cada vez presentes en los espacios públicos de todo el mundo y, en el resto de la ciudad, las galerías de arte. Un cambio radical; en parte porque en 1994 no tenía ni dinero ni posibilidad de comprar arte con la perspectiva de tener que llevarlo el resto del viaje, pero también por lo llamativo de la oferta, excelente y tirada de precio, en parte porque su moneda está pegada al dólar: ha sido la primera y la única vez que me he sentido rico.
El tráfico es lo más alucinante, porque si en Laos son cuatro millones, en Vietnam son 72. Me pillé un Ricksaw y ahí vi las dificultades de ir a más de cinco kilómetros por hora en un vehículo y por tanto la inutilidad de un coche, porque cuando una calle se cruza con otra parece imposible que no te vayas a chocar con nadie. Pero no, aunque esté lleno de bicicletas, motos, rickshaw, gente pasando y todo lo que quieras, al final pasas. Alguien diría que es algo divino, pero con intervención terrenal, porque ocurren muchos choques, aunque pequeños. En mi breve paso por la ciudad lo experimenté inmediatamente: nos chocamos con una bicicleta, pero como íbamos a poca velocidad, aparentemente no hubo problema y la chica de la bici sólo le miró con cara de mala leche a mi rickshawero. A veces ves un grupo de gente reunido en un cruce, pues debe de ser que se ha caído el tío de la moto o algo así, pero no parece que pase frecuentemente algo grave. El secreto, dicho después de la experiencia que he cogido, es no quedarte nunca parado, porque entonces sí que pierdes el tren y te pasa todo el mundo. En 2008, el rickshaw fue una mera atracción artística, no el medio obligado.
En cuanto a monumentos en Hanoi, poca cosa en plan grande. Está la catedral, Nha Tho Lon o de San José; bien, bonita. Luego fui al Mausoleo de Ho Chi Minh, imposible por las horas de apertura y luego al templo más antiguo de la ciudad, el de la literatura o Van Mieu-Quoc tu Giam. Nada especial, sino que fue fundado en el siglo XI, en el año 1070 y en consecuencia no hice más que unas fotos a unos artesanos de la madera.
Otro monumento que es atracciones turísticas prioritaria es una pagoda de siete pisos, Chua Lien Phai. De camino pasaba por la carretera principal de salida, Le Duong y vi un montón de gente: estaban derribando unas chabolas al lado de la carretera. En España ese mogollón de gente ya no se congrega si no es por algo muy grave, un muerto o algo así, pero la gente estaba allí solo para ver derribar la casa. También vi alboroto por la otra acera y ahí que me acerqué, en este caso era un entierro. Ya veréis las fotos, era muy vistoso y parece ser que era una señora cuyos tres hijos habían muerto en la Guerra, había por ahí signos cristianos entre los budistas.
Vaya con la pagoda de los siete pisos, me metí por donde ponía el mapa y yo mirando para el cielo a ver si la encontraba. Inocente de mi, no levanta mas de 20 metros del suelo o cosa así. Pero lo bonito fue el barrio, allí si que las calles ya no aparecían en los mapas, me recordaban a una Kashba marroquí de puro intrincadas y estrechas, con ropa colgada de un lado al otro y así; vamos, en plan anuncio de Patrichs. Llegue a una torrecilla que yo creía que era la de los mapas; no lo era, pero me hice la foto como si el lugar ya estuviera conquistado el lugar. De ahí la verdadera pagoda esa de los mapas estaba a treinta metros, pero tampoco era alta, que tampoco se podía ver mirando para el cielo. Lo más bonito es que tenía ropa colgada en la base, según se iba entrando. No vi turistas, pero allí había un puestecito vendiendo cocas-colas vietnamitas.
Al lado también había un templete budista muy auténtico, Hai Ba Trung; pillé a varios monjes para que me posaran. Fundado en 1142, tiene la estatua de dos hermanas que han sido proclamadas las reinas de los vietnamitas porque prefirieron tirarse al río que rendirse ante los chinos. Cogido de la Lonely planet; este tipo de chorradas son las que gusta oír cuando se va de viaje y mira para lo que sirven los guías de turismo, para que en vez de leerlo te lo digan de viva voz. Al salir del barrio, oí canciones en plan karaoke y me paré a ver qué era: eran unas chiquitas jóvenes, que una de ellas tenía un restaurante, y mientras venían clientes estaban cantando. A la una de la tarde; pues nada, me puse a comer mientras las oía cantar y como entablé una relación cordial (era el único cliente) tuve que ponerme a hacer el ridículo (en vietnamita, no tenían canción alguna ni de madonna ni nada de eso).
Al día siguiente fui a la Pagoda del Perfume. Lo importante fue el encantador camino, no la posada. En parte porque fui por una carretera equivocada: los del hotel ese de los treinta dólares rebajables me indicaron mal, no debían de tener intención aún de poner una agencia de viajes. Me tiré por la carretera hacia el sur, la que une Hanoi con Saigón y resulta que era una hacia el suroeste, con lo que luego hube de coger un atajo, tras haber andado como ochenta kilometros; y entre que me metí ocho veces por caminos equivocados y pregunté ochenta veces por la Pagoda del Perfume, pues me vi lo que es el Vietnam rural. Se llama Chua Huong la pagoda esa, pero se lo lees así a un vietnamita y no se entera. Tuve que parar vietnamitas en medio del campo y hacerle esperar a que sacara de la bolsa la libro y que encontrara la página y le señalara el nombre. Y luego, todo eso para nada porque no todos lo sabían leer y además parece que se llama Huongson, igual leyéndolo así se enteraría la gente. Menos mal que diciendo “Hanoi” la gente si se entera, el regreso fue mejor
Lo que tuve que hacer, digamos, fue empalmar como a 60 o 70 kilómetros de Hanoi entre la carretera de Andalucía y la de Valencia y luego después de coger la de Valencia pues andar unos kilómetros y luego coger una desviación hacia la de Cataluña. Ahí aprendí la técnica de los “kilomet” para confirmar, porque cuando preguntaba, a veces me decían sí y a veces me empezaban a indicar caminos con la mano y por eso es preciso comprobar que cada vez estaba más cerca. En una de estas, me metí con la moto en un pueblo pequeño, pero con las calles más estrechas, y los niños, que estaban jugando a las canicas, se quedaron alucinados. Podía haber intentado explicarles que quería ir a la Pagoda del perfume, pero era inútil preguntarles, no entenderían.
Lo que me dejó alucinado fue preguntar a un niño que andaba por la carretera; ese día uno rechazo pararse para ver qué quería. Pero al siguiente, uno ya más mayorcito, en cuanto paré salió corriendo cuan alma que persigue el diablo. Pensé, a ver si va salir por aquí una marabunta persiguiéndome; igual hay por allí una leyenda de extranjeros que comen niños (como hay ahora en Guatemala) o de mano negra o cosas de esas y la toman conmigo.
Saliendo a la carretera de Valencia esa ya fue fácil reconocer la carretera para la Pagoda del Perfume, con un cartel en inglés incluso. Y además me imaginé que estaba por ahí porque, el paisaje, de ser todo llano, aparece de repente con unas montañas en plan escarpado.
Típico lugar para un templo de este tipo. Precioso, y además se puede llegar en barco, desde Hanoi, aunque no debe de hacerse mucho. Al llegar allí te hacen pagar por cualquier cosa, incluso por un puente que lo estaban construyendo y que tuve que llevar en volandas la moto para pasarlo. Luego llegas allí, pagas a la Asociación de Veteranos (que son los que llevan la Pagoda) y resulta que los que te enseñan la zona son dos niños, un barquero y un guía.
Llegar a la Pagoda era una hora de ida y otra de vuelta en barca, y otra hora subiendo con la correspondiente bajando. Me empecé a acongojar pero el paisaje desvía la atención. De las cosas más bonitas que he visto, entre el agua con las algas estas, el personal trabajando allí en plan manual y las montañas tan bonitas. Lo único que no pega es la barca de chapa de hierro en la que vas. Tras acabar la barca hay como cinco kilómetros de subida a la pagoda, no en plan cabra pero casi, con lo que yo pensaba si el perfume ese no sería más bien de olor a sobaco. El chavalín de guía que se vino conmigo no me podía explicar muchas cosas por su inglés, pero se llevó tres o cuatro cocas en una neverita para vendérmelas. Yo no se las compraba, pero ni una mala cara ni nada. En un puesto, casi al llegar a la pagoda y le invité a comer. No había mucho, no tenía más que unos dulces y no sé qué de plátano, pero el chaval lo que quería era que le comprara la coca cola. Se pueden oír explosiones, para partir las rocas y hacer el camino.
La Pagoda del Perfume no es nada en especial. La entrada tiene un encanto, pero la cueva profunda no tiene nada especial, aunque por supuesto piden más dinero para la entrada. Sentí más por los escalones que había bajado para llegar a la cueva porque luego los tuve que subir otra vez. Eso sí, a la bajada ya me dio el sentimiento caritativo y le compré al niño una coca-cola. Yo bebí un poco y le di a él el resto. Pensé en mi padre, supuse que así, trabajando como el chavalín del guía, él se había ganado la vida. El barquero (otra hora remando de vuelta) también un chaval encantador, pensé que si tenía churumbeles que me gustaría que fueran como ellos. Al final me di cuenta porque eran tan amables conmigo: me pidieron el ticket de entrada. Ya había notado cuando pagué la entrada que no arrancaron el billete y claro, revendiendo la entrada se deben de sacar un dinero defraudando al Estado. Ni esperaron que les diera propina ni nada.
En el camino de vuelta con la barca, con la caída del sol, el paisaje se hizo más bonito aún. Tengo una foto de un chaval que parecía Dios (con permiso) porque iba andando por encima del agua y es que resulta que iba sobre un carabao; el animal, el pobre, iba andando todo debajo del agua y sólo tenía sacadas las narices. Como eso debía de ser un canal pues no había mucha profundidad.
El viaje de vuelta a Hanoi fue menos encantador, sin luz. Ya me lo imaginaba, al pobre chaval que tenía tanto interés en mi entrada no hacía más que decirle que remara más rápido. Lo hizo, tanto a la ida como a la vuelta y con el aspirante a vendedor de coca-colas lo mismo. Ya desde que acabábamos de salir nos cruzábamos con gente que volvía, yo les preguntaba desde la barca y me decían que sí, que merecía mucho la pena. Eso me hizo continuar. En las fotos del paseo en barca ya no hay sol que valga, por eso el paisaje era más precioso aún. Y todos los nativos regresando, como el niño del carabao. Si hubiera tenido hotel allí esa noche, habría disfrutado más el viaje.
Me dejaron en el embarcadero, cogí la moto y me aceleré para aprovechar los últimos minutos de luz. Incluso al cruzar el puente de pago intenté escaquearme, pero no era posible. La caída de la tarde preciosa. Habría estado bien tener un video para haberlo grabado, al igual que mis sensaciones. Se me acabó la luz cuando ya había llegado a la carretera de Valencia y como yo preguntaba Hanoi y me decían que por la carretera asfaltada, pues seguí por ahí aunque no lo conocía el camino. Menos mal, haber tomado el atajo ese sin luz habría sido mortal de necesidad, además de que igual me estarían esperando los padres de los niños que habían huido de mí.
Recorrí aproximadamente 80 kilómetros aunque no sé exactamente, porque el único cuentakilómetros que funcionó fue el de la moto en Laos. Con la única ayuda de la luz de la moto, que me ayudaba a saber ligeramente por dónde andaba, aunque habría sido más conveniente ir yo por delante palpando lo que había o con un bastón en plan ciego.
Y cuando se fue del todo la luz natural, aflojé la velocidad, es especial tras ver que me podía haber tragado a dos personas charlando amigablemente en la carretera y comprobar que no veía hasta que estaba encima a quien cruzaba la carretera. Fue con tiento por obligación y ayudado por la luna llena no solo me guie mejor sino que vi imágenes de campos de arroz que eran de postal. Salí sano y salvo, no he perdido nada en el intento, pero no lo tuve seguro hasta que no me debían de quedar como veinte kilómetros, porque la carretera la veía y no la veía. Al poco de ponerse la noche iba por un pueblo y noté que me había tragado algo: caña de azúcar puesta en la carretera a secar. Dos metros o algo así que me llevé.
Los baches eran otra movida. Lo que más ayudaba era cuando venía un coche de frente, pero cruzarme era lo que más me acongojaba. Los conductores debían conocer bien la carretera porque su velocidad era de cuidado. Incluso una moto que me adelantó: iban dos y pensé en seguirles la rueda como en las carreras ciclistas, pero no hubo posibilidad. Y lo que me ponía a tope era cruzarme con camiones, porque estos si que ocupaban toda la carretera y no tenían excesivos miramientos con las motillos de mierda con las que se cruzaban. Además, a pocos de estos camiones les funcionan todas las luces, yo diría que a ninguno le funcionan todas y claro, al cruzarte con uno, no sabías si era una moto o un camión hasta que no estaba encima. Tuve la suerte de que la mayoría de los que me crucé, la luz que les funcionaba era la de la izquierda, con lo cual ya me echaba yo lo más a mi lado que podía; pero me deslumbraban, y como no había raya a un lado pues tenía que tentar a la suerte. Solo en una ocasión el camión tenía la luz a la derecha y cuando le pasé paré un segundo a descansar -y recapacitar sobre la vida que me quedaba.
Habría agradecido que las leyes de tráfico vietnamitas fueran más estrictas. Me acordaba de los camiones en Siria, que llevan lucecitas de colores intermitentes por toda la carrocería; puro hortera, pero pensaba que ojalá hicieran lo mismo en Vietnam. También me acordé del camión de mi abuelo y las quejas de mi padre porque al salir siempre le faltaba algo, que si la rueda de repuesto, que si los papeles… Me puse del lado del abuelo, los años 50 en España son comparables al Vietnam de 1994, y al fin y al cabo el progresa ha de ser poco a poco. Así dos horas y pico, llegué a las ocho y pico a Hanoi.
Había parado en dos ocasiones, aparte de las infinitas preguntas «Kilomet?». Una porque estaba pasando un frío que me pelaba y necesitaba algo caliente (y descansar). Me di cuenta al bajarme de la moto que estaba temblando y es que las temperaturas allí son frías en invierno, el clima me parece que es subtropical y en Navidad baja la media bastante, unos cinco grados. Afortunadamente, esa misma mañana me había comprado un pañuelo para cubrirme el cuello.
La otra parada fue por una caída. Iba por un poblado, con casas y vegetación y me choqué con un montón de arena de una altura de un metro. Fue el mejor escenario de los posibles. Estarían construyendo una casa cerca y no tenían otra cosa mejor que hacer que dejar allí arena en mitad de la carretera. Menos mal que no dejaron los ladrillos. Unos chavales me oyeron gritar (del susto, afortunadamente no del dolor) al caerme y me ayudaron, pero no hubo mayor problema, sólo también podía haber salido adelante. En fin que llegué sano y salvo a Hanoi y cuando ya estaba dentro de la ciudad, de camino al hotel, en medio de calles repletas de motos pero con luz, me sentía el conductor más seguro del mundo. Conducir por la ciudad, con luces y todo, era Hollywood. Con eso, sentí que merezco el carné de aventurista, comparándome con el que se recorrió África de arriba abajo con un Seat 600; me decía, esto es para ponerlo en el curriculum vital. Igual si hubiera visto un cartel de Hotel en el camino habría parado a dormir, pero no fue el caso.
Para celebrarlo, después de ducharme, salí de marcheta, que había una discotequilla cerca del hotel de los dólares rebajables. Tenía un poco pinta paletilla, con una orquesta y las parejas bailando una canción y sentándose.
Estuve bailando con un belga muy cachondote al que estuve hablando de Emilio. Era diseñador y estuvimos bailando en plan loqueras dando la nota en un sitio como ese, con mucho hombre de negocios y cosas de esas. Yo le decía que las chicas estaban muy cien vestidas y me convenció con sus críticas, igualitas que las de mi adorado Emilio: “pero bueno, un brazalete al cuello y unos zapatos de no sé cuántos, y mira esa, el vestido está bien, pero no pega con los zapatos”.
Las mujeres norvietnamitas son más altas, tienen un cuerpo más esbelto; las de Hue tienen fama de ser más guapas, pero prefería las del norte. Por todos lados me iban diciendo que qué guapo era y que si estaba casado y con el morenazo de la moto, he de confesar que hasta me lo creí, pero fui pronto consciente que del dicho al hecho va mucho trecho. Sentí que no hay más Dios allí que el dinero, si no hay esa relación de por medio, nada de nada. No me jalé ni un conguito, ni en el norte ni en el sur.
Al día siguiente, el 29 de diciembre, fui a ver el Mausoleo de Ho Chi Minh, quizás por eso de que, como historiador, es interesante ver un tipo de propaganda que pronto pasará a la Historia. No he visto el Mausoleo de Lenin, pero supongo que será muy parecido; la estética socialista debió de tener su momento y debió de encandilar a la gente en su tiempo, pero no parece que tenga últimamente la efectividad que tuvo hace unos años. Se debían conservar estos monumentos porque son ejemplos de una época, aunque no excesivamente bellos.
El último día, a la tercera, acerté con el horario y pude ver el cadáver embalsamado de Ho Chi Minh. Lo más interesante son precisamente las formas: Primero, es curioso salir de bullicio de Hanoi y en un minuto encontrarte en un remanso de paz, con aceras anchas e incluso una parte de la acera donde no te dejan pisar. Segundo, es gratis, hacen formar de dos en dos, prohíben fotos y pantalones cortos y los guardias están solemnes. Tercero, En el caso de Ho, la excusa fue permitir que los (vietnam)sureños que no habían podido verlo tuvieran la Ocasión de sentirlo cerca, pero lo cierto es que el propio Ho ya no tuvo poder de decisión sobre ello. Ho Chi Minh y que Lenin y supongo Mao y los demás en la misma situación tuvieron que poner su cuerpo a disposición de las necesidades propagandísticas de la construcción del socialismo. En eso gana Franco, aunque todo lo que sufrió para poder morir tiene un poco justicia poética.
En Indonesia es interesante contrastar la propaganda sovietizando de los tiempos de Sukarno y la americanizante de Suharto, y en Hanoi han hecho un poco de las dos cosas, porque al salir del Mausoleo hay un museo, que me dejo sorprendido por lo bien y lo moderno que está hecho. Muy bien diseñado y todo, incluido un Guernika en lugar prominente, pero fui paseando rápido por el Mausoleo.
Cerca del mausoleo había gente jugando a un juego que es como el tenis con pelotillas esas con plumas, pero que la pelota se puede dar solo con los codos. También vendían camisetas y tal, pero es de los pocos sitios donde asaltan al turista. En el Museo Histórico Trang Quan Khai, el folleto que venden es en ruso con un poquillo al final en inglés.
Por último, fui a ver a un hispanista, Nguyen, en la calle Khay Trang Tien, al lado del lago de la tortuga. El embajador en Tailandia en 1992, Tomás Chavarri, padre de la famosa Marta, me había mandado su tarjeta, y le había escrito desde Tokio. Su dirección la perdí en Bangkok junto con la cámara, pero lo localicé yendo a la Agencia oficial de noticias y preguntando por el departamento de español. Allí conocí a un tío que había estado en Cuba cuatro años, le saludé y así me enteré de la casa de este profesor, adonde me acompañó incluso. Me dio pena, porque el pobre periodista puede que fuera una celebridad en Vietnam, pero él iba en bicicleta y yo en moto, vaya mundo capitalista. El profesor me estaba esperando y me trató fenomenal, presentándome a su familia y enseñándome las novelas que había traducido del español. Ahora quería traducir la de Cela, Mazorca para dos muertos, porque dice que la novela tiene una enseñanza para su país: ni nuestra guerra civil ni la suya contra Estados Unidos han valido para nada. Interesante, luego me dijo que ya no se enseña español.
Con la supresión de los lazos de hermandad con Cuba (más que supresión, empobrecimiento en el más amplio sentido de la palabra), al español le falta utilidad en la sociedad. De la confraternidad cultural no se ha pasado a la utilidad comercial. Hasta que se comprendan que no solo se habla inglés en el mundo pasarán algunos años y, como no se apresure España a cubrir el hueco de Cuba, el español declinará en picado. Por lo demás, era el típico profesor de universidad, un tanto loco. Estuvo en el Colegio de África viviendo seis meses el año pasado, allí conoció a mi sucesor, Basilio, a Victoria, Olegario, etc. Después me visitó en Madrid y le llevé al Instituto Complutense de Asia, muy agradable, pero el problema fue cuando le pedí que se pusiera el cinturón de seguridad. Nunca lo había hecho. Se me ha vuelto a perder su dirección. Me he quedado sin ver la Bahía de Haiphong; llevaba dos días hacerlo y pensé que no merecía con el tiempo que llevaba. Es muy bonito, pero es sólo paisaje y eso estará ahí siempre.
Ese mismo día salí de Hanoi y me enfrenté a los ferrocarriles vietnamitas. Lo que si he sentido es no ir a Dien Biem Phu, un pueblo casi en la frontera con Laos, en plana montaña, que es donde fue la gran derrota vietnamita al ejército francés en 1954, tras la cual se retiraron los gabachos y le dejaron el puesto a los Estados Unidos. Es una zona apenas visitada y todas son tribus de las montañas que apenas han visto un extranjero. Habría convenido verlo ahora, porque en cuatro días ya habrán organizado tours.
El trayecto Hanoi-Saigón que tomé, antes de la guerra se hacía en treinta y tantas horas, y ahora en cincuenta y tantas. Creo que la línea esta, como es la columna vertebral en la comunicación del país, fue el objetivo predilecto de los sabotajes. En el norte, de los bombarderos estadounidenses, y en el sur de los comandos norvietnamitas. O sea, que se hizo pesado viajar, pero vaya, mejor que el avión, porque al fin y al cabo se va conociendo el país. Los extranjeros y vietnamitas residentes fuera pagamos precio completo; dentro de eso, además, opté por ir en la butaca más cara porque así se puede dormir.
Fui en un compartimento con unos vietnamitas ya mayores muy sonrientes, pequeñitos y con los que pocas palabras pude hablar. Casi cruzamos más comida que palabras, aunque entendían algo de francés. Y así, pequeñitos, tan amables y como muy poca cosa yo me decía «mira, estos fueron los que ganaron a los chicarrones norteamericanos, tan fornidos y tan superiores ellos.» A la chita callando lo consiguieron, sin ir de chulos por la vida. Es admirable y es que los mismos tailandeses lo dicen; una tenacidad tan arraigada sólo la tienen los vietnamitas, nadie más. Si antes ganaron militarmente a unos, ahora pueden ganar económicamente a otros si se lo proponen. Si antes supongo que eran anti-norteamericanos ahora son pro-peseteros.
En Washington, fui a una tienda de arreglos de ropa de unos vietnamitas. Me compré una cazadora nueva muy barata (de 250 a 79 dólares) porque tenía mal un botón y fui a que me lo pusieran. Al ir a recogerla, pregunté si sabían dónde podría yo vender mi cazadora vieja, con el cuello de lana. La señora me propuso cambiármela por un traje y me probé unos de segunda o primera mano que por alguna razón el dueño no había querido. Me estaban grandes y no eran excesivamente de última moda, pero menos da una piedra y al acabar le digo a la señora que estoy de acuerdo. Pero fue entonces cuando me dijo que eran de muy buena calidad (si, el tejido era bueno), y que le tenía que pagar algo. «Bueno, cuánto.» Y me pedía 79 dólares, unas 10.000 pelas. Al final acabé regalando la cazadora a un hindú periodista, vecino en mi residencia.
Volviendo al trayecto hacia Saigón, al despertar por la mañana la pareja de ingleses me hicieron notar que había hablado de nuevo mientras dormía: «¿has dormido profundamente, ehh?». Ya estoy acostumbrado a que la gente se asombre, aunque no lo debo de hacer siempre.