Japón hacia el abismo. Dossier Pearl Harbor en Historia y Vida

JAPÓN HACIA EL ABISMO

La decisión nipona de avanzar en su expansión por Asia dificultó sus

relaciones con Estados Unidos. Pero ¿cómo precipitó Tokio la guerra?

Artículo dentro del Dossier “Hacia Pearl Harbor” en Historia y Vida (Barcelona), nº 585, (Dic 2016): 27-49

Como ocurrió con la guerra en  Europa, la guerra del Pacífico  también comenzó con la crisis  de 1929, pero los senderos por  los que llegó fueron diferentes. El declive económico y, en especial, la caída  del precio de la seda, básica para muchas economías familiares en el Japón  rural, dieron alas para culpabilizar a los políticos y a sus partidos. En paralelo, las victorias militares alumbraron al Ejército  como el salvador de la patria. La rápida salida de la crisis desde 1931 gracias a la colonización de Manchuria –capaz, además,  de absorber el exceso de población– convenció a muchos japoneses de que los  militares sabían llevar a Japón por el mejor  camino. Los iniciales triunfos tras la invasión del resto de China en 1937 hicieron  pensar que el ejército nipón tenía razón, porque la guerra parecía ganada. Por  un lado, Japón revertía el aislamiento internacional tras el reconocimiento por  parte de Italia (entonces una gran potencia)  de Manchukúo, su estado marioneta. Por el otro, cayó Nanjing, la antigua capital china. Muchos nipones previeron una  rápida victoria, y el Ejército, mientras rehusaba  responder a las propuestas de paz, masacró a una buena parte de los habitantes de la ciudad para acabar definitivamente  con el Ejército Nacional Chino.

 

La rendición china nunca llegó, y, en el camino, ese Japón militarista se había ganado un gran enemigo, que, además, era imposible de derrotar. Los nacionalistas chinos instalaron su capital en Chongqing, a unos mil quinientos kilómetros de la costa, mientras que se fortificaron en otra ciudad en el cauce del Yangtsé, Wuhan, a unos setecientos kilómetros. Y aunque los  japoneses siguieron con sus conquistas militares y también dominaron Wuhan tras una larga batalla, ya no podían contar  con el ferrocarril, que tanto les ayudaba. Su estrategia pasó a ser la de aumentar las represalias, pero los chinos sabían que el tiempo estaba de su parte si los nipones extendían en exceso su ocupación. Mientras que chinos nacionalistas y comunistas seguían en pie, el gobierno japonés hizo pensar a sus habitantes que el gigante vecino  ya estaba derrotado, y que solo quedaban  por librar campañas secundarias. Por eso, se centraron en evitar la ayuda extranjera a los chinos, por ejemplo, con el acoso a la concesión británica en Tianjin [30] en el verano de 1939. Dominaban buena parte de China, pero los japoneses seguían sin imponerse de manera definitiva.

 

Más allá de China

 

En ese callejón sin salida, importaba cada  vez más lo ocurrido fuera del escenario de la lucha. Al norte, el tradicional enfrentamiento  entre soviéticos y japoneses quedaba en tablas, tras dos batallas veraniegas en las estepas siberianas que demostraron la preparación soviética: la del Lago Jasán (o incidente de Changkufeng, 1938) y la de Jaljin Gol (o incidente de Nomonhan, 1939). Al oeste, en Europa, estallaba una guerra en la que los ejércitos de Hitler ocupaban Francia y Holanda y atacaban Reino Unido. Al sur quedaban los imperios coloniales desatendidos. La Indochina Francesa (los actuales Vietnam, Camboya y Laos) estaba a cargo de un gobernador que optó por obedecer al gobierno proalemán de Vichy; las Indias Orientales Holandesas  (Indonesia) seguían al gobierno en el exilio en Londres; y los llamados Territorios de los Estrechos (Malasia y Singapur) habían quedado sin apenas defensa por las necesidades de la propia metrópoli británica.  Como es fácil pensar, ante las estepas vacías y frías de Siberia, con tropas soviéticas bien pertrechadas, las miradas japonesas se volvieron hacia el sudeste de Asia. A Japón se le abría una oportunidad que solo podía aparecer, como se dijo entonces, cada doscientos años.

 

Era una situación aparentemente ideal para el Japón echado en brazos de los militares. Con un Ejército, una Marina y sus Estados Mayores respectivos sin nadie capaz de detenerles, Japón necesitaba acelerar para ocultar la inexistencia de una autoridad central, puesto que las diferencias internas solo se podían solventar con nuevos conflictos bélicos. Un remolino que necesitaba moverse para funcionar, así es como la profesora Janis Mimura conceptualiza ese llamado Estado Nacio [31]nal de Defensa. En lugar de detenerse ante las primeras sanciones, Japón solo supo escapar hacia delante.

 

La guerra en Europa proporcionó dos nuevas vías para acabar con la resistencia  china: incrementar la cooperación japonesa con los países amigos del Viejo Continente y estrechar el cerco a los chinos gracias al debilitamiento del dominio europeo sobre sus colonias en Asia. Por un lado, Tokio firmó el Pacto Tripartito con la Alemania nazi y con la Italia fascista en septiembre de 1940. Por el otro, para evitar el paso de armas y demás ayuda externa a los chinos, los japoneses iniciaron el estacionamiento de tropas en el norte de

Vietnam tras conseguir el permiso de Indochina, el gobierno más débil de la región.

 

El mundo estaba pendiente de Europa, pero las decisiones niponas del momento provocaron la animadversión definitiva de Estados Unidos, incómodo por ese pacto que le dejaba rodeado de enemigos. El Tripartito aconsejaba a Washington [32] no implicarse más en la guerra, si no quería tener problemas tanto por el Pacífico como por el Atlántico. Pero, aunque la excusa de aislar y evitar el aprovisionamiento de los chinos nacionalistas parecía excelente, la penetración en Indochina tampoco salió gratis a Japón. Estados Unidos decidió cancelar su acuerdo comercial con Tokio y dejar de venderle gasolina de bajo octanaje (hasta los 86 octanos), junto con otras materias primas. Japón comenzó su avance hacia el sur de Asia, pero le habría resultado conveniente, como mínimo, dejar de buscarse nuevos adversarios.

 

1941 fue el año más imprevisible de todo el conflicto. Primero, las tropas italianas sufrieron derrotas humillantes en Grecia y hubieron de retirarse. Después, la operación alemana Barbarroja contra la Unión Soviética se retrasó durante unos meses (hasta finales de junio), a causa del auxilio a los italianos en los Balcanes, lo que impidió a los germanos llegar a Moscú con unas temperaturas aceptables. El ejército alemán no había conseguido doblegar a los soviéticos, y, por primera vez, Hitler comentó a sus íntimos que quizá no ganaría la guerra. En Asia ocurrió otra de las grandes sorpresas. Los militares nipones habían puesto en marcha un gobierno a su favor en Nanjing, dirigido por quien, años atrás, había sido uno de los grandes líderes nacionalistas, Wang Jingwei. Pero, en 1941, aunque algunos países reconocieron oficialmente el régimen de Wang, Tokio comprobó que aquel gobierno no conseguiría un apoyo internacional significativo.

 

En abril, Yosuke Matsuoka, el nuevo ministro de Exteriores de Japón, tras un viaje por Moscú, Italia y Alemania, se detiene de nuevo en la capital rusa y firma un Pacto de Neutralidad con la Unión Soviética, el viejo enemigo mortal. El objetivo de Matsuoka al eliminar a la URSS de la lista de problemas era concentrar las fuerzas en acabar con la resistencia china y cercar más aún a la China nacionalista, pero iba más allá, porque tenía en mente un “Cuatripartito”, una alianza conjunta de la Unión Soviética con los nazis y los fascistas que convirtiera en amigo a un colosal oponente. Quizá podría haber tenido éxito, pero no había previsto –y Hitler no se lo dijo, temiendo, aparentemente, [33] que Japón se beneficiara de la victoria– el ataque en ciernes del III Reich a la URSS. En todo caso, en ese esfuerzo de acabar la guerra con China en 1941, Japón había conseguido neutralizar a uno de sus enemigos y cercenar adicionalmente la asistencia a los chinos, apenas ayudados por los británicos a través de la ruta birmana, un recorrido más apropiado en algunos tramos para cabras que para camiones cargados de mercancías. No estaba claro cómo acabarían esas maniobras.

 

 

Desesperada búsqueda de materias primas

NADA MÁS INICIAR la guerra contra los estadounidenses, el primer ministro Tojo no dudó en calificarla públicamente de “defensiva”, apelando a un sentimiento victimista que la nación arrastraba respecto a las potencias occidentales desde los tiempos de Matthew C. Perry, el almirante estadounidense que obligó en 1854 a los hasta entonces aislados japoneses a firmar un tratado comercial.

 

CASI UN SIGLO DESPUÉS, Japón estaba construyendo su propio imperio, afirmando querer defender a sus hermanos asiáticos del sometimiento a Occidente, pero persiguiendo la ampliación de su influencia y sus recursos. Los desencuentros con los países occidentales se sucederían. Si en 1931 Tokio decidía abandonar la Sociedad de Naciones como respuesta a la condena de su ocupación de Manchuria, la entrada nipona en China a partir de 1937 desencadenaría graves problemas, en especial, con EE. UU.

 

EN JULIO DE 1938, Washington comienza un “embargo moral” de aviones y piezas vinculadas contra Japón. Al año siguiente se plantea revocar el Tratado de Comercio y Navegación que había firmado con Tokio en 1911. En 1940 paraliza las exportaciones a Japón de equipo industrial, mientras que las de metales, combustible para aviones y aceite lubricante se limitan. Con el inicio ese año de la expansión nipona en Indochina, Washington suspende la venta de acero y desechos de hierro. En 1941, pese a sus avances territoriales, Japón se encuentra en una difícil situación por lo que respecta a materias primas. Si hay que empezar una guerra contra los americanos, hay que hacerlo cuanto antes.

 

Avance hacia el sur

 

El verano dejó un resultado agridulce para las ambiciones japonesas, con China aislada y dos caminos a elegir. Podían violar el Pacto de Neutralidad con Moscú y expandirse por Siberia, o bien continuar con el avance hacia el sur de Asia, pero ya eran conscientes de que, si atacaban a los británicos en Asia, Estados Unidos no se quedaría de brazos cruzados. Lo comprobaron de forma fehaciente tras continuar con su penetración en Indochina, porque Washington tomó decisiones que cercenaban definitivamente la capacidad del Ejército y la Marina, al acabar con la venta de gasolina para los aviones y otras materias primas susceptibles de uso militar y al bloquear los activos nipones en sus bancos. Sus enemigos estaban embravecidos.

 

Los japoneses fueron desechando opciones. Frente a la de atacar a la Unión Soviética, predominó la tentación de extenderse en el sudeste de Asia, con la casi única excepción, casualmente, del firmante del pacto con Moscú, el ministro de Exteriores Matsuoka, que salió del gobierno. Era el momento de perseguir las materias primas y las facilidades abiertas en el sudeste de Asia, que ahora pasaba a incluir a las Filipinas, colonizadas por Estados Unidos después de derrotar a España en 1898. Y con una cierta urgencia, porque el corte de suministros norteamericanos empujaba a empezar la guerra lo antes posible, a riesgo de quedar en una situación de escasez. Así, el 6 de septiembre, la Conferencia Imperial (un organismo extraconstitucional, de carácter político y deliberativo, para mantener los lazos entre los Estados Mayores del Ejército y la Marina y el gobierno) llamó a las preparaciones bélicas. En la primera decena de octubre, si no había habido un progreso significativo en el terreno diplomático, Tokio declararía la guerra al “ABCD”: American (estadounidenses), British (británicos), Chinese (chinos; hasta entonces, para los nipones, en China solo había un “incidente”) y Dutch (holandeses). La ansiada derrota china iba perdiendo importancia, porque sus enemigos iban en aumento.

 

Era cada vez más necesario detener esa espiral de la que parecían incapaces de salir. El primer ministro Fumimaro Konoe hizo el intento más prometedor para evitar la entrada en la guerra con Estados Unidos a través de un encuentro entre sus dos máximos dirigentes. Promovió una entrevista secreta suya con el presidente Franklin D. Roosevelt para llegar a un acuerdo que sería aprobado de inmediato por el emperador nipón, con lo que el Ejército o la Marina quedarían deslegitimados si se negaban a cumplirlo: sería un [34] fait accompli que permitiría eludir la guerra. El secretario de Estado norteamericano Cordell Hull no estaba por la labor, pero tampoco los militares nipones, que bloquearon la propuesta como pudieron. Ni siquiera tuvo lugar la reunión. Tras este fracaso, Konoe intentó convencer a los más recalcitrantes militaristas a través de uno de sus líderes, Hideki Tojo, ministro del Ejército, en una reunión en su casa junto con los ministros partidarios de la paz. Pero Tojo siguió en sus trece, y Konoe dimitió, consciente de la importancia de la negativa del Ejército Imperial.

 

Tras la ruptura con EE. UU., causada por la invasión del sur de Indochina, los grupos privados nipones impulsaron el regreso a la mesa de negociaciones, pero la posibilidad de negociar era cada vez más reducida. Japón quería volver a recibir materiales estratégicos, pero apenas tenía intención de dar nada a cambio. Cuando el nuevo ministro de Exteriores nipón escribió una propuesta limitada para negociar con Washington (retirada de las tropas de Indochina cuando hubiera acabado la guerra en China y promesas de no atacar a la URSS, de no obstaculizar los intereses económicos de EE. UU. y de no declararles la guerra en caso de que estos entraran en guerra con Alemania), el Ejército la consideró excesiva y la neutralizó.

 

Tiempo de descuento

 

Tras la dimisión de Konoe, el nuevo gobierno del general Tojo llevaría a Japón a la guerra, pero la paz todavía tenía cartuchos de esperanza. El 2 de octubre, Washington había pedido que fuera inmediata la retirada de las tropas niponas tanto de China como de Indochina justo cuando se cumplía el plazo dado por la Conferencia Imperial, pero aún era posible un acuerdo. Estaba en manos del general del Ejército Imperial japonés, cuya personalidad no era muy comparable a las de Hitler o Mussolini, ni siquiera a la de Franco. Aunque era agresivo y perseverante para imponer sus puntos de vista, Tojo estaba [35] abrumado por la tarea: ni tuvo coraje para enfrentarse a la opinión pública, ni fue capaz de negarle a la Marina sus peticiones ni tenía ambiciones propias. Su lealtad al emperador era absoluta, y por eso fue elegido: Hiro Hito esperaba aplacar a los más radicales con su nombramiento y volverle del lado de los internacionalistas, como se llamó a los opuestos a la guerra. Aleccionado para buscar una resolución diplomática, como primer ministro, Tojo dio un fuerte viraje a su actuación, revirtiendo el edicto del 6 de septiembre para dar más tiempo a las negociaciones. El nuevo ministro de Exteriores, Shigenori Togo, uno de los más convencidos pacifistas, impuso un ministro de Marina acorde y se aseguró el apoyo de su propio ministerio purgando a los proalemanes.

 

La apuesta era fuerte en esta última oportunidad. Tojo había aceptado que la prioridad de su gobierno fuera lograr una paz con Estados Unidos, y se consiguió doblegar al Ejército y la Marina imperiales hasta niveles imposibles hasta entonces. En consecuencia, en noviembre, Japón estuvo dispuesto a aceptar la retirada inmediata de Vietnam del Sur a cambio de la suspensión del embargo de petróleo durante  tres meses. Eso sería un paso preliminar para incrementar la confianza mutua, que más adelante podría implicar la retirada de Vietnam del Norte y de China e incluso la salida japonesa del Pacto Tripartito. Era una apuesta difícil, con muchos obstáculos, y ciertamente las instrucciones a los diplomáticos en Washington indicaban empezar con concesiones menores y sacar el máximo rédito. [36]

 

La respuesta del 26 de noviembre de Cordell Hull fue decepcionante. El secretario de Estado se limitó a asegurar que sería mejor volver a comenzar las negociaciones (y hacerlas multilaterales) una vez que Japón se hubiera retirado de China. Decir a Japón que debía retirarse de las conquistas de sus últimos diez años era una humillación abierta que echaba al país en brazos  de los más bélicos. Ni los más internacionalistas  pudieron defender siquiera mantener las conversaciones. Apenas hubo comentarios sobre la necesidad de precisar si Estados Unidos incluía a Manchukúo en  esa retirada, o sobre si Berlín se avendría  a declarar también la guerra a EE. UU. junto  con Tokio. El ministro Togo, a pesar de  sus opiniones, permaneció en el gobierno, y escribió en sus memorias después que ya no quedaba “otra opción sino levantarse”. Aun siendo consciente de que no había forma de salir de ese embrollo.

 

Desde esa comunicación, que se conocería como la Nota de Hull, fue inamovible en Tokio la decisión de entrar en guerra contra Estados Unidos, una sociedad –se decía– con razas muy diversas, apenas capaces de aguantarse, que sufriría una implosión en caso de una contienda, ya que cada grupo perseguiría sus propios intereses, las huelgas aumentarían y la opinión pública no soportaría la prolongación  del sufrimiento. Esta percepción asumía que, con tales carencias, los norteamericanos no podrían utilizar sus múltiples recursos y enfrentarse con éxito al anillo nipón de defensa alrededor de los territorios conquistados, puesto que serían derrotados por la superioridad moral y espiritual nipona, teóricamente capaz de solventar cualquier contratiempo. Los planes ya estaban hechos, y solo faltaba la orden final en clave a la flota del almirante Nagumo, que iba camino a Pearl Harbor: “Suba al monte Niitaka”. Las posibilidades de victoria de sus enemigos eran tan limitadas, incluso pensaron algunos, que no era necesario planificar a largo plazo.

 

La guerra empezaba, pero de forma diferente a la anterior. En Manchuria, había  sido el propio ejército japonés el que había plantado una bomba de la que después acusó a “terroristas chinos”. El gobierno en Tokio se vio obligado por entonces a aceptar la política de hechos consumados  favorecida por la popularidad de los triunfos militares. La guerra con China de 1937 también había comenzado sin apoyo del gobierno tras el incidente del Puente de Marco Polo. Un soldado japonés había aprovechado un tiroteo para escaparse, y su búsqueda había provocado tal escalada de violencia con la guarnición china vecina (sospechas de secuestro, uso de armamento pesado, solicitud de ayuda a otras tropas cercanas y muertos) que ya no se detuvo cuando el soldado regresó al cuartel. Los militares nipones, que pensaron que era una excelente ocasión para dominar China, atacaron repetidamente, y, aunque el gobierno en Tokio se resistió, acabó mandando refuerzos.

 

En 1941, el comienzo de la guerra con Estados Unidos era distinto. Ya no eran solo  unos fanáticos o radicales militaristas que arrastraban al país a la conflagración, sino que el Ejército simplemente lideraba a una nación envalentonada incapaz de  detenerse. La narrativa del país víctima de las agresiones imperialistas, sin otra opción  sino luchar para ayudar al continente asiático a levantarse (bajo su égida), había triunfado definitivamente. Apoyada no solo por el Ejército, sino también por la población y las élites. Los radicales habían llevado a Japón al abismo con un guion que había convencido al país, aunque muchos de ellos eran conscientes de sus carencias, como el cerebro de la invasión de Manchuria, Kanji Ishiwara, famoso adversario de Tojo. Como en tantas otras ocasiones, la revolución había acabado comiéndose   a sus propios hijos.

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