Florentino Rodao
Domingo, 17 de abril de 2005
Me ha pasado en Vietnam, como a muchos otros. Durante las semanas allí visité tumbas de soldados, museos de la guerra, túneles, pasé por cráteres de bombas y conocí a la gente variopinta que uno encuentra cuando viaja solo, ya sea en moto o en esos lentos trenes donde tanto tiempo hay para charlar.
Pero no encontré traza de ni de antiamericanismo ni del antiimperialismo que uno piensa les condujo a la victoria. Por supuesto, hablando vietnamita habría podido comunicarme mejor, pero ese país ha colocado a la guerra con Estados Unidos en el estante de la historia. Lo contrario que en China, Corea o Filipinas con Japón, a pesar de que su ocupación se zanjó treinta años antes. Parece que la guerra acabó ayer.
Hubo diferencias, obviamente. Los soldados americanos más visibles para el campesino medio fueron los pilotos de los aviones que arrasaban las cosechas, pero la guerra fue, sobre todo, la de unos vietnamitas luchando contra otros. Vietnam también fue consciente de la proporción de norteamericanos contra de la guerra, como ahora lo es de su liderazgo económico y, en definitiva, eso ha ayudado a que, de alguna manera, si no se han olvidado sus desmanes, se haya preferido el manto del olvido. Los japoneses tuvieron una imagen muy distinta en Asia Oriental porque sus soldados, campesinos que salían de su aldea por primera vez, difícilmente pudieron convencer de otra forma que por la fuerza bruta. Aunque vencieron, no convencieron, y aunque en Indonesia (Las Indias Orientales Holandesas) fueron recibidos con aplausos, en países como Filipinas nunca pudieron evitar que la población, acostumbrada ya al teléfono, a los coches y al standard de vida más elevado de toda Asia, les mirara por encima del hombro tras verles llegar en bicicleta. Lo mismo ocurrió con los chinos, como declaró por esos años Jiang Jieshi (Chiang Kai-shek): «Nosotros asociamos el término japonés con aquellos que se dedican al tráfico de opio, a vender morfina, a hacer cocaína, a distribuir heroína, a poner en marcha cuchitriles de opio, a monopolizar la prostitución, a tratar secretamente en armas, a ayudar a los bandidos y a proteger a los elementos indeseables. Japón significa criar traidores para que entorpezcan el orden público, corrompe la moral de la gente y dedicarse a una intriga con el objeto de envenenarnos y reducirnos al bandidaje».
No es cierto, había muchos comerciantes y todo tipo de profesiones, pero la imagen predominante fue esa soldadesca prepotente y unos mandos actuando por su propia cuenta en un país que estaba en horas bajas, pero con una cultura excepcional de la que habían bebido hasta los mismos japoneses. El Incidente de Manchuria de 1931, el mayor desafío al sistema de seguridad internacional instaurado tras la I Guerra Mundial, fue provocado por ejército estacionado en el norte de China, en contra de las instrucciones de Tokio. Y algo parecido ocurrió con la guerra Chino-Japonesa de 1937 a 1945: tras una excursión nocturna por el Puente de Marco Polo, cercano a Pekín, donde se había producido un intercambio de disparos entre guarniciones, los nipones notaron que había desaparecido un soldado y acusaron a los chinos de su desaparición, cuando en realidad simplemente se había escapado para desatar pasiones más atávicas con una lugareña. Pero los insultos ya no se pudieron parar tras haber pedido ayuda a los superiores y haber intercambiado nuevos disparos, menos aún pedir disculpas.
Durante el medio año desde que esos artificios y carreras nocturnas tuvieron lugar (precisamente, un 7 de julio) hasta la toma de Nanjing, los militares japoneses no supieron digerir tanta victoria militar. Mientras derrotaban una y otra vez a los chinos, no hacían sino aumentar las condiciones de paz, incluso las hechas por ellos mismos, y en el propio Japón las facciones más extremistas llevaban la voz cantante. A ese momento álgido contribuyó también la coincidencia con la Guerra Civil Española, puesto que ambos bandos ajustaron esquemas rápidamente para encontrar amigos y enemigos. Los nacionales buscaron en Tokio el reconocimiento diplomático de Franco y para ello estuvieron dispuestos a dar un paso que hasta entonces sólo había dado El Salvador: establecer relaciones formales con el estado títere del Manchukuo. Así, arrastraron a la Italia de Mussolini, que después haría lo propio con la Alemania de Hitler: el mundo les reconocía finalmente sus conquistas.
En medio de este desafuero de optimismo tuvo lugar la toma de Nanjing, la capital enemiga. Quizás porque hacía pensar en la victoria absoluta de los japoneses, desencadenó una orgía de sangre que fue más allá de los asesinatos de soldados fuera de control, tan frecuentes en esa guerra, o las crueldades tan descarnadamente narradas por Shan Sa en La jugadora de Go (Planeta, 2002) sino también los asesinatos masivos de prisioneros de guerra, preparadas previamente por los mandos destacados en China, de nuevo al margen de sus superiores en Japón. Las cifras oscilan desde los 42.000 «asesinados ilegalmente» calculados por el historiador Ikuhiko Hata a los 300.000 asesinatos (y 20.000 violaciones) de las cifras más elevadas, pero la cantidad más aceptada ronda en los 100.000 muertos. Hata, ciertamente, no contabiliza los «asesinados legalmente»; es decir, los muertos en combate (aunque Japón consideró el conflicto un «incidente» y nunca declaró la guerra oficialmente) y, sobre todo, los muchos soldados rezagados o que se habían quitado las ropas militares antes de ser capturados. Nunca será posible saber las cifras con exactitud, porque el único dato fiable de esos momentos son las cifras compiladas de enterramientos de la Cruz Roja y de la Sociedad de la Esvástica Roja. Fuera de este dato limitado, las especulaciones se disparan: un oficial japonés habló en una ocasión de 150.000 cadáveres arrojados al río, por ejemplo, en lo que a todas luces parece una exageración.
Como los intentos de negar la masacre a cargo de la llamada «Facción de la Ilusión». Masaaki Tanaka, en su libro «Lo que realmente sucedió en Nanking. La refutación de un mito común», se refiere a multitud de fotografías falseadas sobre esa masacre, incluyendo cabezas cortadas de bandidos que son atribuidas a nacionalistas chinos. Pero el propio Tanaka sabe bien de imposturas, porque al editar y publicar el diario del comandante en jefe japonés, Matsui Iwane, hizo cerca de 900 alteraciones para minimizar las sugerencias de atrocidades.
Tras el final de la guerra, Japón ha sido incapaz de salir de esa dinámica de la negación de lo obvio y la provocación al aludido. El rechazo a la guerra entre su población tuvo ante todo repercusiones internas, porque el desprestigio de lo militar sigue siendo uno de los mas extendidos en todo el mundo, mas allá del famoso artículo IX de la Constitución. Pero hacia el exterior no ha sabido expresarlo como Alemania, quizás porque el ciudadano medio sufrió mucho más las carencias de la guerra; si los alemanes pasaron hambre sólo en el último año de guerra, los japoneses se alimentaron de victorias militares y poco más durante siete años. La escena de la película Pearl Harbor en que la escuadrilla de Doolittle sobrevuela un jardín típico con japoneses paseando con parasoles y en kimono desapareció de la versión nipona porque en 1942, sencillamente, ni había artículos de lujo ni la población tenía tiempo para el asueto cuando la búsqueda de alimentos ya era tan acuciante.
Las disculpas niponas por las consecuencias de su expansionismo han sido numerosas, desde el emperador hasta los primeros ministros, especialmente la del socialista Maruyama en 1995, y en algunas ocasiones los dirigentes asiáticos las han considerado suficientes y han sugerido mirar hacia delante. Pero no han dejado de aparecer noticias sobre la guerra y la tentación de utilizarlas, especialmente atractiva. La Masacre de Nanjing fue re-descubierta en la década de 1970 (primero por profesores japoneses, en la década de 1980 por los chinos y en la siguiente por los occidentales), las polémicas por los libros de texto empezaron en 1982, en los noventa surgieron con fuerza tanto la Unidad 731 de guerra biológica como las «esclavas del placer», llevadas a la fuerza para satisfacer a los soldados, y la implicación del propio ejército en ello.
Se pudo haber hecho una comisión conjunta para los libros de texto como entre Alemania y Francia, pero hasta hace pocos años era impensable, teniendo en cuenta que Japón era el principal baluarte contra el régimen comunista chino y es dudoso que Tokio pudiera haber dado un paso en esta dirección sin la aquiescencia estadounidense. La comparación con Europa, en todo caso, es más útil si pensamos en las décadas previas a la II Guerra Mundial, cuando tanto alemanes como franceses seguían viéndose capaces no sólo de liderar Europa en solitario, sino de aplastar al competidor. En Asia no se ha llegado a la certidumbre sobre el futuro que impregna las visiones de Europa desde hace ya décadas. Es difícil prever cómo será el futuro de Asia, especialmente una vez que desaparezca la presencia actual estadounidense: quizás China llevará la voz cantante, quizás habrá un equilibrio, quizás el Sudeste de Asia aumente más aún el papel tan importante de bisagra que cumple ahora, o quizás se formará algún tipo de institución siguiendo a la Unión Europea. Mientras tanto, las espadas están en alto. En el sentido figurado y en otros.