Sumo y las emociones sosegadas

El sumo, como los toros, ha perdido mucha popularidad en los últimos tiempos. Una de ellas es que los extranjeros como el hawai’iano Musashimaru en mi época jugaban con la ventaja de tener un cuerpo mucho más grande, creo que pesaba 220 kilos. La gente suele ir con los más pequeños, en mi época yo era de Maenoumi, que apenas pesaba 95 kilos. Seria fenomenal que ganar popularidad. Los digo a propósito de la noticia que indica que Kisenosato se ha convertido en el primer ‘yokozuka’ nipón desde 1998, lo que “devuelve al país el orgullo del deporte nacional”, pero también de un texto que publiqué en La Vanguardia, el 12 de junio de 2002, durante el Mundial de Futbol, en la serie Postales de Asia y que reproduzco, con una foto que creo es de ese misma pelea:

http://www.photojpn.org/exp/sumo/akebono4.html
http://www.photojpn.org/exp/sumo/akebono4.html

Emociones con sosiego

 

Era el último día de un torneo de Sumo y fue de las luchas más emocionantes que he visto. Se enfrentaban los dos posibles ganadores, Wakanohana (178 cm., 112 kilos), muy querido por cómo ha apoyado a su hermano triunfador, Takanohana, y Akebono (204 cm., 187 kilos), el hawaiano que quizás ha sido el mejor luchador de Sumo de la década de los 90. Akebono era menos querido, por ser extranjero y porque gustan más los menos gordos, puesto que no hay categorías por peso. Lo vi en las también llamadas Torres Gemelas, por una de esas televisiones gigantes analógicas de alta definición en cuyo desarrollo Japón dilapidó tanto dinero, junto con otras treinta personas que pasaban por ahí y no lo pudieron (pudimos) resistir. Primero lucharon un rato, cayeron y se declaró nulo porque lo hicieron al tiempo, cosa rarísima. A la segunda, después de un forcejeo, ganó Wakanohana por sorpresa con un kirikaeshi, desequilibrando al levantar la rodilla del otro. Este tipo de situaciones les encanta también a los japoneses y, de hecho, tienen una palabra especial: gekakujo, cuando el pequeño gana al grande. Pero para mi sorpresa, nadie gritó. Me había quedado sólo. Me lo explicaron después los alumnos: en los momentos importantes, es mejor guardar las emociones.

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