En geografía, me enseñaron un país que se llamaba Islas Gilbert y Ellice, antiguo territorio del Imperio Británico. Se excavó también un pozo para probar la teoría de Darwin sobre la formación de los atolones de coral. Ha cambiado, las antiguas Gilbert son Kiribati, junto con algunas islas más, casi despobladas, como las islas de la Línea, ocho islas que no están colocadas en círculo precisamente. Las antiguas Ellice ahora son Tuvalu, uno de los territorios más pobres del Pacífico, con ocho mil habitantes en total, unos dos o tres mil en la capital. No comprendo bien la razón de la separación, pero hubo un referéndum poco después de la independencia y lo votaron mayoritariamente. Los tuvalenses son polinesios y esa razón es la principal que alegan frente a la micronesidad de Kiribati. Ciertamente, su relación con la polinesia es más intenta, el lenguaje es muy similar al de Tonga y de hecho el primer ministro nació allí. Pero intuyo que esa separación ha sido más sentimental que práctica, por esas bajas pasiones que desatan los sentimientos nacionales.
Yo me decía, y qué voy a hacer en esa isla si estoy durante cuatro días enteros. Era la única opción, porque el avión solo pasa dos veces a la semana en cada dirección; aunque pensé si no sería suficiente para conocer el país con la media hora de la escala del avión. Menos mal que no lo hice, fue quizás la etapa más deliciosa. Otra cosa es que aquí tampoco tienen televisión. En Tarawa hay algunos edificios que con una antena parabólica grandísima pueden captar imágenes de un satélite, pero en Tuvalu ni eso. Cuando les pregunté una vez si habían visto la nieve, pensaba que me iban a responder, “no, sólo en televisión”, pero lo que dijeron fue, “no, sólo en video”. Y es que videos sí que hay, al igual que en Tarawa; los reciben de Fiji. Pasé por una casa que estaba viendo un partido del mundial y resulta que era uno jugado una semana antes; y eso que el video lo acababan de recoger del avión desde Fiji.
Otros videos son menos gratificantes. En el norte de Tarawa, un sábado por la noche, estuve en un local que me recordaba al cine-club de Armuña: todos los chavales del pueblo estaban viendo la televisión. Lo malo es que veían una película de puñetazos. Al no entender bien el inglés, el argumento de una película es secundario y las imágenes llaman la atención. Más aún con violencia, seguro que han visto todos los Rambos del mundo. Un puñetazo es universal. Además el sonido era horrible, yo no entendía nada del inglés del video. Lo que hacían cuando había anuncios era darle al “rápido” para ver los siguientes puñetazos lo antes posible. En fin, las bajas pasiones humanas.
No faltaron las fiestas en Tuvalu. Llegué a las dos de la tarde y, a las tres, en mi hotel Vaiaku Lagi, bailes de unos niños que viajaban a Japón a no sé qué festival. Muy bonito y además pude hacer fotos porque había luz. Por la noche, algo parecido, vi luz en una manaepas (casa de reuniones, la de mi conferencia en Kiribati es manaebas), me acerco y resulta que había una fiesta con gente bailando. Pues ahí que me estuve toda la noche hasta las once viendo bailes típicos de la zona. Y acaban los bailes estos y voy al hotel construido por la cooperación japonesa, y resulta que en el hotel había una orquesta tocando y un montón de gente bailando. Era viernes.
Pero es que el sábado también vi bailes en otra manaepas de Funafuti, hay me parece que ocho, cada una de la gente de un atolón diferente. Les tocó bailar a la gente de la iglesia y me sumé a los bailes; la gente se partía de risa y ellos me estuvieron haciendo fotos a mí. Hicieron unos cuantos discursos en plan risa, un tanto quejándose de los maridos, y me pusieron una multa con el amiguete que me hice, medio cura: tuve que dejar cinco dólares en una cesta. Se rieron mucho conmigo y yo lo aproveché, como ya estaba introducido en la fiesta, para hacer fotos desde mejores posiciones. Es un problema, porque tienes que estar sentado y no te puedes levantar, como me ocurrió en Kiribati o en la boda. Todo el mundo lo está y no conviene que estés a un nivel más alto que el primer ministro y esta gente.
Al día siguiente era domingo y no se puede hacer nada, apenas les hice foto saliendo de misa. El lunes era el día de la mujer tuvalense y de nuevo bailes, esta vez con gentes venidas de los otros atolones, mañana y tarde. Al acabar la sesión de la mañana, de camino al hotel paso por las escuelas y pienso, a ver si hago alguna foto. Me acerco, oigo mucho ruido y eran como cincuenta niños bailando. Estaban preparándose para el Día Nacional del Turista. Y por la tarde, de nuevo, lo de la mujer tuvalense que habia empezado por la mañana.
El día de mi partida, las camareras del hotel estaban bailando también porque en dos días era el primer aniversario del hotel y de nuevo había bailes. Para no ser menos, yo llevé de nuevo una cinta de salsa para que supieran lo que son los bailes latinos y a una le regalé una camiseta de Fania All Stars. Pero no fue todo, también al acabar la boda en la manaepas pasé por otra fiesta, pero era de algún grupo religioso, los testigos de Jehová me parece que para ganarse adeptos, y no creí que fuera conveniente. Y ya me invitaron para el viernes siguiente a la boda de un funcionario de aduanas con la camarera del hotel, una especie de agro-pena. He tratado de separar las fotos de cada evento, pero después de tantos años ya no me puedo aclarar, pero creo que reflejan el ambiente.
Aparte de las fiestas y los bailes, la verdad que poco más para ver en la isla, excepto visitar la Oficina Filatélica, en donde haciendo una compra mínima di pie a regalarme un montón de sellos. Como en Marshall, venden soberanía, aunque en Tuvalu se hicieron famosos más tarde por corresponderle el dominio más jugoso de internet, el .tv. Parece que la empresa que lo negoció fue la que se llevó el negocio, pero algo les ha servido.
Este atolón es más diminuto y serían unos veinte kilómetros de punta a punta, lo que provoca pensar en otro de los problemas de estas islas, la importancia proporcional que supone la franja de terreno que ocupa el aeropuerto. Una franja de dos kilómetros de largo por cincuenta o cuarenta metros de ancho es realmente una parte bastante importante del territorio y en el caso de Tuvalu, además, está en el centro de la capital, Funafuti, y a tres minutos del hotel. Por eso, no pueden dejar de utilizar el terreno para jugar a voleibol; me di cuenta cuando quitaron la red ante la llegada del avión.
El plan para conocer la isla era sencillo. Un día fui para el norte y otro para el sur. El problema son las playas; fotos muy bonitas pero sin gente disfrutando en ellas. La parte de cara al mar abierto es de rocas de coral y la interior tiene arena, pero solo sobre la superficie que no baña el mar, para tumbarse. La gente que encontré disfrutando sobre el verde estaban cantando y, me regalaron una cinta de música preciosa que sigo escuchando en el coche y poniéndosela a incautos, pero no bañándose.
Me encontré varios sitios interesantes, una tumba de esas tan peculiares del Pacifico, una zona quemada a lo tala-y-quema para que salga mejor el taro, un señor haciendo sus necesidades y por supuesto las puestas de sol tan espectaculares
Hice una foto bonita, había unos niños que estaban jugando al bailable usando de red una palmera que estaba horizontal. Al final, el camino desaparecía. No fui hasta el final; podría haber llegado a la isla siguiente porque estaba poco profundo, pero no merecía.
Me habría metido en problemas, luego me enteré que allí hay un centro alemán de entrenamiento de marineros y solo se puede entrar con permiso. En el hotel, vi un bote el sábado y les dije si me podía montar, pero avisaron sobre el permiso. Al final, el lunes, hablé con el capital alemán (en alemán) y me lo concedió. Dice, mira, salimos a la una desde la iglesia; era el día de la Mujer y estaba yo en la maneapas cuando me fueron a buscar viendo los bailes y pasé al final. Me preguntó el capitán ese si era periodista.
La escuela tiene sus tintes tristes. En Kiribati y en Tuvalu una de las principales ocupaciones de los hombres es alistarse como marineros por períodos de año y medio o dos años. Son muy buenos, tiran de las amarras que es un gusto y tanto japoneses como alemanes valoran sus servicios, aunque recordaba que cuando están borrachos son intratables. Lo sabía por las amenazas etílicas de muerte en Kiribati. Trabajar en un barco les permite conocer mundo; conocí a varios que habían estado en España, uno tenía una camiseta de Tarragona, pero el principal problema es el familiar. Las mujeres se quedan solas durante todo ese tiempo, normalmente en casa de los padres de él, y las frustraciones sentimentales afloran con facilidad. Los cuernos parece que están a la orden del día, en parte porque algunas de las ausencias comienzan justo después de casarse. Me lo contó uno de la iglesia de allá mientras estábamos viendo los bailes de las mujeres.
La maleta, por cierto, apareció al día siguiente cuando volvió el avión desde Fiji. La habían puesto abajo del todo y no había habido forma de encontrarla antes. Se disculparon pero sin indemnización ni nada; hice la reclamación correspondiente e incluso presenté una denuncia a la policía antes de que apareciera que remitieron a Majuro, pero parece ser que el encargado estaba de vacaciones. Me había comprado solamente una camiseta, un pantalón, desodorante y un cepillo de dientes y como tenía la cámara de fotos, al fin y al cabo no hubo mucho estropicio. Pero no hubo forma de que me indemnizaran. Por lo demás estuvo bien ir en plan tranquilito por allí, conocí a mucha gente y sobre todo me gustó una chica que casi me mata.
Al día siguiente de haber llegado noté desde el primer aliento que tenía el estómago mal, fui al servicio y, efectivamente, tenía diarrea. Quizás ha sido una de las más liquidas, aunque ni me sentí con mal cuerpo ni me impidió ir al aeropuerto a esperar mi maleta. Recapacité y pensé que no había tomado nada fuera del hotel, construido por la cooperación japonesa hace un año. El gerente era chino, me dio unas pastillas que olían horrible pero buenísimas y me dijo: el agua. “¿Cómo que el agua, pero si el única agua de grifo podrían ser los hielos al consumir un schweppes de limón?.” Justo, eso fue, que recogen el agua de la lluvia, pero no la hierven.
Así, cuando saludé a la camarera, le dije: “oye, que casi me has matado” y responde “bueno, no te preocupes, a la próxima vez herviré el agua para tí.” Un encanto de mujer, como cuando en Colombia dicen “Ayyy, mi amor, se me ha acabado el pan”. Lo digo sin ironía. Me gustó un montón, tenía mechas rubias y algún antepasado europeo, creo que irlandés y cuando le vi bailando bailes polinesios, pensé, qué pena que vaya a casarse. Lo que es la sangre, le estuve enseñando a bailar salsa y en cinco minutos ya se movía al ritmo; con una japonesa y no hay forma. Si es que son una raza superior, al menos en bailes y sensualidad. Si a un polinesio le quitas sus bailes es como si a un chino le quitas sus comidas o a un australiano sus cervezas. Vino al aeropuerto a despedirme y nos hicimos una foto, pero me di cuenta que estaba atenta al novio (currando en la aduana), para que no se diera cuenta.
Viajé con otra mujer que trabaja en la Organización Mundial de la Salud y con una madre americana que había ido a ver a su hijo tras dos años de cooperante. Echó una lloradera al entrar en el avión, justo acababa de despedirse en la escalerilla. El novio de la que me gustó, por cierto, me contó de los problemas que tienen allí para que no se les escape la gente, porque la aduana no es más que una mesa que se coloca enfrente del avión cuando llega y hay quien se despista y se va directamente al hotel o a su casa sin que le registren la maleta. También me contó que está aumentando el turismo, que llega por avión y por barcos, y me dio una cifra de cómo iba subiendo: “Hay días que llegan treinta personas”.
Recordé estas treinta personas de máximo en los tiempos del COVID, cuando el gobierno español hizo gestiones para repatriar a una antigua conductora de autobuses que había dejado todo para hacer cooperación en Tuvalu “repartiendo víveres de primera necesidad.” Había llegado en barco, algo que nadie hace. Se tardan días de viaje y apenas se pasan unas horas en cada destino para repartir la mercancía, pero mi sobrino Manu Custodio también cruzó el Pacífico; para evitar montar en avión y porque suele haber una habitación en algunos barcos. La conductora parece que aprovecha la lejanía y el desconocimiento sobre Tuvalu para decir lo que le apetece, otra cosa es que sea más efectivo esa queja al consulado en Sidney para que le hagan caso y con ello haber movilizado al aparato estatal.