Yap, una isla de la que te quedas muy alucinado. Lo dice la Lonely Planet, la biblia de Micronesia, que allí lo más interesante no son los paisajes ni las playas, sino la gente. Y es que es el pueblo que mejor conserva las tradiciones de todo el Pacífico. Los jefes tradicionales tienen un poder semejante al de los elegidos democráticamente y la gente tiene mucho cuidado de mantener sus costumbres. Eso de que los extranjeros campen a sus anchas no lo aceptan, aunque traigan dinero. La mayoría de sus playas son privadas y allí donde vayas tienes que pedir permiso para entrar. Lo dicen por todas las partes: si ese camino es privado, no debes pasar
Los monumentos o los recuerdos palpables son algo necesario para mantener el orgullo nacional (o comunal) y quizás es uno de los problemas de África, que le faltan unos monumentos que sean orgullo y punto de referencia. En Yap son las monedas de piedra; yo creía que habría una o dos, pero las hay por todas partes. Son piedras como los dos reales que guardábamos de pequeños, redondas y con un agujero en medio. Tienen diferentes tamaños, algunas llegan a mi altura incluso y para los economistas son objeto de estudio, porque su valor era (es) principalmente como valor de cambio. Aunque hay piedra suficiente en Yap para hacer esas monedas, casi todas están traídas de Palau, por el valor adicional de que sean traídas desde allí y en una cantidad limitada. De cada piedra se sabe su historia y sus vaivenes, entre otros que sólo una piedra de cada doscientas llegaba a su destino. Frente a esto, las pocas piedras hechas en la isla, no tienen prácticamente valor y están por el suelo.
Y cuando en 1870 un irlandés, David O’keefe, ideó cargar las piedras en Palao en un bergantín para trasportarlas con mayor seguridad en Yap y ganar mucho dinero, se encontró que sus piedras valían, pero les pagaban menos. Las conceden menos valor. De la novela de Gerald Green con Lawrence Klingman His Majesty O’Keefe (1950) se pasó a la película de Byron Haskin protagonizada por Burt Lancaster. Ver sus carteles y fotos es un curso intensivo de orientalismo y de entender Occidente.
Hice una excursión a un pueblo con un guía, en la que conocí a un economista alemán del Asian Development Bank que había estado también en Pohnpei y me comentó lo que estaba haciendo su banco. Tiene cuidado con el tema del medio ambiente y con lo de conservar las culturas; por ejemplo, para hacer un préstamo no ponen como condición imprescindible hipotecar la tierra o algo así -entre otras cosas razones, porque la tierra no es personal. Su apuesta es hacer préstamos minúsculos, de veinte mil, diez mil o incluso cinco mil pesetas, como en Vietnam, Filipinas, etc. Con este dinero, se puede poner un puestecito de la calle o comenzar cualquier negocio. Los créditos en plan grande que hace el Banco Mundial, para proyectos grandiosos que además de (quizás) destrozar el medio ambiente, son los gobiernos los principales beneficiarios. Normalmente eso de la ayuda al desarrollo está plagado de comisiones, corrupciones, etc., pero en este caso parece que es una experiencia interesante.
Jimmy, el guía, nos evitó problemas. Y llegamos a una Casa de los Hombres en un lugar encantador; no había casas alrededor, era simplemente el lugar de reunión del clan y estaba en la zona más tranquila del bosque. Todo lleno de monedas de piedra y allí el guía se puso a explicar cómo funcionaba todo. Yo estaba que me dormía porque el avión había salido a las siete y media de la mañana y esas son horas intempestivas para mi delicado organismo. Y mientras el alemán y otra señora preguntaban, yo cerraba los ojos, aunque no me dormí (era difícil).
Luego tuve un problema, porque Jimmy nos dijo que podíamos andar por un camino de piedra de estos antiguos y que él nos esperaría al final de ese camino. La señora y su hijo pasaron del camino y se fueron con el guía, pero el alemán y yo nos fuimos por ahí. Muy bonito, me recordaba los caminos romanos. Y resulta que pasamos por una casa donde había dos hombres hablando. Yo desde el camino pregunté si podía pasar y me dijeron que sí. Y pasé y luego le pregunté al señor más mayor si le podía hacer una foto tomando betel. Luego abrió una bolsa muy típica que es como una mariconera de nipa a lo grande y miré y el compañero me dijo que era falta de educación mirar en la bolsa de la gente. Luego me preguntó si yo no le daba nada a cambio por haberle hecho la foto y respondí sintiendo no tener nada que ofrecer. Y pregunta, “quién es tu guía?”, a lo que contesto “pues no sé su nombre, pero al final del camino debe de estar esperándome”. Y su respuesta fue cortante: “pues ten cuidado porque puedes acabar con un ojo morado (en inglés, un ojo negro, black eye). Es un aviso.” Vale, vale, y por supuesto salí sin detenerme por donde había entrado y enfilé por el camino de piedras a donde debía de estar el guía. No pasó nada más. Le comprendí hasta cierto punto lo que hacía, aunque yo pude haber sido perjudicado. A veces es preciso ser un poco rudo con los turistas, porque en caso contrario se te meten por todos lados. Son (somos) como los obreros durante el franquismo, se les da la mano y te cogen todo el brazo; si no se nos pone los límites nos metemos (y fotografiamos) por todos lados.
El guía me dijo que no me preocupara, que suele ser gente joven deseosa de fardar ante todo. De hecho, el mayor al que hice la foto no me dijo nada y cuando el otro dijo lo del regalo, el mismo dijo que no, que no quería nada. Pero bueno, que hay que tener cuidado, parece ser que sí que ha habido algún incidente con turistas poco respetuosos y que alguno se ha llevado el ojo morado de recuerdo.
Cuando estábamos hablando pasó una señora con la pechonalidad al aire, y no venía de la playa. Ya estaba yo al tanto. Compré al llegar una postal con dos chicas sentadas y riendo con ese “topless tradicional,” y la chica comprando junto a mí, lo vio y dijo de una de ellas, “Anda, mi prima”. Parece que hay también una casa de las mujeres adónde van cuando una niña tiene la menstruación por primera vez, pero que ya casi no se usan. Las mujeres no pueden entrar en la Casa de Hombres cuando se está en reunión.
Y cuando acabó la excursión me fui andando a un pueblo con todas las mujeres enseñando el pecho. La razón es por ser “inmigrantes” de los atolones alrededor de Yap, y por eso están considerados como de casta inferior y la prohibición de cubrirse el pecho. Debe ser por eso de mostrar que son inferiores. A los hombres se les deja vestirse solo con el taparrabos tradicional. Yo alucinaba, pero no me atrevía a hacer ninguna foto
El pueblo donde la pechonalidad es “obligatoria” se llama Madrich y tiene que ver mucho con uno de los episodios más tragicómicos del colonialismo. Para repartirse el mundo, los imperios organizaron la Conferencia de Berlín (1884) para hacerlo lo más “civilizadamente” posible. Se decidió que para tener derechos imperiales sobre un territorio era precisa la presencia efectiva y que no bastaba un “occi-descubrimiento” pasado. Ese era el caso de las Carolinas, en el siglo XVI unos exploradores tomaron posesión, pero no bastaba, por muy documentado que estuviera. Madrid debía mandar una expedición a Yap a modernizar esa posesión por medio de una presencia permanente con algún que otro buque, una especie de administración modernizadora y una carta de líderes aceptando al rey de España como su legítimo superior.
El 21 y 22 de agosto de 1885 los vapores San Quintín y Manila, tras haber llegado a Yap, entonces Puerto Tomil, comenzaron a hacerlo. Pero el Iltis izó la bandera antes, usando el mal tiempo para razonar que no les hubieran visto hasta el día 25. Eran los tiempos imperiales, el pueblo quería expansión y más banderas y la españolidad de las Carolinas provocó manifestaciones masivas, incluso con violencia contra la embajada alemana. También las hubo a favor de la expansión más allá de Melilla. Las relaciones con Berlín se tensaron al máximo y solo se calmaron tras la mediación del Papa, que promovió una solución que dejaba a España la soberanía oficial y a los alemanes la comercial, con derechos para trabajar y vender la copra. Para más información en la web, Ser Histórico, de Fran Fernández de donde he tomado las fotos de periódicos, gracias
El único recuerdo de esos años, sin embargo, se limita al basamento de la casa de gobierno, que en Google maps veo que llaman Spanish Fort, junto a la Yap State Legislature. Y el nombre de Madrich, la adaptación isleña al castizo Madrid, que ha evitado sea conocido; me enteré que El País hizo un reportaje sobre los Madrides por el Mundo, pero no me hicieron caso. Seguro que también alguno de los cañones perdidos. Hice una foto muy simpática a una señora tras haberme sentado bajo una chabola al empezar a llover. Lo que mas me costó fue encontrar un texto escrito, apenas encontré uno que rezaba “Madrich Community Services” en la parte superior del cartel azul, informando del servicio de lavandería, de venta al por menor y de servicio. El chaval tampoco ayudó mucho
Quería hacer fotos y hablé con el principal del pueblo para pedir permiso, pero no era como el del ojo morado. Estaba jugando a las cartas con unos policías y otros, y cuando dije: “Soy de Madrid, de España, y esto tiene el mismo nombre y estoy muy contento de verlo y por eso quiero hacer fotos;” se partieron de risa. Me dio permiso y contestó con cachondeo: “nada nada, pues saluda a tus primos.” El caso es que les hice una foto a los que estaban jugando y va otro y me dice, compra algo en la tienda, ehhh.
Tate, ahí comprendí el tema de las fotos; no es que busquen dinero por las fotos, pero si alguna forma de recompensa. Saben que las voy a enseñar al volver, y quizás escribir un libro (como me decía uno) o publicarlas. Lo mismo pasó con el marido de la que hice la foto desnuda, hablábamos tan bien, pero así que le hice la foto, me pidió que le enviara un video de Madrid. Dice que ya tiene varios, uno de Singapur, otro de Hong-kong y no sé qué más por ahí. Por ahí tengo su dirección, aunque honradamente no creo que cumpla con lo prometido, pero por si acaso compré en la tienda un bolsito hecho en plan tradicional, no fuera que la autoridad se pusiera en plan borde, aunque estuviera centrado en el juego. Pero vaya, ni siquiera se levantó y podía no haber comprado nada. Aproveché a preguntarle cual era la diferencia entre vivir en el atolón y vivir en la isla de Yap (Madrich). Respondió: “allí, cuando te emborrachas te echas a dormir en la carretera y a la mañana te levantas y sigues el camino, no aquí; allí el tuba (licor hecho de raíces de taro o no sé qué, con el que se coge un colocón de cuidado) es gratis, aquí hay que comprarlo.”
El problema del alcoholismo debe de ser grave en Yap, quizás por la falta de otras cosas que hacer. Me recordaba las historias de mi padre, que le llamaban en el pueblo para ir a robar pollos; debe de ser un problema de aburrimiento. Fui a cenar a un restaurante, no había nadie y me dice un tío, pues vamos a otro, el Queen B, allí se puede bailar. Por cierto, que por la noche mientras iba por la carretera a ese sitio me llevé el susto más grande del viaje. Iba con chanclas (recién compradas), di un golpe a algo en la carretera que creía que era una piedra y miro y se movía. Un cangrejo, si hubiera sido en otro sitio pego un grito y despierto a toda la vecindad. Y es que a los cangrejos yapeses les gusta salir del agua a darse un garbeo nocturno, sobre todo cuando hay luna llena. El personal aprovecha la coyuntura para cogerlos.
Tras salir de bailar, fuimos a buscar un taxi y nos encontramos con Jimmy, que estaba ligeramente intoxicado etílicamente. Y al verle me dice, “no vayas con éste, no te fíes de él,” y yo, “¿porqué?,” y me responde “porque es de Palau”. Me quedé alucinado, mira que el buen Jimmy estaba casado con una yapesa y todo, pero aún así no estaba integrado en la sociedad. Eso sí, no había aprendido yapés, se comunicaba siempre en inglés con la gente. Dije al guía que se viniera con nosotros, pero el respondía que se volvía a casa a dormir porque se le había acabado el dinero y la verdad que no me atreví a insistirle, porque habría acabado quizás durmiendo en la carretera, como el de Madrich. Qué pedal que tenía, y era un chico muy majo.
En la discoteca de la noche yapesa muy marchosilla, pero es que allí no te has acabado una cerveza cuando ya te han puesto otra. Unos que si me invitaron y otros que si les invité yó, pues menos mal que volví a casa en taxi. Me acordé del número de teléfono del taxista, le llamaron a casa y pude regresar mientras el palauano, que no fue malo en absoluto, ni me gorroneó cervezas ni nada, se quedó tomando más. Yo mientras tanto estuve hablando con otro tío al que le dije que iba a alquilar un coche al día siguiente y él dijo que me acompañaba. Es lo mejor, porque allá donde vayas, un yapés te podrá decir por donde puedes pasar y por dónde no y quedamos en que vendría al hotel sobre las nueve. Me dijo también, es que mi familia es muy pobre; pero nada, por mí no es problema, fue mi respuesta. No vino, quizás por el colocón a cerveza que se puso o quizás por vergüenza de la pobreza familiar. Se durmió como un tronco la última hora, y mira que mediría como uno ochenta; al irme le intenté despertar, pero no hubo forma.
La música, por cierto, es curiosa. Es el cha-cha y lo llaman también karaoke, porque un tío toca un instrumento (un piano de estos de Yamaha) y luego puede ir a cantar quien quiera. Pero al contrario de Japón (donde uno canta y los otros escuchan) o de España (donde todos cantan), en Micronesia la gente baila. Tuve cuidado con las chicas, por eso de mantener el ojo con la coloración normal, que estando en lugar extraño uno nunca sabe.
Al día siguiente alquilé un coche para ir a un centro que debe ser el más turístico. Como en el resto de islas del Pacífico, en las carreteras no hay indicaciones de nada; ni siquiera en Guam, donde hay 110.000 coches y 160.000 habitantes. Y como no sabía el camino, me perdí por varios sitios en parte también porque estando perdido es cuando puedes llegar a sitios más lejanos: cuando preguntas es cuando te pueden decir que te vayas. Aproveché a hacer fotos de campos de taro, parece ser que hacen el tala y quema (slash-and-burn). Ahí tuve la primera experiencia con el barro. Me metí por un camino que al principio estaba asfaltado, pero luego menos, luego con tierra y al final había un tramo (del que hay copia fotográfica) que era un charco. Pues ahí pasé con el coche y le puse perdido, pero como seguía el charco y por fin encontré a unos yapeses y me dijeron que estaba equivocado, pues eché marcha atrás y otra vez a ponerlo perdido. Barro hasta en el capó, pero mira por donde que uno aprende de los errores.
El caso es que por fin encontré el camino del pueblo ese que buscaba, que es el que indican a los turistas y que dicen que es el más turistizado, pero que ya me gustaría a mí que todos los pueblos turistizados fueran como eso. Nada, llegué por una carretera de tierra que tampoco creía que era el pueblo en cuestión, pero en esta ocasión me dijeron que sí, que era lo que buscaba, Bachyal. Como no había la chica encargada me dijeron, bueno, pasa primero y pagas luego. Me puse a andar por la playa a buscar la casa de los hombres y había un montón de hombres charlando junto a una casa grande. No les dije nada de hacerles foto y solamente les saludé y les pregunté si podía ir en la dirección en la que iba. Sí, me autorizaron, pero a partir de ahí solo había playa -muy bonita, por cierto. De repente se puso a llover a cántaros (perros y gatos, como se dice en inglés) y aunque al principio seguí andando haciéndome el macho, tuve que volver cada vez más rápido. Cuando volví a donde estaban los hombres resulta que se habían metido en la casa grande y como estaba lloviendo y yo estaba perdido fue una buena excusa para entrar.
Qué gozada, resulta que lo que estaban haciendo en ese momento era para lo que es la casa: decidir sobre la pesca -justo el momento cuando no puede entrar una mujer. Además, resulta que el viejete que era como el líder hablaba japonés, por cierto, un tanto anticuado (decía ware-ware ningen wa, nosotros, que ahora se dice watashitachi-wa o bokura-wa) y le encantó ponerse a hablar conmigo. Eso sí, se pusieron a hablar de lo de la pesca y me dijo que esperara hasta que acabaran. Una vez le pregunté algo y me dijo que esperara, que estaban otros hablando, que cuando acabaran me contestaría. Qué gusto, como guardan las tradiciones. Y es que hay que ponerse en plan duro y no ser servil; el guiri aquí y de ahí que no pase, o algo así.
Tras acabar, super simpático. Fue a Japón varias veces invitado por no sé qué amigo soldado japonés suyo, aunque yo pensé que quizás estaban buscando una autorización para talar madera. Me invitaron a no sé qué alcohol de estos que no pude rechazar y, pues eso, a beber desde por la mañana. Salimos porque me quería llevar a comprobar que había pagado la entrada y me enseñó una canoa que estaban haciendo para traer de nuevo piedras desde Palao. E íbamos de camino y de nuevo se puso a llover. Llegamos a la entrada y ya estaba la chica que se había ido y me puse a hablar con ella y me dijo, ese coche que hay ahí aparcado es tuyo. Si, ¿porqué?. No, porque puedes tener problemas al salir tras haber llovido tanto. Preferí olvidarme hasta que fuera la hora de salir; me puse a hacer fotos de la casa grande y me puse a andar un poquillo por esos caminos de dios.
Ya para entonces acabaron la asamblea los hombres del pueblo y salieron de la casa y les hice algunas fotos interesantes. Al líder que hablaba japonés le quise regalar primero una toalla, una de los juegos olímpicos, pero pasó; me decía úsala tú, que estas mojado. Yo no sabía con eso de las costumbres y me la llevé. Me le volví a encontrar cuando ya había acabado la asamblea y le di unos pantalones cortos que estaban limpios y también paso y se los dio a uno que iba con él. Le despedí.
Al final, me hinché a hacer fotos a un señor que veía atrasado y que tras hablar con él le dije: “¿me quiere posar un poquito?”. Dice bueno, una foto, y le hice siete u ocho. Es curioso con el tema de los regalos, estuve hablando con el tío y le pedí un favor y sin problema, pero cuando le hablé de fotos sí que era algo que exigía una contrapartida. No dinero, pero sí algo como un favor, lo mismo te han de hacer a ti. Me dijo, ya sé que vas a escribir una novela. Le dije que no, pero no sé si le convencí; tras presentarme como profesor de universidad o investigador, no le de sonar demasiado lejos a novelista. En fin, que le regalé una camiseta azul de jugar al fútbol de la Universidad Complutense; pura aculturación, pero es que le quedaba tan bien que luego le pedí que se la pusiera para hacerle otra foto como demostración de esa aculturación a la que le sometí. El caso es que la recibió como si tal cosa y luego la vio y la olió (la había traído limpia de Japón y así estaba) y dijo, hombre, yo he sido marinero y he viajado por muchos sitios, y sé que esto es una cosa buena. Me lo agradeció tanto.
Ahí comenzó una de las etapas en las que estuve más acojonado, perdón por la expresión, pero es que me los sentí de corbata. Salí con el coche y a las primeras cuestas digo, nada hombre, no es nada, simplemente el miedo que me ha metido la chica con el barro. Pero eso solo fue el comienzo, porque el barro no se acumula en las cuestas sino en los vados y ahí sí que fue difícil. Pasé unos cuantos y ya me puedo sentir Carlos Sainz. Yo creía que me quedaba parado pero al final pude salir. Lo peor es que a veces se me deslizaba el coche totalmente de tanto barro que rodeaba las ruedas; lo único que hice fue tratar de girar el volante, pero lentamente. Cada rueda debía de tener como cinco centímetros de barro al acabar el camino de tierra, pero al final pasó. Lo puse en primera el coche por eso de tener más potencia, no sé si hice bien o no. Tras el penúltimo repechón hice una parada (que no una fotografía) para dar un último respiro y eso me ayudó a pasar el ultimo vado de barro. En fin, que al fin y al cabo salí bien parado y además con el barro anterior del capó limpiado tras la lluvia. Además, tuve suerte, porque salí como a la media hora de haberse acabado la lluvia anterior, pero cinco minutos antes de que volviera a llover, con lo cual supongo que evité que se me hubiera puesto peor el camino.
Con esto acabo esta parte del relato de Yap, para dejar los bailes y todas las fotos en otro relato aparte, que lo merece
Este texto procede de unas cartas escritas en el año 1994