Florentino Rodao
Este texto es un capítulo del libro ‘Franco y el imperio japonés. Imágenes y propaganda en tiempos de guerra’, que próximamente publicará Plaza y Janés. El autor, Florentino Rodao, es doctor por la Universidad Complutense y candidato a doctor en la Universidad de Tokio. Es presidente de la Asociación Española de Estudios del Pacífico.
Tras el ataque japonés en Hawai, Ciano, ministro italiano de Exteriores y yerno de Mussolini, anotó en su diario que recibió una llamada de su colega alemán, Joachim von Ribbentrop, pidiendo a Roma sumarse a la declaración de guerra contra Estados Unidos. Después, acababa el párrafo con una pregunta que nunca recibiría respuesta: ‘¿Y España?’. No era tan extraño que Ciano asociase el ataque japonés con la actitud de Madrid.
Desde que, a partir del 7 de julio de 1937, la guerra civil española coincidiera con la chino-japonesa, los militaristas japoneses y los franquistas eran vistos tanto por amigos como por enemigos con un cierto paralelismo. Primero, embarcados en esas dos guerras simultáneas, que unos interpretaban como anticomunistas y otros como antidemocráticas; después, como las dos cartas más favorables al Eje, teniendo la clave para la toma de dos de los puntos más decisivos en la conflagración mundial, Gibraltar y Singapur, pero también, por último, con actitudes dubitativas ante la entrada en la guerra en Europa, que sólo conseguían irritar a sus amigos, sin que los adversarios se decidieran a realizar concesiones significativas. Madrid y Tokio cimentaron esa creciente relación política no sólo firmando pactos, como el Anticomunista o el Tripartito (1940), al que Madrid se adhirió secretamente, sino también alimentando ambiciones imperiales al calor de las victorias del Eje, unos, pensando en conseguir territorios en África, y los otros, en Asia oriental, donde sus continuas victorias seguían sin conseguir doblegar a China. Tras Pearl Harbour, ese paralelismo desapareció. Fue el fin de la reciprocidad y el sentido de los contactos mutuos cambió.
Aunque los dos regímenes seguían compartiendo intereses y objetivos, ya no estaban al margen; antes bien, uno había entrado en la guerra, y el otro, no. España veía por primera vez sufrir la guerra a una antigua colonia con la que le unían aún fuertes lazos económicos y culturales, las islas Filipinas.
A pesar del tiempo pasado, lo hispano era parte de la identidad filipina (en 1938, por ejemplo, se vendían diariamente más de 80.000 ejemplares en español), y Madrid quería protegerlo. Japón, por su parte, encargó en el continente americano a los españoles las dos principales tareas que no podía hacer un país en guerra: el cuidado de sus intereses y la recolección de información secreta en Estados Unidos. Las relaciones, ciertamente, se adaptaron a los nuevos tiempos: pasaron a tener un objetivo más práctico.
Los intereses japoneses
Una de las necesidades más imperiosas de Japón después de Pearl Harbour fue protegerse en los países enemigos. Tokio se vio envuelto en multitud de rupturas diplomáticas y declaraciones de guerra, sobre todo en el continente americano, donde, además, los nipones fueron objeto de asaltos, bloqueos de cuentas bancarias e incluso detenciones más o menos estrictas.
España fue encargada de la mayor parte del continente americano, a excepción de México y Guatemala, y tuvo una responsabilidad mucho mayor que otros tres países neutrales que también se encargaron de velar por sus intereses, Suiza, Portugal y Suecia. Tanto por el número de países o por estar a cargo de las colonias niponas más numerosas, Perú y Brasil, como por abarcar Estados Unidos. España fue elegida por Japón por una mezcla de motivaciones de carácter técnico y político. Dentro de las razones técnicas estaba la amplitud de la red diplomática de España en América Latina, muy conveniente porque una buena parte de los emigrantes nipones vivían en áreas rurales.
Además, Madrid ya había representado los intereses de Japón en Alemania durante la I Guerra Mundial, e incluso desde el principio de la guerra europea protegía los intereses de italianos y alemanes. Pero también hubo motivos políticos. Por un lado, porque Tokio suponía a los funcionarios españoles más favorables a sus intereses, pero también buscando beneficios más allá de la defensa de sus nacionales. El primer mensaje de Serrano Suñer a Washington sobre este tema señalaba: ‘A petición Gobierno japonés, España acepta encargarse sus intereses en este país. Propóngame urgentemente personal y presupuesto considere necesario para cumplimiento nuevas funciones, indicando si en respectivas colonias existen españoles de confianza no significados ante autoridades norteamericanas, como quintacolumnistas, cuya colaboración pueda utilizarse en cumplimiento esta misión de alto interés nacional’.
Tokio, al menos en Estados Unidos, pensaba en utilizar esa representación de sus intereses japoneses como canal para recolectar información de inteligencia, una vez que las detenciones masivas de japoneses y su transporte a regiones al interior alejadas de la costa Oeste desbarataron sus antiguas redes. Las motivaciones políticas, ciertamente, prevalecieron. La labor de espionaje no era menos importante. Japón contaba con Italia y Alemania para recibir informes, maquinaria y tecnología. Pero para todas las labores de recogida de información en los países enemigos, la base más apropiada para ese espionaje, que precisaba del contacto directo, fue la península Ibérica, que se convirtió en la Meca del espionaje durante la Segunda Guerra Mundial gracias a su posición tan cercana a los frentes y su relativa apertura a las comunicaciones.
Todos los Gobiernos beligerantes destinaron a la Península una importante proporción de su gasto en espionaje, que se reflejó en el nombramiento de un buen número de agentes y, en algunos casos, de embajadores con una previa experiencia en la materia, como el caso de Japón con Yakichiro Suma, o en el caso del Reino Unido, con Samuel Hoare, o Estados Unidos, con Carlton Hayes, ambos antiguos componentes del servicio secreto. La última razón de esa importancia de España es obvia: los espías atraen a más espías. Japón organizó los servicios de inteligencia en la península Ibérica compatibilizando las funciones de España y Portugal, uniéndolas con línea telefónica directa con los operativos instalados en la retaguardia, en Alemania e Italia. La legación de Madrid fue encargada de escuchar las transmisiones inglesas y norteamericanas por radio.
También, por medio de la Embajada en Estambul y dirigido por un turco falangista nacionalizado tras haber luchado en la guerra civil, los españoles formaron una red de espionaje en la India, centrada en Mumbai (Bombay, en donde Japón no tenía ninguna estructura previa), para saber sobre movimientos en el océano Índico. La marina nipona también envió espías a Algeciras para conocer el paso de los buques por el Estrecho y se intentó destinar a un japonés a Canarias. Portugal tuvo limitaciones para los japoneses. La calidad de la información era pobre porque los periódicos lisboetas no tenían corresponsales en el exterior. Además, Japón provocó una tensión adicional al ocupar Timor Oriental, obstaculizando los contactos formales e impidiendo que las relaciones con altos cargos fueran más allá de la formalidad. Labores de espionaje Al contrario de España, donde los nativos asumieron responsabilidades en las labores de espionaje. Los nipones no sólo contaron en Madrid con la mediación alemana y con un dinero que era codiciado en los difíciles años de posguerra, sino con españoles deseando su victoria y dispuestos a ayudarles en su esfuerzo de guerra.Sobre todo, Ramón Serrano Suñer, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores. Su primera decisión tras el estallido de la guerra fue sencilla: entregar copias de los informes de sus embajadores en Washington, Londres, Río de Janeiro y Buenos Aires al representante de Tokio, Yakichiro Suma, que enseguida los remitió a Tokio bajo la denominación ‘Inteligencia Suñer’, que después llamaría ‘Su’ a secas.
Suma, ante tamaña disposición a colaborar, dio un paso adelante y pidió si sería posible que los diplomáticos de las embajadas españolas en Londres y en Washington pudieran recoger información secretamente, para después sugerir, ante las reticencias para esa colaboración entre los diplomáticos, si Serrano le podría ayudar a formar una red de espionaje. El ministro accedió a las propuestas, aparentemente sin dudarlo. Para ello, autorizó que esos espías usaran sus números secretos personales para la comunicación telegráfica, que sus informes escritos se enviaran como cartas privadas para él entre paquetes postales, que las autoridades ignoraran los posibles problemas en las comunicaciones de onda corta y, por último, que fueran emitidos pasaportes españoles para personajes comprometidos.
La disposición a colaborar de Serrano, ciertamente, superó a la de otros dirigentes del Eje. Una combinación de sus intereses políticos con los personales parece ser la razón de ello. Por un lado, estaba totalmente implicado en la lucha por la victoria del Eje y era normal que apoyara el esfuerzo de guerra japonés, tal como Serrano había hecho antes con alemanes y con italianos. La lucha contra Estados Unidos, además, entraba dentro de los objetivos falangistas, aunque no había sido de los más inmediatos. Pero, sobre todo, el cuñadísimo ya no tenía otra opción.
Aunque Franco siempre mantuvo un cierto margen de maniobra política, Serrano estaba acorralado en un extremo del espectro político, con una sola remota posibilidad para su supervivencia política: la victoria del Eje sin la hegemonía aplastante alemana. Su influencia estaba en declive y necesitaba un nuevo as. La urgencia en aprobar la colaboración con Japón y su disposición tan abierta sugieren que esa ayuda se decidió en función de los motivos personales y de sus conflictos internos con los conservadores: necesitaba ganar fuerzas para su enfrentamiento con los militares, y tanto el espionaje como convertirse en imprescindible para los japoneses ayudaba a sus objetivos. En esa lucha política, la información que consiguiera por intermedio japonés podría, además, ser esencial, bien porque le permitiría enterarse de noticias dañinas para sus contrincantes, bien porque tendría más argumentos favorables sobre esas victorias de Japón que admiraba, pero sobre las que los nipones le daban bien poca información. En los años cuarenta, saber también era poder.
Personas de confianza
Para cumplir sus instrucciones, Serrano comisionó a dos personas de su entera confianza, Ximénez de Sandoval y Ángel Alcázar de Velasco. El primero tuvo poco tiempo para colaborar en labores de espionaje con Japón porque fue destituido en marzo de 1942, a raíz de un extraño incidente. El segundo era un viejo amigo y panegirista, que recientemente había publicado un libro titulado Serrano Suñer en la Falange, donde se sugería que el verdadero sucesor de José Antonio era el propio ministro de Exteriores. Alcázar de Velasco tenía un largo historial político dentro del falangismo radical, y además no era un novato dentro del mundo del espionaje.
En febrero de 1941, Ángel Alcázar de Velasco alcanzó uno de sus éxitos más importantes en su carrera en el mundo de lo secreto, porque consiguió que la embajada británica sugiriera a Serrano nombrarle como agregado de prensa en Londres, pensando que así podrían apoyar una alternativa radical a Franco. El propio embajador británico, Samuel Hoare, reconoció en sus memorias que este apoyo a Alcázar (al que no cita por su nombre) fue el error más grave cometido por su jefe de inteligencia, Bernard Malley, y no sólo por su desconocimiento del inglés o del francés, como recordó algún compatriota insidioso. El dicharachero Alcázar de Velasco cometió un buen número de indiscreciones en Londres que le dificultaron su objetivo principal allí: poner en marcha una red de espionaje. Alcázar cometió un último error poco antes de estallar la guerra del Pacífico, al anticipar que sería destinado a Washington a un puesto diplomático, por lo que Estados Unidos le negó el visado.
En lugar de cruzar el charco desde Londres, Alcázar hubo de limitarse a cruzar el canal de la Mancha y acabó su viaje en Madrid, donde fue cesado de su cargo en Londres el 13 de enero de 1942. En parte, por esas indiscreciones, que daban cuenta de su escasa profesionalidad, Alcázar, utilizando argot de la profesión, se había quemado. Aun así, la aventura americana siguió adelante, aunque en lugar diferente: Madrid, lo que era una ventaja adicional para su mentor. Serrano Suñer no estaba sobrado de gente de confianza. A partir de su vuelta a Madrid fue cuando Alcázar comenzó a trabajar para los japoneses. Por un lado, porque ya conocía desde agosto pasado a Fumio Miura, segundo en la legación nipona, el que llevaría el trabajo práctico de la recopilación de información (y había de pagarle), por la urgencia de la necesidad de información para Tokio, y por último, porque el propio Serrano le recomendó de una forma muy especial, proponiendo compartir esfuerzos: los nipones pagarían las máquinas y los gastos, mientras que España se encargaría de lo demás.
Así, tras haber pasado el 2 de enero por primera vez por la embajada entregando un informe secreto, el día 8 Alcázar ya estaba aceptado provisionalmente. Ese día, la legación envió a Tokio ese informe sobre el Reino Unido que Alcázar había entregado, diciendo que sólo lo habían leído Franco y Serrano, y que provenía de una red suya de espionaje compuesta de 21 personas. La información de Alcázar ya tenía un encabezamiento propio, Tô, con un ideograma o kanji poco discreto, ‘robar’, cambiado después a otro con la misma lectura, pero más asintomático, ‘Oriente’.
Sobre todo en EE UU, donde las redes propias fueron desmanteladas y la inteligencia alemana era muy débil, los japoneses tenían prisa por encontrar agentes. Alcázar, recomendado por Serrano, falangista convencido, con experiencia demostrada por medio de una red de inteligencia ya en marcha y con contactos alemanes que presuntamente le proveían de informes (aunque es más probable que los intercambiara), era visto como el agente más apropiado. Suma y Miura no tardaron en vislumbrar su bravura. Así, junto con ese primer mensaje suyo, preguntaron a Tokio sobre la posibilidad de poner en marcha un plan que fuera más allá de la recogida de informes, incluyendo no sólo sus informaciones sobre el Reino Unido, sino organizar una red de espionaje para hacerlo también en Estados Unidos.
Parecía el plan ideal. Se acoplaba perfectamente a sus necesidades y Tokio lo aprobó en poco tiempo, entregando una suma de dinero en concepto de gastos operacionales. Sería para mejorar el servicio y serviría a los nipones para extender sus fuentes de información de forma cualitativa. No obstante, más que una red fue un anzuelo, no sólo porque sus agentes no llegaron a los treinta de los que se preció Alcázar después de la guerra, sino porque la Span-Nip, como la llamaba el FBI, estuvo controlada desde el principio gracias a la decodificación por Estados Unidos de los mensajes japoneses (y de muchos más países, treinta y dos, España entre ellos).
A pesar de ello, el anzuelo de Alcázar remitió informaciones veraces, como los importantes envíos de tropas hacia el Pacífico sur, a detener el avance japonés en una isla homónima a la del pueblo pacense de donde provenía su descubridor occidental, Guadalcanal. Los norteamericanos, ciertamente, superaron a españoles y japoneses en capacidad productiva, medios tecnológicos y propaganda. Pero nunca faltó el resquicio. La prensa de entonces demuestra que, incluso en la depauperada España, se sabía que la guerra estaba al caer a principios de diciembre.
La inteligencia proaliada
No sólo hubo españoles projaponeses. También los hubo pronorteamericanos, y no sólo predominaron al final del conflicto, como es natural, sino también fueron importantes desde el principio, tal como se pudo ver en cómo plantaba cara el conservador Abc a las noticias filo-japonesas del falangista Arriba. El más significativo de todos ellos fue el embajador español en Tokio, Santiago Méndez de Vigo, quien, tras haber llegado por primera vez a Japón hacía una década, no sólo entendía japonés, sino que se preciaba de tener entre sus informadores un primer ministro y una buena cohorte de políticos opuestos al militarismo japonés.
Remitió informaciones veraces que permitieron en Asuntos Exteriores estar al tanto, e incluso sacar en el semanario que era su órgano más cercano, Mundo, un editorial con el título ‘¿Guerra en el Pacífico?’ el mismo domingo en el que los japoneses atacaban Pearl Harbour. No sólo eso, Méndez de Vigo también fue quien informó a su colega norteamericano, Joseph Grew, del estallido de la guerra. Al enterarse de la noticia por la radio, Méndez de Vigo fue a confirmarlo a la vecina Embajada de Estados Unidos, adonde llegó Grew al poco tiempo de una reunión a la que había sido convocado en el Ministerio de Exteriores, en la que simplemente fue informado de la ruptura de relaciones.
Tras escuchar al colega español y preguntar sobre ello, sólo le pudieron informar oficialmente del comienzo de la guerra pasada una hora. El embajador español lo contaba en el mes de mayo de 1942, en el único despacho que pudo mandar a España (dentro de una valija donde los japoneses metieron joyas para financiar el espionaje en EE UU, que después sacaron los estadounidenses y entregaron al embajador en Washington), para explicar hasta qué punto el Ministerio de Exteriores estaba marginado de las decisiones. Ante Pearl Harbour hubo todo tipo de actitudes. Incluso dentro del Gobierno, que empezó apoyando a Japón y acabó queriendo declararle la guerra.