Barcelona 92

 

Foto: Tras llegar a Madrid a asistir a la boda de los príncipes de España, en 2004, pude encontrarme de nuevo con el príncipe. Hablamos un buen rato, nos contamos anécdotas, yo le enseñé un video de mi hijo contando hasta diez en japonés y él me mostró unas fotos de un viaje con su familia por unos paisajes montañosos. Y nos reímos cuando le conté que unos días atrás, mientras llevaba a mi hijo de dos años y medio en brazos, señaló el cielo, y dijo “A Duna”.  El lo entendió inmediatamente; “O-tsuki, la luna”, me dijo.

 

La Oficina Imperial supo de mi gracias al embajador Eikichi Hayashiya, a quien tanto pregunté sobre su estancia en España durante la II Guerra Mundial para mi tesis doctoral de 1993 y después libro: Franco y el Imperio japones (Plaza & Janes, 2002). El entonces príncipe ya recibía clases de cultura e historia española en japonés con Carlos Molina, que continúa siendo su profesor, porque preparar los viajes al extranjero es normal entre los monarcas nipones. El emperador Heisei, por ejemplo, no sólo preparó con antelación un viaje a Thailandia sino además pidió que le acompañara el principal especialista japonés en el país, Yoneo Ishii. Lo conocía como nos conocemos los académicos, de coincidir en congresos en varios países y de hablar sobre Historia comiendo platos locales; en Sintra, junto con otro historiador thai, Dhiravat Na Pombeira, comimos un bacalao y una feijoada memorables, de esos que hacen levitar. Me encontré con Ishii en la boda del príncipe y me contó esa experiencia con el padre, pero además me añadió que durante ese viaje desayunó cada mañana con el emperador y que le martilleaba a preguntas. Bajaba con el libro lleno de anotaciones y no paraba. 

 

Las clases comenzaron la última semana de marzo de 1992. Ha sido quizás la más complicada de mi vida. Se me juntó acabar el proyecto de entrada en el doctorado, un examen presencial ante una docena de profesores, la despedida de algunos de mis mejores amigos tras dos años y presentar los papeles para la continuación de la beca. De hecho, ha sido la única en la que probé a tomar bebidas energéticas para aguantar. Salió todo bien, los profesores aprobaron que pasara al doctorado aunque me equivoqué al hablar de la Guerra Chino-Japonesa de 1937-45 (me refería Nisshin Senso, la de Guerra Sino-Japonesa de 1894-94) y, aunque entregué los papeles de la beca un día más tarde de acabar el plazo, la funcionaria me lo perdonó. Un encanto, siempre he sentido que la rigidez nipona es más aparente que real. No he vuelto a tomar bebidas energéticas de forma continua, dicen que el cuerpo no aguanta si las tomas más de una semana continua.

 

En medio de todo ese follón, no fui capaz de decir que prefería retrasar una semana las clases y la visita al Palacio provisional, la residencia del príncipe heredero. No tuve mucho tiempo de prepararlas, pero ya había dado muchas clases. Fui uno de los muchos beneficiados por los Juegos Olímpicos de Barcelona 92; la fiebre desatada por el español provocó una gran demanda de profesores, y yo enseñé en el Centro Cultural de la NHK, la televisión japonesa. Enseñan desde idiomas a ikebana, y daba clases en un sitio lujoso para lo que suele ser la docencia, las Torres Gemelas de Aoyama. Llegado a Palacio, primero fue el té y la conversación con los chambelanes y luego conocerle. Empecé acelerado entregándole unos libros sobre las relaciones entre España y Japón en los que había colaborado (España y el Pacífico; El Extremo Oriente Ibérico…), pero me dejó claro, de una forma educada, que le interesaba más aprender español. A partir de ahí me relajé, viéndole tan atento.

 

Desde entonces, todas las semanas nos veíamos un día. Salía del metro, entraba en el recinto y me esperaba el chófer para llevarme al palacio. En una ocasión la brigada de jardineros me debieron confundir con el propio príncipe a tenor de sus genuflexiones. Avanzar fue un placer, entre el libro de texto de Carlos Rubio con las explicaciones en japonés y la novela en español sencillo. Aprendió a una velocidad que me asombraba. En una ocasión, utilicé un refrán que luego me arrepentí por lo complicado para traducir: “Las coge al vuelo”. El gran chambelán hablaba algo de español, y se lo hube de repetir muchas veces. Me arrepentí de expresarme así de complicado, pero entre el interés del príncipe, su manejo de otros idiomas y lo que captaba, ese refrán era perfecto: bastaba con decírselo una vez. Sentí esa envidia que siente todo profesor al comprobar que el alumno le supera; en ocasiones, era él quien me sacaba la traducción en japones antes de decirla yo. De hecho, el día de su boda, cuando me presentó como su profesor de español ante la princesa Masako, respondí que, más bien, era él mi profesor de japonés. Nos reímos, como en tantas otras ocasiones.

 

Le preguntaba por sus aficiones, me contó sobre sus conciertos con la viola y nos dimos los nombres para estar en familia, Hiro y Tino. Yo le preguntaba por la hora que se levantaba, por cómo era el tiempo y el a mi sobre las cosas españolas, como en cualquier clase. Cuando había campeonato de Sumo, como a él también le gustaba, hablábamos sobre los combates y por las llaves que habían utilizado cada luchador. Era un placer comprobar lo bien que se lo pasaba. En una ocasión, salió el vino de Rioja, le dije que era el mejor caldo español, y me preguntó, “¿No es Marqués de Riscal?” A su vuelta, continuamos la clase, pero los preparativos de su boda obligaron a cancelarlas. 

 

Nunca hablamos de política; nadie me advirtió pero lo di por supuesto. Eso sí, en una ocasión, durante los Sanfermines, le eché una perorata tras la muerte de un joven estadounidense: se cayó y no se le ocurrió más que levantarse inmediatamente, justo cuando pasaba el toro. Estaba indignado, lo mínimo es prepararse, y me imagino que lo notó; espero que no me pasara. Me gusta regodearme en pensar que las clases le sirvieron para algo más que aprender español. A las pocas semanas, asistió al campeonato de Sumo. Le compré unas camisetas en un viaje a Bangkok (una, Asterix en España) y me alegra imaginar que se las ha puesto. Visitó España, participó en la inauguración de los Juegos y presidió el Día de Japón en la Expo de Sevilla. Su hermana visitó España unos meses. La primera foto oficial de su hija Aiko, cuando tenía siete años (nació apenas dos semanas antes que mi hijo Flochan), fue leyendo un libro de Historia de España. Además, en 2020, Aiko ha comenzado a aprender español. Y hace unas semanas, cuando un embajador le dijo en audiencia “Conozco a un profesor suyo de español…”, el emperador le contestó de forma inmediata “¿Rodao?”, según me dijo. 

 

Después de 1992, la popularidad del español perdió el enganche de los Juegos, pero mantuvo su popularidad. En parte porque ninguna otra recogió el testigo. En el Centro de la NHK, de hecho, estaban preocupados por mantener los alumnos; recuerdo que me comentaron, “Y ahora qué vamos a enseñar, ¿La Lengua de Atlanta?”. Es una satisfacción haber puesto mi granito de arena gracias a los Juegos de Barcelona.

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