Foto: Anton Geesink derrota a Akio Kaminaga. Fue la foto más triste para los japoneses de los Juegos Olímpicos de 1964, la final Open de Judo, en la que el japonés Kaminaga fue derrotado por Geesink. Los japoneses ganaron las otras tres categorías, delimitadas por peso. Pero fue una derrota dulce, sin embargo, no sólo porque Geesink ya era el gran favorito (ya se había proclamado campeón el año anterior) sino porque sus maestros eran judokas japoneses, mostrando de hecho un cuidado exquisito en la victoria, evitando celebrarla. Fue el mejor resultado para la universalización del Judo. Incluso en la derrota, los Juegos fueron un éxito.

 

La Olimpiada de 1964 visibilizó ese nuevo Japón en mundo gracias a ese «festival de paz y amistad» que los Juegos conllevan casi desde su fundación. Por esa ceremonia inaugural con una presencia de las delegaciones de 98 países, la más amplia hasta entonces. Por el encendido del pebetero a cargo de un deportista nacido en Hiroshima el mismo día del estallido de la primera bomba atómica. Por el entusiasmo popular: hubo tres millones y medio de solicitudes para los sesenta mil asientos disponibles. Pero también por esa tecnología que permitió llegar a los Juegos Olímpicos a dimensiones nunca vistas y con una perspectiva diferente. La película sobre los Juegos producida por Kon Ichikawa fue la primera grabada completamente en color y con formato cinemascope y se ha comparado a la icónica de Leni Riefenstall, El triunfo de la Voluntad, sobre los Juegos de Berlín de Hitler, en 1936, pero Ichikawa se enfocó en los sentimientos y no tanto en las victorias. Los Juegos también fueron retransmitidos vía satélite en prime time a Estados Unidos pero en programación nocturna, algo a lo que no estaban dispuestas las cadenas y que sólo accedieron a cambiar tras las presiones del Departamento de Estado. 

El éxito deportivo tampoco faltó. Japón ganó dieciséis medallas de oro, frente a las cuatro en los anteriores eventos, y quedó el tercero en el medallero. Y también vivió su momento cumbre, en la final de voleibol femenino contra la Unión Soviética, otro equipo que tampoco había conocido la derrota, y con asistencia del emperador, el día previo a la clausura. Tras varios intentos fallidos antes del punto fina, la victoria de las llamadas «amazonas kaisuka» (la estación junto al estadio) llevó al país al éxtasis. El voleibol femenino fue la guinda de un éxito deportivo que, juntado al organizativo, alivió la frustración por los veinticinco años de espera: habían merecido la pena.

Además, las facetas menos amables se mantuvieron escondidas. Para encontrar trazos de militarismo, había que mirar bajo las alfombras. El judo fue considerado como deporte olímpico por primera vez y, aunque había estado muy asociado con el militarismo, se utilizó para mostrar la cultura japonesa, con un edificio de estilo japonés, el Nippon Budokan, donde se celebraron sus combates. El entrenador del equipo de voleibol era un antiguo militar que trató a las chicas al viejo estilo: «Si aguantáis, ganaréis la medalla de oro», pero la victoria final lo justificó. Tampoco se produjo ningún suicidio, aunque los siguió habiendo por años, como el de Yukio Mishima en 1971. De hecho, esa final de Judo también puede decirse que provocó uno, pero más tarde. Lo cometió Isao Inokuma, el judoka que descartaron para luchar contra Geesink, porque ya había sido derrotado en el Mundial y por su menor talla y peso, apenas 70 kilos frente a los cerca de 110 del holandés. Al año siguiente, en 1965, Inokuma ganó la final del peso Open y retó a Geesink, que había ganado la del peso Pesado, pero el holandés no aceptó el reto, prefirió abandonar. Inokuma cometió seppuku y se dice que siempre había esperado tomar la revancha con Geesink. Pero no está claro, cuando lo cometió, en 2001, el holandés había muerto ya hacía ocho años. Un desengaño amoroso, o una enfermedad, quizás fue la razón verdadera, aunque menos llamativa.

Los resultados fueron satisfactorios. Los periodistas internacionales y la opinión pública cambiaron definitivamente el foco de sus miradas. Hasta entonces Japón les había interesado por el recuerdo de la guerra y, más recientemente, por el Acuerdo de Seguridad con Estados Unidos y la guerra de Corea. Pero los Juegos cambiaron el enfoque de las noticias, que se centraron en destacar la hospitalidad nipona. Y los aparatos electrónicos, en especial los pequeños televisores, que fueron la noticia adicional de cualquier periodista tras visitar la zona de Akiharaba. La percepción de Japón cambió hacia la de una nación pacífica con una industria en desarrollo rápido y una economía pujante, sobre todo en tecnología, y que respetaba su cultura. Y el encargado de organizarlos, Eisaku Satō, también antiguo ministro de Finanzas, pasó a ser el Primer Ministro. Aunque se repitió hasta la saciedad el mantra de la separación estricta entre deportes y política («Como el deporte es puro, defender a los atletas es patriótico»), el premio político de Satō es otra muestra del compromiso entre las instituciones y la gente por conseguir el éxito conjunto.

Pero los Juegos fueron una apuesta arriesgada. Su optimismo previo fue excesivo; se esperaban 8.000 atletas (llegaron 5.558) y triplicar el público de la edición anterior, unos 120.000 visitantes extranjeros (en realidad, llegaron 70.000). Pero los Juegos contaron con el apoyo de una población que se implicó en el envite, conscientes de que el objetivo era a largo plazo. Se propuso aprovecharlos para mejorar la condición física de los japoneses, con mensajes reiterados que invitaban a un esfuerzo adicional. La palabra de moda en esos años fue «internacional». Y también sirvieron para convencer de la conveniencia de un comportamiento cortés, para mejorar la «moralidad pública» o para dar la buena impresión que esperaban los visitantes. Implicaba, según los mensajes a los ciudadanos, limpiar la basura, no orinar en las calles, dejar de tirar botellas y evitar gritar Yankee Go Home durante los partidos.

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