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Japón en una catástrofe (pp. 10-14)

CASADO CLARO, María Francisca. Fukushima. Crónica de un desastre anunciado (Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza), pp. 9-13

 

Las fotografías son preferidas para comentar sobre Japón. Las asociaciones que suscita el país favorecen en especial el uso de imágenes, desde la vieja idea de la modernidad y la tradición o los secretos por descubrir a la más reciente del país como encarnación de la belleza. Una buena foto tiene un plus para Japón: son una expresión de superficialidad y sustituyen la profundidad del conocimiento de una forma que no ocurre con otros territorios. Hablar de territorios cercanos culturalmente no precisa de tanta imaginería y la visión de otros alejados está excesivamente coloreada con asociaciones que deforman, desde la pobreza al temor.

Pero las imágenes, al fin y al cabo, son una simplificación necesaria para vivir el mundo. Este libro puede tener esa misma función. Un violento movimiento telúrico y sus repercusiones han puesto a Japón en una tesitura que permite entender sus rasgos más definitorios. Las respuestas ante las múltiples facetas desencadenadas por ese movimiento telúrico no dejan de sorprender. La cultura del desastre en Japón cuenta con desastres recurrentes y es consciente de que son ocasionados por algunas de las mismas fuerzas que dan la vida, como es la tierra, las lluvias o los mares, pero Japón ha sabido reinventarse por enésima ocasión. Fukushima ha pasado a formar parte del imaginario y de las emociones de los japoneses, de una narrativa de experiencias compartidas de comienzos catastróficos y recuperaciones rápidas que forman parte de su sentimiento (despolitizado) de comunidad. [10]

Conocer Japón a través del Triple Desastre puede ser una simplificación excesiva, como tantas otras fotografías de tradiciones y modernidades, porque también habla de éxitos y de fracasos. El Triple Desastre del 2011 permite profundizar en el presente y el futuro de Japón porque nos habla de hechos decisivos que explican el Japón actual. Por ejemplo, conseguir una electricidad barata que le permitiera un auge económico espectacular, aun a costa de conducir a un barranco con salidas muy complicadas y consecuencias aún imprevisibles. Por ejemplo, la racanería de una empresa poderosa que llevó al traste los esfuerzos de décadas por limitar los daños de un terremoto que era ya previsible.

Por ejemplo, porque se ha fortalecido la sociedad civil en buena parte a través de la preocupación por los potenciales riesgos de los alimentos, ya que los consumidores se han espabilado más para asegurarse de su calidad, tanto frente a las medias verdades de autoridades como de productores. Al contrario que en Chernóbil, la zona devastada no ha quedado abandonada.

El libro de Maria Casado nos presenta ese Japón al completo a través de un desastre que lo ejemplifica. Además, añade toques esenciales mirando hacia el futuro, estudiándolo como una catástrofe compleja desde la perspectiva de la seguridad medioambiental, utilizando un marco teórico centrado en la securitización. Esto implica retroceder hasta la caída de las dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945, pero también recordar que la preocupación por el medio ambiente ha sido hasta hace poco secundaria, menos aún como un escenario para que la seguridad del país fuera a ser amenazada. La energía nuclear tiene una doble agenda científica y política que se retroalimentan. Fukushima obliga también a recordar las catástrofes de las que no ha aprendido Japón, desde la contaminación por acumulación por pesticidas o por el uso de materiales peligrosos como el metilmercurio hasta las leyes dedicadas nominalmente a mejorar la calidad y la salud pero que buscaban favorecer la producción. Y, por supuesto, Fukushima obliga a recordar los muchos casos premonitorios que apuntaban a una cierta desidia por evitar accidentes nuclear, desde ese primer muerto por una bomba nuclear de hidrógeno en 1954 a bordo del buque Dragón Afortunado a los múltiples accidentes en los últimos años en centrales nucleares que obligan a recurrir a la palabra “chapuza” para explicarlos. El papel de los científicos, de la sociedad civil y de los grupos medioambientales ha sido escaso frente al lobby de las grandes empresas y los intereses de la burocracia y la política por conseguir una energía barata. El título del libro deja claro el resultado: Crónica de un desastre anunciado.

El enfoque del libro en la securitización, por otro lado, aporta herramientas teóricas muy validas para indagar sobre el futuro de la energía nuclear, pero también del propio país. Primero a presentar los debates y las tipologías de la seguridad, para entender hasta qué punto es socialmente construida o, por ejemplo, la necesidad de entender su “gemelo conceptual”, la desecuritizacion. Segundo, Maria Casado incluye el medio ambiente como uno de los escenarios, no solo porque resulta necesario tener en cuenta la supervivencia de especies, de tipos de habitat o el cambio climático como amenazas para la seguridad y la defensa, sino este enfoque ecológico lleva a profundizar en la relación entre el ser humano y el medio, la biosfera en la que vive. Desde el aire que respira el ser humano al agua de los océanos que lo rodean o la tierra que se pisa, todo ello forma parte de un medio ambiente sobre el que es necesario actuar de forma inmediata. La catástrofe medioambiental está ya en marcha y sólo queda actuar sobre miran proyecciones futuras. Tercero, este enfoque supone estudiar los escenarios de la recuperación junto con las visiones del mundo del futuro, tanto las de otros países como de los propios japoneses. La llamada Sociedad 5.0 japonesa está centrada en sus propias necesidades, como la sanidad, mano de obra o las ciudades inteligentes, pero también incorpora la energía barata como un aspecto crucial del mundo del futuro. Esta Crónica de un desastre anunciado, en definitiva, ayuda a entender Japón a través del el papel de la energía nuclear, no sólo la influencia de la llamada Aldea Nuclear o de los movimientos antinucleares, sino también ese dilema tan corrosivo de cada japonés entre el precio de la energía y los costes de los accidentes, no tan imprevisibles como nos quisieron hacer creer.

María Casado ha escrito un libro excelente, con una prosa ligera, que permite una visión amplia y profunda de Japón a través de una catástrofe que sobrepasa la ingente destrucción que provocó. Quizás es la persona apropiada para ello, empezó enamorada de Japón, después se fue allí a especializarse en sus relaciones internacionales y con el paso del tiempo y los avatares propios de todo investigador acabó eligiendo un tema de tesis que le obligó a realizar una segunda especialización en un área totalmente diferente como es la energía nuclear. Conocí a María a comienzos del milenio, debatiendo sobre el futuro de Japón y de sus universidades bajo la dirección de nuestro común profesor, Keiichi Tsunekawa, que tantos esfuerzos personales pone en sus alumnos. Pasados los años, en enero de 2016, he vuelto a ser testigo de su capacidad de trabajo y de análisis de María cuando me correspondió ser miembro del tribunal de su tesis doctoral, Japón en la encrucijada nuclear, Un estudio crítico de las implicaciones de la energía nuclear para la política de seguridad medioambiental de Japón tras el desastre de Fukushima. Le concedimos la máxima calificación y, como el resto de miembros del tribunal, le insistí en la necesidad de su publicación, tanto por la calidad intrínseca como por esa excelente pluma, tan difícil para hablar sobre asuntos científicos y metodológicos.

El salto de la tesis al libro, además, ha sido muy exitoso. Las fotografías que incluye son muy convenientes para entender el futuro de la energía nuclear en Japón, pero no sólo están actualizadas sino retocadas para especificar los últimos desarrollos. María Casado también ha sabido recolocar y reducir las partes dedicadas a la metodología, tan necesarias en una tesis doctoral, para que no abrumen al lector tipo de las publicaciones académicas, conocedor del tema pero tendente a evitar temas colaterales. Y ha sabido actualizar los datos con bibliografía posterior a su tesis doctoral, tanto en las muchas facetas del accidente, como la limpieza y los residuos medioambientales, como en ese mundo global previsto por Japón, en el que se engloba la energía nuclear pero también otras muchas novedades que están desencadenando los avances tecnológicos. Que por supuesto, forma parte de una visión para el resto del mundo, de la misma forma que las de China, Estados Unidos o Alemania también son globales. Ahora queda que el lector compruebe estos halagos: pase y lea.

Un testimonio crucial

Morito Morishima, Pearl Harbor, Lisboa, Tóquio. Memorias de um diplómata (Tokio, Iwanami Shoten, 1984)

trad. Yuko Kase.

(s.l. [Lisboa], Ad Litteram, 2017) , pp. 19-22

ISBN: 972-95759-9-0

Dep. Legal: 427029/17

Florentino Rodao

“Estas memorias ofrecen un testimonio crucial para unos momentos decisivos para la Historia de Portugal. En el verano de 1943, el gobierno de Antònio de Oliveira Salazar intentó que los Aliados le invitaran a participar en la guerra, con la ocupación japonesa de Timor Oriental como excusa y la importancia de las Azores como palanca. El Joint Chiefs of State lo desestimó, a pesar de la disposición inicial favorable de los británicos y del Departamento de Estado, y de las numerosas concesiones portuguesas, la última de ellas el final de la venta de wolframio a Alemania. Tras un año sin recibir respuesta, en Junio de 1944, Salazar aparentemente decidió una nueva estrategia negociando directamente con Japón y el ministro Morito Morishima entra por la puerta grande en la Historia de la II Guerra Mundial el 26 de junio de 1944, por medio de una entrevista que relata en estas memorias.

Salazar pidió a Japón que se retirara de Timor Oriental. El argumento era una obviedad: tras el contraataque Aliado, la isla ya no podía servir para atacar Australia y su ocupación había perdido interés militar. Retirar sus fuerzas y devolver la isla a Portugal para normalizar las relaciones mutas, por tanto, era la postura más coherente que debía tomar Tokio. Salazar añadió además, aunque Morishima lo refleja de forma más moderada en sus memorias, que temía mucho que Estados Unidos pidiera a Portugal participar en una expedición conjunta contra Timor. Las medidas tomadas después apuntan a que Salazar [20] quería provocar la entrada de Portugal en la guerra: el 29 de junio su embajada en Londres propuso a los Aliados enviar dos buques de guerra y el 22 de julio Salazar aprobó comenzar con las obras para un nuevo aeródromo en Azores.

La entrevista del 9 de agosto de 1944 entre Salazar y Morishima fue más decisiva aún. Salazar repitió parecidos argumentos de la entrevista anterior, insistiendo en un plazo para esa salida y que no podía quedarse de brazos cruzados si las tropas estadounidenses y británicas, pero Morishima le dejó totalmente sorprendido. El ministro japonés era consciente de la gravedad; los rumores sobre una declaración bélica lusa eran persistentes y apenas una semana antes Turquía, otro de los pocos neutrales que quedaban, había roto relaciones diplomáticas con el III Reich. Morishima era consciente del escaso margen de maniobra de Lisboa para poder mantener las colonias en Asia tras el final de la guerra (Macao podía ser invadido tanto por japoneses como por chinos y un desembarco australiano siempre fue una opción factible en Timor), pero también las expectativas de cambios radicales en Japón tras la caída de Hideki Tōjō. Morishima preparó bien la entrevista y el mismo día de esa entrevista los agregados militar y naval de Japón manifestaron explícitamente su adhesión a su propuesta.

Y ante Salazar, Morishima declaró que Japón estaría dispuesto a retirar sus tropas de Timor Oriental. Portugal debía enviar una expedición que, tras estar estacionadas un tiempo y comprometerse de no beneficiar a los Aliados- pasarían a ocupar la isla. No hay documentación que demuestre las instrucciones de Morishima para hacer esa declaración, al contrario de lo

que asegura en el libro. Antes bien, la idea de una expedición lusa para ocupar pacíficamente Timor la expresó el propio Morishima al ministro de Exteriores Mamoru Shigemitsu el 22 de julio de 1944 como una estrategia de dilación: cualquier traslado de tropas hacía un lugar tan alejado tardaría en plasmarse un tiempo suficiente para calmar las tensiones y permitiría ganar tiempo, que era la estrategia principal en esos meses frente a los gobierno que deseaban romper relaciones.

Las instrucciones de Tokio llegaron el 26 de agosto, con varias semanas de retraso. Como es fácil de imaginar, el ministro Shigetmitsu negaba la posibilidad de retirar sus tropas: “es imposible retirar las tropas a la vista de la situación militar, si el upshot es que Portugal rompa relaciones o declare la guerra que se le va a hacer.”1 No obstante, el ministro también temía que la negativa pudiera provocar un rechazo que llevara [21] a una declaración de guerra, por lo que le concedió una cierta discrecionalidad para asegurar que el acuerdo sería posible si se mantenían neutrales.

1 National Archives and Records Administratio. Record Group-457. Entry 9006UD. Magic Summaries 2 sept 1944, Shigemitsu a Morishima, Lisboa, 26 Ago 1944

Morishima supo solventar esas instrucciones. Por un lado, aseguro a los portugueses que the matter is under careful study y se refirió al mensaje de su ministro como “non-commital”. Por otro, realizó un buen número de preguntas en torno a un posible acuerdo, aparentemente para retrasar una orden definitiva y por ultimo reprendió el pesimismo de su ministro, al contestarle, tres días después: “es mi entendimiento que se muestra usted resignado a lo peor y trabajando una política de retraso con el fin de evitar una ruptura lo más posible.”

La práctica del gobierno japonés ante los países que se acercaban a los enemigos (bien rompiendo relaciones o declarando la guerra) era retrasar en la medida de lo posible el daño y minimizar las pérdidas trasladado al personal. Pero Morishima, antes bien, realizó lo que se refirió “as un experiment of my own.” Su idea, aparentemente, era ganar un tiempo crucial, cuando todavía no se sabía si los Aliados atacarían Timor en su camino hacia Japón, para evitar ese argumento del Primer Ministro de no quedarse con los brazos cruzados. Morishima, como señala en sus memorias, parecía estar convencido de la irrelevancia del territorio timorense en los últimos compases de la guerra y el desembarco en Filipinas, el 20 de octubre, le dio definitivamente la razón.

Es factible pensar que la verosimilitud de la propuesta de Morishima el 9 de agosto evitó en salto bélico luso. Por un lado, porque los Aliados siguieron sin hacer una oferta clara de participar en el conflicto, pero también porque reforzaba la posición del Primer Ministro. De hecho, en apenas un mes, Salazar reforzó su posición con gabinete nuevo repleto de ministros jóvenes y su primera actividad oficial al día siguiente fue una larga entrevista con Morishima, el 9 de septiembre de 1944. Los rumores bélicos, ciertamente, cambiaron de signo, hasta el punto de que tanto británicos como estadounidenses llegaron a sospechar una colaboración luso-nipona. Temieron, incluso, que si transportaban en barcos aliados a los portugueses para llegar a Timor, una vez llegados allí los lusos pasaran a colaborar con el ejército japonés.

Aunque no lo escribe en las memorias, la documentación demuestra que Morito Morishima tuvo un papel crucial en desactivar una crisis que podía haber fácilmente llevado a la ruptura de relaciones y posiblemente a una declaración de guerra. [22] Al contrario que la actuación de Yakichirō Suma en España, cuya radicalidad no desactivo los odios españoles, Morishima hizo la función que debe cumplir un buen embajador. Aprovechar el conocimiento del problema in situ para mejorar las relaciones, más aún en este caso concreto, cuando la posibilidad de decidir de sus superiores estaba muy limitada por problemas de todo tipo, desde los bombardeos estadounidenses a unos militares sempre muito preocupados com as aparências, como dice en las memorias. Morishima ayudó a evitar una decisión que habría desencadenado consecuencias imprevisibles. Muchas gracias”

Florentino Rodao

Um testemunho crucial

Morishima MORITO 森島守人, Pearl Harbor, Lisboa, Tóquio. Memórias de um diplomata 真珠湾– リスボン– 東京. Tradução de Yuko Kase. (Lisboa, Ad Litteram, 2017), pp. 19-22.

 

 

Estas memórias constituem um testemunho crucial para um momento decisivo da história de Portugal. No Verão de 1943, o governo de António de Oliveira Salazar tentou que os Aliados o convidassem a participar na guerra, tomando a ocupação japonesa de Timor-Leste como desculpa e a importância dos Açores como alavanca. O Joint Chiefs of State não concedeu importância ao assunto, apesar da disposição inicial favorável dos Britânicos, do Departamento de Estado e das numerosas cedências feitas por Portugal, a última das quais a cessação da venda de volfrâmio à Alemanha. Ao fim de um ano sem obter resposta, em Junho de 1944 Salazar optou aparentemente por uma nova estratégia que se traduziu em negociações directas e é nesta altura, a 26 de Junho de 1944, que o ministro Morito Morishima entra pela porta principal na história da Segunda Guerra Mundial através de uma entrevista que relata nestas memórias.

Salazar pediu ao governo japonês que retirasse as suas forças de Timor-Leste. O argumento não poderia ter sido mais óbvio: após o contra-ataque dos Aliados, a ilha deixaria de servir para atacar a Austrália e a sua ocupação perdera todo o interesse militar. Neste sentido, a retirada das tropas e a devolução do domínio da ilha a Portugal de modo a normalizar as relações mútuas seria a posição mais coeren -te que Tóquio devia assumir. Além disto, Salazar acrescentou – embora Morishima o relate de um modo mais moderado nas suas memórias – que receava bastante que os Estados Unidos pedissem a Portugal que participasse numa expedição conjunta contra Timor. As medidas que tomou depois disto levam a supor que Salazar pretendía provocar a entrada de Portugal na guerra: a 29 de Junho, a sua embaixada em Londres propôs aos Aliados o envio de dois navios de guerra e, a 22 de Julho, Salazar aprovou o início das obras de um novo aeródromo nos Açores. A entrevista de 9 de Agosto de 1944 entre Salazar e Morishima foi ainda mais decisiva. Salazar repetiu argumentos semelhantes aos da entrevista anterior, insistindo num prazo para essa retirada e que não podia ficar de braços cruzados se as tropas dos Estados Unidos e do Reino Unido inicias sem ocupação de Timor, mas Morishima apanhou-o completamente de surpresa. O diplomata japonês tinha plena consciência da gravidade da situação; os rumores quanto a uma declaração de guerra lusa eram persistentes e apenas uma semana antes a Turquia, outro dos poucos países neutrais que restavam, cortara relações com o III Reich. Morishima estava consciente da reduzida margem de manobra de Lisboa no sentido de conseguir manter as colónias na Ásia após o final da guerra (Macau tanto podia ser invadido pelos Japoneses como pelos Chineses, e um desembarque australiano foi desde sempre uma opção plausível em Timor), mas também das expectativas de alterações radicais no Japão a seguir à queda de Hideki Tojo. Morishima preparou bem a entrevista, e no próprio dia da mesma os adidos militar e naval do Japão manifestaram explicitamente a sua adesão à proposta dele.

Ora, diante de Salazar, Morishima declarou que o Japão estaria disposto a retirar as suas tropas de Timor-Leste. Portugal deveria enviar uma expedição que, após estar estacionada algum tempo e de se comprometer a não favorecer os Aliados, passaria a controlar a ilha. Não se conhece documentação que comprove as instruções que permitiram a Morishima fazer esta declaração – ao contrário daquilo que garante no livro. Em contrapartida, foi o próprio Morishima quem apresentou a ideia de una expedição lusa para ocupar pacificamente Timor ao ministro dos Negócios Estrangeiros, Mamoru Shigemitsu, a 22 de Julho de 1944, como uma estratégia de procrastinação: qualquer deslocação de tropas para um local tão distante exigiria uma preparação suficientemente demorada para acalmar tensões e permitiria ganhar tempo, ou seja, a principal estratégia que seguiu durante esses meses face aos governos que pretendiam cortar relações.

As instruções de Tóquio chegaram a 26 de Agosto, com várias sema nas de atraso. Como é fácil de imaginar, o ministro Shigetmitsu recusava a hipótese de  retirada das tropas: «atendendo à situação militar, é impossível retirar as tropas, mesmo considerando que Portugal corte relações ou declare guerra não há nada que se possa fazer».[1]  Não obstante, o ministro também temia que a negativa pudesse provocar uma recusa que conduzisse a uma declaração de guerra e, por isso,

Um testemunho crucial

concedeu-lhe alguma capacidade discricionária no sentido de garantir que seria possível chegarem a acordo caso Portugal se mantivesse neutral. Morishima deu mostras de saber seguir tais instruções. Por um lado, garantiu ao governo português que «o assunto estava a ser objecto de um estudo aprofundado » e referiu-se à mensagem do seu ministro como sendo «sem compromisso». Por outro, fez uma série de perguntas a propósito de um possível acordo, aparentemente para atrasar uma ordem definitiva. Por último, repreendeu o pessimismo do seu ministro ao responder-lhe, três dias mais tarde, nos seguintes termos: «Dá-me a parecer que se mostra resignado perante o pior e a trabalhar uma política de adiamento com o objectivo de evitar o mais possível uma ruptura.»

A prática do governo japonês face aos países que se aproximavam dos inimigos (quer através do corte de relações, quer da declaração de guerra) era adiar os danos na medida do possível e minimizar as perdas através da transferência de pessoal. No entanto, Morishima, pelo contrário, levou a cabo aquilo que classificou como «uma experiência pessoal». Aparentemente, a sua ideia era ganhar um tempo crucial, quando ainda não se sabia se os Aliados iriam atacar Timor no seu avanço para o Japão, de modo a evitar o argumento do Presidente do Conselho de Ministros de que não podia ficar de braços cruzados. Morishima, como refere nas suas  memórias, parecia estar convencido da irrelevância do território timorense na fase final da guerra e o desembarque nas Filipinas, a 20 de Outubro, deulhe definitivamente razão.

Faz todo o sentido admitir que a verosimilhança da proposta apresentada por Morishima a 9 de Agosto evitou que Portugal se aventurasse na guerra. Por um lado, porque os Aliados continuavam sem fazer uma oferta clara para que o país participasse no conflito, e por outro lado porque também serviu para reforçar a posição do Presidente do Conselho de Ministros. Com efeito, passado apenas um mês, Salazar reforçou a sua posição com um gabinete novo repleto de ministros jovens e a sua primeira iniciativa oficial no dia seguinte foi uma longa entrevista com Morishima, a 9 de Setembro de 1944. É indiscutível que os rumores bélicos mudaram de sentido, a tal ponto que tanto Britânicos como Norte-Americanos chegaram a suspeitar de uma colaboração luso-nipónica. Temeram, inclusivamente, que se transportassem tropas portuguesas até Timor, assim que lá chegassem estas passassem a colaborar com o Exército japonês.

Embora não o escreva nas suas memórias, a documentação revela que Morito Morishima desempenhou um papel crucial na desactivação de uma crise que poderia facilmente ter levado ao corte de relações e, quiçá, a uma declaração de guerra.

Um testemunho crucial

Ao contrário da actuação de Yakichiro Suma em Espanha, cujo radicalismo não desactivou os ódios espanhóis, Morishima desempenhou as funções que competem a

qualquer bom embaixador: soube aproveitar o conhecimento do problema in situ para melhorar as relações, mais ainda neste caso concreto, quando a possibilidade de decisão dos seus superiores se encontrava muito limitada por problemas de todo o tipo, desde os bombardeamentos dos Estados Unidos até uns militares sempre muito preocupados com as aparências, como escreve nas suas memórias. Morishima ajudou a evitar uma decisão que poderia ter desencadeado consequências imprevisíveis. Muito obrigado

 

Florentino Rodao

 

©1950-1984 Morishima Morito e herdeiros

© Da edição em língua japonesa Iwanami

Shoten, Tóquio

ISBN: 972-95759-9-0

Depósito legal: 427029/17

[1] 1 National Archives and Records Administration – Record Group-457. Entry 9006UD. Magic Summaries,

2 Sept. 1944. Shigemitsu to Morishima, Tokyo, 26 Aug 1944.

Micronesia en nuestros corazones

2017. David MANZANO COSANO, Las Carolinas. Las islas fronterizas que alientan el imperialismo español. (Carmona (Sevilla): Ayuntamiento de Carmona), pp. XI-XV

 

Lejanía, desinterés, abandono, salvajismo, exotismo…, los calificativos que asociamos con las islas Carolinas y en general con las islas de la Micronesia se repiten, pero hay uno especial: soberanía española. Frente al dolor por la pérdida de islas repletas de españoles como Cuba y Puerto Rico, y frente al punto de alivio que suscitó la pérdida de Filipinas, Micronesia provoca todavía una idea tan alejada de la península como de la legalidad jurídica: la reclamación de la españolidad de islas remotas. En 1949, tras varias décadas del final del imperio español en Micronesia (como ocurrió con los Últimos de Filipinas y su famosa película), la ocurrencia rescatada por Emilio Pastor no sólo llegó a un Consejo de Ministros , sino que llegó a calar en la población española, entre la que sigue emergiendo de forma recurrente.

David Manzano ha sabido engarzar este interés por las islas Carolinas para escribir un libro ameno, interesante y académico en el que narra la historia de España a través de ese espacio tan alejado. Como Emilio Sáenz-Francés en su reciente libro, David recuerda la vacuidad de esas ilusiones de soberanía remota pero aprovecha la pervivencia y popularidad de esa imagen para ofrecernos una visión de España en una perspectiva distinta: a través de su vinculación con las Carolinas. De una manera original y atrayente, este libro nos transmite esos vínculos conexión con un territorio de mínima extensión y alejado pero que fue parte de su imperio. O no: los contactos entre metrópoli y colonia aparecieron y desaparecieron con vacíos que cubren siglos enteros y, de hecho, las percepciones del olvido, de la exoticidad y de los confines del mundo son las que dan continuidad a la narrativa.

[XII] Las imágenes, como es bien sabido, retratan más al perceptor que a lo percibido y las existentes sobre las Carolinas son un claro ejemplo. “Los últimos de Filipinas” fueron un episodio marginal de un conflicto donde la atención estuvo en Cuba más que en el archipiélago filipino, en donde los españoles se preocuparon más de evitar la amenaza katipunera (los rebeldes filipinos) y de continuar un comercio en auge. Después, Filipinas sirvió para ensalzar esa imagen del español valeroso y quijotesco permanentemente obstaculizado, en sus deseos de alzarse, por los políticos, por los funcionarios y por las potencias extranjeras. Cuando se estrenó la primera película, en 1945, España ya había dejado de observar Filipinas con ojos imperiales y el destacamento de Baler pasó a reflejar la necesidad de los españoles de compaginar las frustraciones de ese futuro sin imperio con la necesidad de mirar adelante y de aceptar la hegemonía de Estados Unidos, en Filipinas y, por supuesto, en la península. Las masivas manifestaciones de 1885 para reclamar la españolidad de la Micronesia tampoco revelan muchos datos sobre las disputas imperiales en el océano Pacífico. Antes bien, muestran a un país empeñado en negar las teorías que dudaban de su vitalidad y que predecían un futuro en decadencia. En el punto álgido de la popularidad del darwinismo social y de esos rangos entre poblaciones que sólo discriminaban entre las que conquistaban o las que eran conquistadas (El sol, o sale o se pone, como decían en Japón), los españoles se agarraban a un futuro brillante mirando a su pasado imperial. Eran bien conscientes de los problemas del país y de que era un “palo ardiendo,” pero al contrario que tantos extranjeros, los españoles no tenían más opción que ser optimistas: allá donde hubiera una opción de vanagloria, se cazaba al vuelo. Los cientos de miles de españoles que salieron a las calles reclamando que las Carolinas eran españolas tenían poco claros los argumentos jurídicos para decidir a qué imperio pertenecía un territorio y menos aún las características de los cráneos presuntamente perfectos y otros proporciones entre huesos que establecían las jerarquías raciales según los últimos avances de lo que entonces se suponía la ciencia más adelantada. Pero la disputa con la Alemania de Bismark por la soberanía de unas islas en Micronesia se convirtió en la palanca para revalidar esa vitalidad española: cuantas más banderas se izaran por el mundo, más grande era el imperio -y, de paso, conjuraban el espectro del declive nacional. A lo largo de toda la geografía patria, “Carolinas” se convirtió en un código que desencadenaba emociones intensas.

Las Carolinas: Las islas fronterizas que alientan el Imperialismo español nos ayuda a entender estos y otros momentos. Aporta por primera vez documentación guardada en el Archivo Nacional de Filipinas, pero también numerosos mapas e imágenes. Gracias a ello, sabemos mejor cómo fue esa [XIII] relación, incluyendo numerosos capítulos especialmente llamativos. Por ejemplo, de David O’Keefe, el aventurero irlandés representado por Burt Lancaster, cuya multiplicación de las tradicionales monedas de piedra en Yap resulta un ejemplo paradigmático para entender la diferencia entre el valor y el precio. Con barcos mejores, O’Keefe llevó a la isla monedas de piedra exactamente iguales a las ya existentes, que eran colocadas (y siguen estando actualmente) a la puerta de cada casa para señalar su rango e importancia. Pero O’Keefe nunca consiguió que sus monedas costaran como las tradicionales: cada moneda tenía una historia propia que aumentaba su valor. David no sólo aporta datos desconocidos en las biografías de su tocayo irlandés, también sobre muchos otros episodios, incluido el que para quien escribe es uno de los más insólitos de la Historia. La coincidencia de españoles y alemanes reclamando después de siglos y siglos, la soberanía efectiva de todo un archipiélago en la isla misma isla de Yap, y en el mismo día . La picardía de un oficial español aprovechando la niebla de ese día provoca una empatía inevitable.

Más allá de los hechos concretos, David Manzano nos ofrece una narrativa amplia con un punto de fuga alejado que permite entender mejor el imperialismo español. La presencia directa revela la levedad de unos esfuerzos discontinuos. Algunas características son específicas de finales del siglo XIX, como un gasto en Carolinas mal distribuido pero sobre todo excesivo para los recursos de la España del siglo XIX, el exceso de soldados frente a la escasez de funcionarios preparados, el declinante poder de la iglesia católica frente al Estado o unos medios de comunicación social decisivos para catalizar emociones. Otras características son específicas de la colonización en el Pacífico, como la resistencia pasiva inicial de los habitantes, el temor casi patológico hacia la multitud de vagamundos y comerciantes varios dispersos por sus islas y las distancias para superar distancias tan inmensas. Las imágenes de las Carolinas, por su lado, revelan unos moldes que se repiten en múltiples ambiciones de colonización, tales como la exaltación de riquezas para convencer de la necesidad de la conquista o el desinterés hacia la información discordante. Finalmente, el libro incluye un ejemplo de lo que se podría calificar como “salvajismo civilizador”: una de las cabezas humanas enviadas para nutrir las colecciones de los museos científicos metropolitanos, que provino de Carolinas. España no fue el único país que lo hizo, pero este énfasis en señalar sus diferencias frente a los micronesios buscaba certificar su pertenencia a esa raza blanca superior, que negaba Europa. El diccionario de la Real Academia, de hecho, quitó la “oscura o morena” de las cinco razas en que se dividía la humanidad y las limitó a cuatro: blanca, amarilla, cobriza y negra. Para que no cupiesen dudas sobre que los españoles pertenecían [XIV] por nacimiento a la raza superior. En definitiva, desde esa carrera frenética por la soberanía hasta los asideros que aprovechó Emilio Pastor para reclamar una provincia española, las Carolinas nos permiten entender cómo esos territorios alejados también definieron España, bien a través de una colonización que hubo de adaptarse o bien por imágenes de ida y vuelta.

El libro, además, sugiere multitud de comparaciones que, seguro, David Manzano seguirá trabajando en el futuro. Las comparaciones de Mindanao con Micronesia emergen de forma recurrente, incluso por altos cargos en Filipinas que se quejaban de cómo el dinero se malgastaba en Micronesia frente a lo necesidades en el sur de Filipinas. Los dos eran territorios fronterizos en el concepto más amplio de la palabra, donde la soberanía era disputada diariamente por multitud de factores, desde los enemigos a la geografía y a las distancias, como tan bien definió José Mª Jover en la introducción al libro sobre la Marina de la Restauración de Agustín Ramón Rodríguez González. Los numerosos mapas que contiene este libro reflejan claramente lo etéreas que eran esas fronteras imperiales: gazapos múltiples, espacios vacíos y múltiples cambios, dependiendo de los acuerdos imperiales, pero también de los datos aportados por cada nuevo viaje. El mundo estaba aún por definir. David Manzano también recuerda la escasa atención en España a lo ocurrido en Borneo frente al impacto que suscitó Micronesia pocos meses después, pero también sería necesario comparar la fuerte emoción que suscitaron en los españoles las expediciones desde Melilla pocos años después, en 1893. Esa vitalidad del pueblo español iba de nuevo a ser demostrada en Marruecos, en una situación parecida y en un escenario más cercano, pero con unas teoría raciales cada vez más negativas hacia los españoles. Un año antes, Max Nordau había cosechado un gran éxito editorial con otro término, Degeneración, que auguraba un futuro incluso más funesto para España si esa vitalidad nacional no quedaba palpable. Esta angustia por reafirmarse siguiendo unos cánones foráneos y sin capacidad de definir fue compartida por muchos otros países periféricos. Quizás el caso más cercano fue Portugal, que también sufrió en Asia-Pacífico varios golpes a su orgullo patrio; primero, la pérdida de las islas de Flores y Solor ante Holanda, en la actual Indonesia y después las propuestas para abandonar Macao: los lusitanos también fueron conscientes de su declive y perder colonias distantes, como ocurrió a España, podía ser una solución.

David Manzano trasmite especialmente la pasión por un tema que le tiene cautivado. Lo mostró inicialmente bailando junto a multitud de amistades en un documental premiado por la revista Science y por la American Association for the Advancemence of Science; lo corroboró con [XV] el texto de su tesis, y después ganando el III Premio Nacional de Investigación en Historia, Patrimonio Documental y Archivos “Antonio García Rodríguez”, convocado por el Ayuntamiento de Carmona y gracias al cual se ha publicado este libro tan interesante. Como para tantos brigadistas internacionales durante la Guerra Civil para los que España estuvo en sus corazones, tal como lo dejaron escrito incluso en las tumbas -de ahí el libro de Adam Hochschild sobre nuestra guerra, del que tomo este título-, Micronesia también estuvo en el corazón de muchos españoles y, como se ve en el caso de David, sigue estándolo ahora. Por eso le agradezco tanto que me haya pedido este prólogo, porque Micronesia también está en mi corazón. Más aún en el salón de mi casa, por un pez martillo de madera y con dientes de tiburón que compré en 1992 en Pohnpei en una aldea para desplazados de una isla por donde había pasado una nube nuclear. Después me enteré que eran mis “compatriotas:” Kapingamarangi está en la lista de esas reclamaciones de soberanía. Estos tiempos son más pacíficos, pero la opción de tener empatía con los carolinos continúa y la emoción de investigar y de aportar nuevas ideas continúa. No tiene caducidad. Enhorabuena, David.

 

Asia en el Mundo Contemporáneo – Una Visión desde España

Pilar FOLGUERA, Juan Carlos PEREIRA, Carmen GARCIA, IZQUIERDO, Rubén PALLOL, Raquel SANCHEZ, Carlos SANZ, y Pilar TOBOSO, eds., Pensar con la Historia desde ell siglo XXI.  Actas XII Congreso AHC. Taller 19.  (Madrid, Ediciones de la Universidad Autónoma de Madrid), pp. 6291-6294

 

Por primera vez en la historia de los congresos de la AHC, un panel dedicado específicamente a la región asiática fue propuesto y aprobado y, en consecuencia, tuvo lugar una sesión de conferencias y debates relacionados con Asia dentro de un entorno de especialistas dedicados a temas de seguimiento más mayoritario. Una respuesta favorable vino dada por la excelente predisposición de la Embajada japonesa en Madrid, cuyo ministro, Keiichiro Morishita, tuvo el detalle de inaugurar el taller en presencia de los directores del congreso, Pilar Folguera y Juan Carlos Pereira, proponiendo una mayor colaboración entre su embajada y los investigadores españoles. La otra medida del éxito de la convocatoria fue el elevado número de participantes (en un principio, se llegó a 28 propuestas), lo que obligó a reducir el tiempo de exposición de sus ponencias y a los coordinadores a ser estrictos con el tiempo.

El primer bloque estuvo centrado en los análisis de la situación asiática actual. Dos de las ponencias estuvieron dedicadas a la influencia en el ámbito cultural, cada una desde la perspectiva de una de las dos grandes potencias de la región, Haruko Hosoda (Universidad Nihon) sobre “La diplomacia pública de Japón hacia el mundo y hacia España” y Francisco J. Rodríguez Jiménez (Weatherhead Center for International Affairs, Harvard University y Universidad de Salamanca) “«Charm offensive?» Poder Blando chino en las últimas décadas” desde el punto de vista chino: el manga y los Institutos Confucio tuvieron una atención que se reflejó también en el debate posterior. Sobre la política exterior china, por su lado, hablaron Georgina Higueras (Universidad Complutense) en “La Unión Europea ante China”, explicando la importancia económica y política de este tipo de asociaciones estratégicas de China con medio centenar de países, incluida España, y Mauro Rodríguez Peralta (Universidad de Cádiz), que habló sobre “China en América del Sur, ¿una alternativa estratégica?”. Ambos reflejaron un interés hacia el papel de las relaciones sino-españolas, pero situándolas en un término secundario, como parte de relaciones más importantes como son las que Beijing mantiene con América Latina y con la Unión Europea. Los debates estuvieron centrados en el papel de la minoría musulmana en relación con la etnia han.

Filipinas fue el tema central del segundo bloque de ponencias. Sobre el siglo XIX, se comprobó un esfuerzo importante de contextualizar la evolución filipina. Juan Antonio Inarejos (Instituto de Historia-CSIC) presentó “Para una caracterización del cacique filipino decimonónico”, acerca de la necesidad de comparar las estructuras de poder local en Filipinas con las españolas, tales como los cabezas de barangay, los llamados gobernadorcillos y los caciques españoles. Carlos Isabel Gala, por su lado, se refirió a los esfuerzos estatales por implantar la escolarización, a raíz de la famosa Ley Moyano promulgada en España e implantada de modo diverso en su imperio, tanto Puerto Rico o Cuba como Filipinas. Sobre el siglo XX hablaron varios ponentes. Álvaro Jimena, “La influencia hispánica en Filipinas después del 98: el caso de la masonería a través de sus revistas en español”, recalcando cómo la masonería reflejó la división entre los llamados “sajonistas” e “hispanistas” en Filipinas y el papel del futuro presidente de la Mancomunidad Filipina, Manuel L. Quezón, en el aquilatamiento de las tendencias nacionalistas dentro de la masonería hispanohablante. Isaac Donoso se refirió en “El pensamiento islámico en el Sudeste Asiático” a las corrientes de pensamiento actuales en la región, y la interacción o no con otros discursos islámicos que se producen en el mundo, demostrando la originalidad y variedad del pensamiento indonesio, malasio y filipino. Gracias al pasado colonial y a la documentación existente en España, los investigadores españoles tienen una labor importante para avanzar en el conocimiento de Filipinas, incluidos los años posteriores a 1898. Sin duda España es una potencia documental de primera magnitud para los Estudios Filipinos, pero sorprendentemente ello no se corresponde con el interés y desarrollo del filipinismo español. Los debates estuvieron centrados en cómo afectan los debates sobre el islam a China, y cómo responden los musulmanes filipinos al momento presente, en especial las comunidades uigures y hui. También se hicieron notar las valiosas iniciativas y nuevas propuestas de investigación que se presentaban en el congreso por parte de Dolores Elizalde, investigadora del CSIC y una de las principales filipinistas españolas, que atendió la sesión.

En torno a la II Guerra Mundial, hubo tres comunicaciones. Chiao-In Chen (Universitat Autònoma de Barcelona-CEFID) disertó sobre “La formación de la Sociedad Lixingshe del partido Guomindang (GMD). El nacimiento del fascismochino”, donde se refirió a facetas escasamente analizadas del régimen nacionalista chino bajo Jiang Jieshi como la atracción de elementos fascistas como parte de un discurso de modernidad. David del Castillo Jiménez (Universidad Complutense de Madrid) habló sobre “Una perspectiva ética sobre un problema racial: la representación española de los japoneses de Estados Unidos”, evaluando positivamente la labor de representación de intereses llevada a cabo por los diplomáticos españoles en el continente americano. El escaso tiempo para el debate apenas permitió constatar la diferencia de pareceres sobre las características de los regímenes autoritarios asiáticos de esos momentos, tanto el chino como el japonés, considerado por algunos asistentes como un ejemplo de fascismo. Por último, Ramiro Cabañes (Universidad Tecnológica de Harbin) presentó una comunicación sobre “Las relaciones interculturales sino-españolas en los años treinta y cuarenta. Un acercamiento a través de la Pelota Vasca”, dando cuenta de su especialización en torno a la historia del deporte en China y los avatares (políticos y sociales) en las ciudades donde se pusieron en marcha los Jai-Alai (Shanghái y Tianjin).

Enfocadas en aspectos metodológicos, se presentaron dos comunicaciones. Antonio Ortega Santos (Universidad de Granada), con su “China a fines del Imperio. Miradas decoloniales a los cambios sociopolíticos en el tránsito al siglo XX”, se refirió a la necesidad de incorporar a los estudios de Asia conceptos utilizados en otros estudios de área, refiriéndose en especial a la “colonialidad del poder” como una perspectiva mejor para entender la figura a de Sun Yat-sen (Sūn Zhōngshān).

Antonio Blat Martínez (Universitat de Valencia) en su “Cultura popular japonesa del s. XXI en España y japonismo del siglo XIX” profundizó en la aportación y las carencias de conceptos como Orientalismo para profundizar en el conocimiento de Japón, tanto en tiempos del imperialismo como en la actualidad. El resto de comunicaciones fue de una temática más dispersa, pero también dejando clara esa importancia de las aportaciones desde España. La ponencia de Ander Permanyer (Universitat Pompeu Fabra) sobre “Plata y Filipinas: la interacción hispano-británica en el comercio del opio en Asia oriental (1815-1841)” fue un ejemplo de ello, puesto que se refirió al papel de antiguos empleados de la Real Compañía de Filipinas en el comercio de opio. Sobre la guerra de Vietnam, Julio P. Zapardiel (Universidad Complutense de Madrid) en su “España en la guerra de Vietnam. De la diplomacia a la intervención” realizó aportaciones novedosas al papel jugado por España, proporcionando información adicional a los estudios ya conocidos sobre la presencia de médicos españoles, al referirse a las decisiones políticas del régimen de Franco. Enúltimo lugar, Daniel Gomà (Universidad de Cantabria) en su comunicación sobre “La crisis de 1974: el inicio del declive de la «vía birmana al socialismo»” proporcionó claves para entender el papel de los militares en Birmania, pero también sobre el del budismo a lo largo de su historia, iniciando una interesante discusión sobre la influencia de los sistemas de creencias en el sudeste de Asia, también en la actualidad. Disculparon su ausencia por problemas de última hora David Martínez-Robles y Carles Prado-Fonts (Universitat Oberta de Catalunya), Marcos Couto (Universidad Complutense) y Andrés Herrera Feligreras con Lu Yu-Ting (Universidad Pública de Navarra y Wenzao Ursuline University of Languages).

El taller, en definitiva, fue una representación del avance de los estudios de Asia en España como de la necesidad de seguir impulsándolo. Por un lado, fue un paso más en la “normalización” en un ámbito amplio como es la asociación de historiadores más numerosa en España, saliendo de los congresos especializados en la materia, como ocurre con FEIAP (Foro Español de Estudios de Asia-Pacífico) o la AEEP (Asociación Española de Estudios del Pacífico). Por otro, un ejemplo de la importancia de las investigaciones tanto por la calidad de los especialistas, con un amplio dominio de lenguas asiáticas e interactuando con asiáticos, como de la sus resultados, para la historia de España y para las sociedades asiáticas. Por último, el taller fue una reivindicación en estos ámbitos mayoritarios de la necesidad de que Asia penetre por su propio peso y con interés propio en los programas de las universidades, todavía tan teñidos de perspectivas eurocéntricas y neocolonialistas.

Distinguid@


Isaac DONOSO. Ennoblece Historia de las instituciones de la Comunidad Española en Filipinas (Manila, Sociedad Española de Beneficencia), pp. Vii-xi

 

 

Lo hispano forma parte de lo filipino. Pero no sólo a través de los más de tres siglos de dominación colonial ni a través de los miles de religiosos españoles que portaron una religión y unos modos de entenderla.

También, a través de multitud de laicos que portaban sus sistemas de creencias, sus ambiciones y unos modos de relacionarse e interactuar que plasmaron tras su llegada, primero en la relación con los suyos y después con el resto de la sociedad. Es una parte de los contactos hispano-filipinos que tiene su propio calendario, porque esa presencia laica privada tuvo una importancia tangencial durante la mayoría del período colonial, y sólo vivió su auge desde fines del siglo XIX, con la revolución demográfica de los países del sur de Europa. El flujo a Filipinas fue escaso, pero los emigrantes fueron suficientes para provocar un cambio profundo en la relación con España, y además su influencia se reforzó tras el final de la presencia oficial tras la derrota de 1898 frente a Estados Unidos. Este libro se centra en esta parte de la identidad hispano-filipina, y lo hace a través de las instituciones y, también, a través de esos emigrantes que interactuaron como individuos.

Las instituciones privadas españolas han tenido vida propia. El Casino Español de Manila, la institución más significativa, parece un ejemplo claro. En el siglo XIX nació modestamente, y su papel en la sociedad fue poco relevante; por la escasa duración de los funcionarios españoles destinados en Manila, por el predominio de las asociaciones fundadas en los tiempos del Galeón (1605-1810) o por los cambios de local. Además, nació con una impronta militar dominante, porque como demuestra este libro, no sólo su denominación inicial fue la de Casino Militar, sino que se caracterizó por su beligerancia contra los ataques a la colonización y, en especial, contra la Revolución Filipina. El regreso a la Península de burócratas y militares cambió definitivamente al Casino; primero, lideró la protección de los españoles afectados por las guerras del cambio de siglo (la Revolución filipina, la guerra hispano-norteamericana y la guerra filipino-norteamericana), después se erigió en figura principal de las instituciones españolas al unificarse en la Casa de España, como propietario de los terrenos; más tarde, representó un hispanismo elitista y, tras la posguerra, ha sido un ejemplo del país.

Devastado y obligado a reconstruirse, refleja una identidad en la que los filipinos son los principales actores,en donde incluso el recuerdo de lo español es difícil de desentrañar, porque buena parte de esa biblioteca que acumulaba el recuerdo de los lazos mutuos desapareció y para lo que resulta necesario recurrir a los recuerdos personales.

En segundo lugar, la vida del Fondo Benéfico Español ha sido menos intensa, pero más prolongada, proyectada más en el largo plazo. De hecho, la beneficencia ha sido una prolongada actividad española en Filipinas donde surgió como “caridad” en el siglo XVI, siguiendo al imperio portugués, en donde la ración del aparato burocrático con las órdenes religiosas fue una faceta prioritaria para estructurar la sociedad colonial. En Manila también, porque mantuvo la cristiandad y una cierta hispanidad a pesar del número tan escaso de residentes occidentales. Tras el fin de la presencia oficial y la gran cantidad de damnificados bélicos, el Fondo Benéfico Español surgió como una necesidad de la comunidad, obligada a organizarse por su cuenta para cumplir las funciones que desempeñaba el estado. Pero con el paso de los años, el progreso económico y el auge de la exportación a Estados Unidos permitió un paso adelante en la idea inicial de una mutua de protección social al ampliar su rango a toda la comunidad, abarcando además funciones que son más propias de las agencias estatales. El dinero recaudado a través de cuestaciones múltiples ha sido un ejemplo de esa vitalidad, en una comunidad capaz de autogestionarse, tal como ha ocurrido en tantos otros casos, hasta que en las décadas recientes las ayudas oficiales han relegado el papel de las cuestaciones y las contribuciones individuales.

El Hospital Español de Santiago, la tercera institución, es la plasmación más evidente de la capacidad de aprovechar un problema puntual para encontrar una solución a largo plazo. Tras una epidemia de cólera, se erigió un primer hospital dedicado a las infecciones con preferencia para la comunidad española, financiado por la comunidad y atendido por las Madres Asuncionistas, una orden de raigambre francesa extendida por la región. Y tras estos comienzos, el proyecto maduró en un hospital instalado en una colina en San Pedro Makati, en un entorno fresco y con unas instalaciones punteras, que lo llevaron a ser considerado el mejor de Filipinas. El Hospital muestra la capacidad de la comunidad para pensar con proyección de futuro y organizar sus recursos de forma eficiente, incluyendo el empeño de toda la comunidad en su financiación, desde corridas de toros a la elección de Reinas de la Caridad en verbenas. Al contrario que el Casino de Manila, el Hospital de Santiago no sufrió de la ocupación japonesa, pero vivió numerosas disputas internas (asociado con una de las familias prominentes, hubo quien rechazaba ser atendido allí) y el declive de la comunidad tras la Segunda Guerra Mundial. Fue una cuestión secundaria inicialmente (esto es, su localización en un lugar que con el tiempo sería predilecto) lo que dio una nueva vida al Hospital de Santiago en la posguerra. Los terrenos comprados inicialmente a precio de saldo después favorecieron las finanzas del Hospital e incluso permearon al Fondo Benéfico, arrendando el local como residencia de ancianos y después, tras su venta, permitieron levantar una fundación, con la que se mantienen los objetivos iniciales, y ampliarlos al resto de la sociedad, con una rama dedicada a la actividad cultural y otra al desarrollo social.

La vida de la Cámara Española de Comercio de Manila, por su parte, ha dependido más de los vaivenes administrativos. Su origen, de hecho, se puede trazar oblicuamente a través de asociaciones de carácter económico establecidas durante la Ilustración, como son los Consulados y las Sociedades de Amigos del País, y sólo a fines del siglo XIX se puso en marcha la Cámara con la idea que ha perdurado hasta la actualidad. Su peculiaridad ha sido su menor autonomía, porque sus empresas dependían de las disposiciones oficiales relativas al comercio mutuo y a la validación de las empresas españolas, tanto en la península como en el archipiélago. En la posguerra ha sido más obvio, siendo la primera en reflejar la creciente fortaleza de la iniciativa estatal, con la creación de la Oficina Española de Turismo en 1964: la primera institución creada directamente desde Madrid en muchos años. Con todo, las actividades de La Cámara tienen su propia iniciativa, también en la actualidad, y muestran la pervivencia de la dinamización comercial.

Las instituciones laicas españolas, en definitiva, apuntan a una vitalidad española que vivió su máximo esplendor tras desaparecer el lastre burocrático en 1898. Fue bajo la autogestión de la comunidad cuando las instituciones en Manila se coordinaron bajo un mismo techo, la Casa de España, y cuando hubo unos ejemplos interesantes de cooperación en pos de un beneficio común, como se puede comprobar entre el Fondo Benéfico y el Hospital de Santiago, que en ocasiones pasaron a ser gobernados por una misma Junta Directiva y se trasvasaron dinero en ambas direcciones, dependiendo de la situación financiera particular. Las instituciones muestran que, aunque existieron y emergieron de forma recurrente los personalismos, predominó una cooperación por un bien general de la comunidad, aunque expresado más bien en los términos de esa elite que la gobernaba. Ayudaron a cumplir las funciones que era incapaz de hacer el Estado, hospedando y financiando las actividades del Consulado General de España durante décadas. Pero fueron más allá, porque definieron esa imagen y marcaron el paso de las relaciones con España. Ejemplo de ello son cuestiones menores como escoger qué tipo de hispanismo se aceptaría (motivo de la escisión que llevó a fundar el Casino Filipino por la familia Roces) o qué fiestas se potenciarían (Santiago y los Reyes Magos), pero también otras más significativas, como influir en los nombramientos desde Madrid, como diplomáticos o cargos directivos de empresas; aparentemente, lo mismo que las órdenes religiosas hicieron en Roma para el nombramiento de sus responsables. Y, sobre todo, las instituciones privadas definieron esa imagen de España a comienzos del siglo XX, asociada con un conservadurismo católico pero también con una elite económica. Quizás no era real, porque lo español también era patrimonio de muchos educados, y también había un buen número de españoles menesterosos, que esas elites se dispusieron a repatriar para evitar que mancharan la imagen que pretendían proyectar. Para bien o para mal, lo español caminó por su propio pie en Filipinas, tuvo su propia agencia.

El apéndice de este libro trata de una contribución singular, la de Antonio Melián, ejemplo exitoso del emigrante que salió de España en la cresta de la ola migratoria con la esperanza de cumplir sueños imposibles. Antes de salir de la Península, Melián fue redactor en un periódico y burócrata, después recaló en Argentina y Perú y finalmente se casó en Filipinas, enlazando con una saga familiar a la que benefició y con la que pudo poner en marcha sus ambiciones, tanto dentro como fuera del archipiélago. Como tantos otros, Melián llevaba consigo el ADN del esfuerzo y la innovación, y tuvo éxitos rotundos, como poner en marcha la que se convertiría en principal compañía de seguros del país, Filipinas, o la primera fábrica de cemento en España, Portland Valderribas. No se achantó ante las dificultades y aceptó intentar reflotar el antiguo Banco de las Islas Filipinas, inauguró el Metropolitan Theatre con los últimos adelantos (refrigerado y con estilo art decó, tras fracasar en la erección del Teatro Cervantes), y en la península puso en marcha la empresa de transportes pionera España Express y, tras numerosos viajes a Hollywood, fundó Film Española.

El bagaje profesional de Melián es complementario del social. Fue decisivo para plasmar la idea de centralizar las instituciones hispanas en un mismo centro, que acabó siendo en 1915 la Casa de España. Pero su labor también trascendió a la comunidad, porque también colaboró con los colonizadores americanos, con una presencia continuada en su ciudad preferida, Baguio, y en general con las actividades de la elite transnacional residiendo en el país, como la Liga Antituberculosa, el capítulo filipino de la American Red Cross o la Manila Carnival Association. Aparentemente, Melián percibió su papel en Filipinas como algo complementario del desempeñado por los norteamericanos, y es un ejemplo de la elite cosmopolita de Manila, que aprovechó sus viajes por el mundo y sus negocios en Filipinas para predecir lo que necesitaría la sociedad española; su vida es parecida a la de Andrés Soriano, fundador de la Philippine Airlines (PAL) y propietario de unos terrenos en Madrid destinados a rodar películas, o a la de Ignacio Carrión, que invirtió sus beneficios del tabaco en España, construyendo el edificio Capitol (1935), el primero en Madrid con aire acondicionado, y dirigiendo una de las principales fábricas de armamento durante la Segunda Guerra Mundial.

Junto a Melián, este libro menciona un buen número de personajes que también han realizado una labor complementaria a las instituciones españolas. Un buen número son nacidos en Filipinas, como Enrique Zóbel de Ayala; y otros peninsulares incorporados a familias de abolengo, como la sevillana Carmen Díaz Moreau, que se dedicó plenamente al Hospital de Santiago, o Carmen de Ayala. La historia de otros muchos está todavía por escribir, como la de Manuel Figueras, o la del presidente del Casino Español en el siglo XIX, Rafael Comenge.

Y si la labor de Antonio Melián no ha recibido el elogio que merece, posiblemente por su temprana muerte, la sociedad filipina sí que ha valorado muchos de los esfuerzos de los españoles. En cuanto acabó la Revolución filipina, los filipinos pasaron página y lisonjearon el valor, la temeridad y las cualidades de un grupo de sitiados que resistían a la desesperada en Baler (que pasados los años serían Los últimos de Filipinas), aunque Madrid nunca reconoció la República de Malolos, a pesar de ser el germen de una nueva nación hispana. A pesar de las críticas de Rizal y de tantas críticas a los frailes, muchos filipinos se han sentido más cercanos al sentimiento católico de los españoles que al de los americanos. La lengua española también ha sido separada de la colonización y muchos filipinos la consideraron por muchos años como la más apropiada para expresar sus anhelos artísticos, ya fuera en la poesía como en la narrativa, en la esfera pública y en la privada, pero sobre todo, en el entretenimiento por excelencia durante décadas en Filipinas, el teatro.

Una buena parte de ello fue debido a la rápida integración de los españoles en una sociedad filipina orgullosa de sus raíces hispanas y agente de su propia hispanidad, en la que había una capa pequeña de españoles peninsulares (en torno a cinco mil tenían cédula de nacionalidad en la primera mitad del siglo XX), pero en la que predominaban los filipinos, esto es, los nacidos en el Archipiélago, y que se extendía a través de numerosos individuos con distinto grado de consanguinidad, como los cuarterones (un cuarto de ascendencia filipina). Y una buena parte de ellos era la denominada colonia española, un grupo indeterminado que era objeto de columna fija en la prensa diaria de Filipinas en español, donde se informaba de bodas y compromisos. Los americanos mostraban su perplejidad por la dificultad para diferenciar quién era español y quién, siendo filipino, se sentía español, en buena parte porque la frontera estaba marcada más por los recursos económicos que por la nacionalidad. Además, tras caer bajo la colonización americana, la cultura española sirvió para compensar la influencia colonial porque pasó a percibirse como propia, al igual que había ocurrido en las repúblicas latinoamericanas y de forma parecida a como ocurrió en Puerto Rico, en Cuba o en la vecina isla de Guam. Especialmente en la primera mitad del siglo XX, la confusión era la otra cara de la participación de muchos españoles en la sociedad filipina.

Una de las características de la comunidad ha sido la dificultad para trazar su límite con el resto de la sociedad filipina. Otra, la relación con la nobleza, porque muchos miembros han sido parte de ella y lo han transmitido al imaginario colectivo, ya fuera a través de su intensa relación con las monarquías, como por la intensa relación con Alfonso XIII y la defensa de la monarquía: existieron prerrogativas y honores varios tanto antes como después de la colonización. Personalmente, sin embargo, discrepo de caracterizar a la comunidad a través de este adjetivo, porque quizás ha sido más bien una imagen transmitida por la parte de la comunidad que ha dirigido sus instituciones. Si observamos entre la percepción de la sociedad filipina tras el final de la administración, el adjetivo más utilizado es la “distinción”, al menos hasta la posguerra mundial. Especialmente en su significado como elevación sobre lo vulgar, especialmente en elegancia y buenas maneras, pero también en su acepción como miramiento y consideración hacia alguien.

Este libro permite entenderlo, porque los españoles han sido señalados como culpables de una buena parte de los problemas del país, pero también ejemplo para empresas punteras, para actividades beneficiosas y de ideas asumibles por el resto de la sociedad. Este libro, en definitiva, es un ejemplo claro de por qué los filipinos “distinguieron” a los españoles, puesto que sus actividades se extendieron hacia la comunidad, primero, y hacia los hispanohablantes, después, pero también hacia el resto de la sociedad. Las instituciones españolas fueron un ejemplo de la modernidad en Filipinas y de la búsqueda de soluciones novedosas para ensalzar el papel de un grupo y su papel en la sociedad. Tras haber surgido libros parecidos de las comunidades españolas de otros países, este volumen es una obra que se hacía urgente, y por ello es necesario felicitar a los promotores que lo han hecho posible, al autor del excelente texto y, sobre todo, a las instituciones y personas mencionadas en sus páginas: forman parte del acervo mutuo. El presente esfuerzo es un magnífico primer paso que debe ser ampliado en el futuro con el estudio en detalle de otros temas, por ejemplo, las instituciones regionales (representantes también de ese esfuerzo regional por diferenciarse frente a la capital), o bien de las instituciones surgidas al amparo de la Guerra Civil (impulsadas con criterios y gente diferente), o bien de los medios de comunicación social vinculados con la comunidad española. Unos esfuerzos han fracasado, otros han carecido de continuidad y otros han sido admirados, pero todos han ayudado en el impulso por construir una sociedad filipina moderna.

Florentino Rodao Madrid, 21 de julio de 2013

Nuestro Mundo tras Fukushima

TAKASHI Sasaki. Fukushima. Vivir el Desastre.

Trad. Javier de Esteban Baquedano (Gijón, Satori), pp. 9-17

 

Un profesor obligado a escribir al vuelo sobre lo inmediato. El principal especialista japonés en el filósofo español más sobresaliente cambió su vida de forma radical por razones ajenas a su voluntad; primero para dedicarse a cuidar a su mujer enferma, después por el Gran Terremoto y por último por el aumento de su audiencia. Durante largos años sus textos precisaban de multitud de lecturas previas, de confirmar datos, de multitud de citas y de un proceso de evaluación por otros profesores antes de ser publicados en revistas académicas y libros de audiencia restringida; era un proceso de reflexión y escritura tranquilo, sin plazos y con audiencia limitada. De repente, ha cambiado: hubo de pasar a cuidar a quien no podía cuidarse, el entorno ha cambiado sus preocupaciones y ha pasado a escribir para quien no solía atenderle. Este es el valor de la obra del profesor Takashi Sasaki, su bagaje previo le ha ayudado a contextualizar los momentos históricos que ha vivido, en un momento y en una situación que no ha escogido, a diferencia de otros testimonios de momentos cruciales, como el del médico Michihiko Hachiya en Hiroshima. Hachiya reflejó la confusión por la caída de una bomba diferente en el final de una guerra cegadora, con anécdotas inolvidables, como la alegría en el hospital cuando alguien aseguró que Japón también tenía también esa misma arma y había atacado el continente americano (“quienes habían sufrido más parecían los más contentos”) o la sorpresa en un momento de relajación durante el que notó un cierto olor a sardinas asadas que no eran tales, sino cadáveres siendo incinerados.

El testimonio de Sasaki-sensei ofrece diferencias importantes. Tiene más cerca los problemas escatológicos que los cadáveres. Pero, sobre todo, prefiere reflexiones que surgen al quedar patente que un mundo acaba pero no está claro lo que surgirá: qué es el patriotismo, la diferencia entre estado y país, la necesidad de ir a las raíces de los problemas, de aprovechar el terremoto para actuar de forma humana. Es producto de una persona preparada para contextualizar y nos ayuda a entender mejor qué significan los momentos que él vivió en el lugar donde los vivió en la Historia de la Humanidad. Por ello, quisiera hablar de ese daño sobrevenido que le llegó el 11 de marzo de 2011 para seguir con las perspectivas para el futuro que nos ofrece el libro

Parece necesario que se profundice en ello, porque no son hechos aislados. Sólo en el último siglo, al Gran Terremoto de Kantō en 1923, que arrasó buena parte de Tokio, le siguió otro en 1995 de magnitud 7.3 en la escala Richter que también arrasó Kobe y causó miles de muertos. Y Japón tampoco es novato en las desgracias por materiales fabricados por el ser humano, porque vivió las bombas atómicas de 1945, pero también el mismo año de 1995 vivió un ataque terrorista con productos químicos a cargo de una secta de origen religioso. Así, en 2011, Japón vivió la confluencia más clara de las dos desgracias, porque el terremoto de 9.0 grados en esa misma escala fue seguido de un accidente nuclear. No está claro hasta dónde seguirá esta espiral, pero parece conveniente pensar hasta qué punto estamos preparados para ello, puesto que la historia nos sugiere que seguiremos cayendo segundas y terceras veces en los mismos errores. Las vivencias y las reflexiones del profesor Sasaki son importantes para todo Japón, pero también para toda la humanidad.

Sasaki nos explica algunas de las incógnitas que envuelven esta espiral, esto es, que a pesar de su amarga experiencia con la energía nuclear, Japón la ha seguido utilizando. No solo ha sufrido la devastación por las bombas de uranio y plutonio en Hiroshima y Nagasaki, y los efectos a largo plazo de la radiación, en especial a través de los hibakusha; los supervivientes de los bombardeos, que tantas enfermedades han sufrido. Por si fuera poco, en 1954, la prueba de una bomba de hidrógeno sobre el atolón Bikini, mil veces más potente que la de Hiroshima, también afectó a directamente a Japón. No sólo contaminó la zona, provocando la llegada de pescados con radiación al mercado de abastos de Tokio durante años, sino que la explosión causó la muerte en el pesquero Fukuryu Maru (Lucky Dragon), matando a uno inmediatamente y obligando a la hospitalización de los demás, a pesar de que faenaba fuera de la zona de exclusión, a ciento cincuenta kilómetros del estallido. A pesar de ello, Japón ha ofrecido nuevas oportunidades al átomo, gracias a la necesidad de continuar su auge comercial y a la influencia estadounidense, y se siguió publicitando la nuclear como una energía barata y necesaria para alcanzar el progreso. En entorno lo explica parcialmente, porque a la ambición por el crecimiento económico y al apoyo expreso de políticos como Yasuhiro Nakasone, se sumó la Guerra Fría. El programa “Átomos para la Paz”, diseñado desde el gabinete presidencial de Dwight Eisenhower con el apoyo de General Electrics, promovía la energía nuclear como la mejor defensa ante el enemigo comunista y se tradujo en un “paraguas nuclear”, con cabezas nucleares repartidas por los puertos de toda la región contra el “expansionismo” comunista. También influyeron unas buenas campañas publicitarias que incluyeron a héroes de manga como Astro Boy (impulsado por reactores nucleares, y sus hermanos Uran y Cobalt) fueron una tentación irresistible para conseguir que lo nuclear pasara a ser sinónimo de modernidad. Pero Sasaki-sensei apunta al éxito de esas campañas: nos asegura que a quien estuviera en contra de la energía nuclear le podían calificar como “antipatriótico”.[p. 16] Al igual que tantos dirigentes que identifican las críticas hacia sus políticas como críticas a la nación, en Japón se ha llegado a identificar un tipo de progreso económico (el basado en la energía nuclear) como el único posible. Desgraciadamente, no es el único caso.

Los terremotos, por otro lado, son imprevisibles, y Japón nos enseña que su impacto se limitado muy levemente. Aunque Japón es el país más preparado contra sus efectos, ni el avance de la ciencia ni las cuantiosas inversiones en sismología han logrado predecirlos. Los terremotos siguen produciéndose ante la mirada perpleja de los expertos, que no consiguen dar con técnicas válidas y fiables de previsión: es uno de los ejemplos más obvios de los límites de la ciencia. Se equivocaron cuando el terremoto de 1995 (Kobe era considerado territorio estable) y se volvieron a equivocar con el de 2011. Y también ha resultado errónea la previsión de un gran terremoto en la región de Tokio, para la cual la Dieta en 1978 incluso aprobó costosas medidas, aunque resulta imposible negarla: parece que estamos inmersos en una etapa de mayor actividad sísmica. Y si se ha avanzado algo en prever terremotos, estamos más lejos aún de poder dominar los átomos, tal como nos muestran las cambiantes medidas a posteriori que nos cuenta este libro, que siguen siendo producto de cambios constantes de las autoridades tras recibir datos. No se puede hablar de imprevisión, máxime si pensamos en relación con otros lugares, porque Japón es el país más preparado para sufrir un terremoto, pero su combinación con los efectos de la energía nuclear ha provocado un desastre absoluto que se podía haber evitado. El propio vocabulario japonés diferencia entre la catástrofe exterior, causada por las fuerzas de la naturaleza incapaces de domeñar, los dioses (tensai) frente a la causada por el hombre, que no es simple fatalidad y que en su origen puede haber sido natural (jinsai).

La vulnerabilidad humana ante las catástrofes aumenta en el mundo. En el ámbito económico, la crisis subprime está demostrando desde 2008 que la humanidad aprende poco de sus errores. Las catástrofes no solo son una constante en la historia, sino que su impacto se está multiplicando. Mientras que la población y el espacio expuestos crecen, así como la actividad humana, hemos creado nuevos agentes de destrucción (Bhopal, Exxon-Valdez o, por poner un ejemplo español, Aznalcóllar) y la globalización genera riesgos adicionales; por ejemplo, más cargueros con mayor capacidad surcando los mares por rutas cada vez más atrevidas. Somos más frágiles, en definitiva, y el 3 de marzo de 2011 quedó demostrado de una forma fehaciente.

La pregunta es hasta qué punto resulta posible invertir esta tendencia, y de nuevo parece factible recurrir a Japón, porque su experiencia nos puede dar varias ideas. En el plano cultural, Japón puede ayudar a subsanar una de las principales carencias en cómo Occidente ha considerado las catástrofes, porque su concepto dual (ser humano vs. medio ambiente) lleva a pensar que el ser humano tiene derecho a dominar la naturaleza. Desde la Ilustración, la naturaleza se dejó de respetar como a un igual; Locke aseguraba que tenemos derecho a dominar el mundo, y Adam Smith, que era necesario liberarnos de su corsé para crecer. Frente a ello, Asia ha tenido un comportamiento diferente, a pesar de su mayor población. Este sentimiento no ha sido tan tajante y Japón es un ejemplo de una relación más amable con la naturaleza, tal como expresa la pervivencia del shinto, un pensamiento religioso básicamente animista, que refleja una cultura compartida en buena parte con otras regiones de Asia. Así, Japón no ha querido imponer racionalidades humanas a la naturaleza sino que, sin renunciar a la adaptación, ha tratado de imitarla.

La Historia también muestra que Japón es un país especializado en resurgir de sus cenizas. Lo hizo a mediados del siglo XIX, convirtiéndose en el país que mejor supo beneficiarse del colonialismo en su propio provecho, y también a mediados del siglo XX supo también “pasar página”, como describe Ruth Benedict, para buscar nuevos objetivos por caminos inexplorados. Y ahora, puede ocurrir lo mismo: Sasaki apunta a que la reconstrucción de su ciudad en la actualidad se podría hacer como “la creación de un relato” [246].

En el ámbito de cómo se interpretan las catástrofes también puede ayudar Japón. Su percepción como un país metódico, trabajador y unido por el bien común también puede ayudar a reducir el impacto de las catástrofes. Ya que existe una tendencia proclive a considerar los desastres naturales como propios de países con subdesarrollo, el ejemplo de Japón demuestra que no es verdad, que la vulnerabilidad no es patrimonio de los pobres y que territorios protegidos por encima de la media frente a los riesgos de la naturaleza también sufren su castigo, tal como se comprobó con el terremoto de 1995 en las infraestructuras de la zona de Kobe.

Además, los movimientos reivindicativos están abriendo caminos nuevos. La desconfianza de los japoneses hacia las informaciones de la empresa eléctrica dueña de Fukushima Daiichi, TEPCO, y, en general, hacia las ofrecidas por su gobierno dan pistas sobre cómo se puede reaccionar. Más allá de esquivar censuras o de las políticas de relaciones públicas de las empresas, las reivindicaciones en Japón parten de la premisa de que la ciencia no es una solución absoluta para los problemas de la humanidad, y lo que es más importante, se fundamentan en la exigencia de que se democratice la búsqueda de soluciones a largo plazo, sin confiarlas en exclusiva a esa “aristocracia del saber” a la que se refería Platón. Los movimientos sociales allí están exigiendo que los afectados (por ejemplo, por decisiones como la nueva conexión de una central nuclear) puedan disponer de la información existente, sin cortapisas, además de ser tomados en cuenta en las propias decisiones. Internet no solo ha facilitado que la información sea instantánea, sino que se puedan conocer de forma inmediata y masiva las vivencias, los sufrimientos y las opiniones de multitud de personas, incluyendo quienes están en el ojo del huracán, como Sasaki-sensei. Además, cada vez hay más gente con preparación sobrada para entender cuestiones complejas y una participación más amplia en el proceso de toma de decisiones, aunque fuera más lenta, permitiría menos errores. Japón apunta a que esa democracia cada vez más participativa a la que vamos significaría, de alguna manera, un cambio de paradigma en la relación humana con el medio.

Japón podría tener la llave para solucionar otros de los problemas fundamentales que provocan esa vulnerabilidad: el predominio de los intereses económicos sobre los sociales. Puesto que la búsqueda de mayores beneficios económicos tiende a aumentar la vulnerabilidad, el mejor contrapeso sería la existencia de organismos burocráticos o estatales fuertes. Un estado fuerte que promulgue normas pensadas para el bien común, con unos funcionarios dedicados a hacerlas cumplir y un organismo internacional capaz de enfrentarse a los intereses transnacionales, serían la mejor defensa frente a esa hegemonía de los intereses particulares por motivos económicos. La historia más reciente demuestra que los políticos y los empresarios han actuado con mayor diligencia en contra de los intereses públicos que los funcionarios en su defensa. La alianza del que fuera primer ministro Nakasone con la patronal de las nucleares fue imbatible, pero también Vivir lo nuclear apunta a que el dominio de las compañías energéticas se capilarizaba hacia gobernadores y alcaldes [pp. 134-35, 140- 41, 169, 198], necesitados de sus dineros para llenar las arcas de los municipios y, probablemente, para financiar sus campañas electorales. No tiene por qué ser así. Históricamente, Japón y países como China, Corea o Vietnam han contado con un estado y unos empleados públicos (los mandarines) que tenían esa función (desempeñada mejor o peor y con unas normas más o menos anquilosadas): buscar la hegemonía del interés público por encima del particular. Y la base de ese poder del burócrata pensando en beneficio de la comunidad (caricaturizado en España como servir al emperador) persiste; por ello, la participación popular y los movimientos de base pueden ayudar a que la burocracia cumpla su función de servidora del interés público, en beneficio de toda la humanidad. Es pronto para saber si el auge del sentimiento antinuclear tendrá efectos a largo plazo, pero en Japón no están luchando sólo los movimientos ciudadanos en contra de ese poder nuclear, la burocracia también tiene capacidad para contrapesar el previsible viraje pro-nuclear de políticos necesitados de financiación para sus campañas electorales.

Y por último, es necesario mirar cada vez más a Japón porque sus desgracias son cada vez más universales. El terremoto de Daikantō de 1923 afectó también a los coreanos residentes en la zona de Yokohama, algunos de ellos masacrados tras ser convertidos en chivo expiatorio. Las bombas nucleares de agosto de 1945 fueron más internacionales, aunque las víctimas siguieron siendo japonesas, puesto que las lanzó otro país, que informó inmediatamente a todo el mundo del nuevo tipo de armamento y de los nuevos recursos de su liderazgo mundial. Además, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, las distopías sobre cómo sería “la tercera guerra” pasaban por el ejemplo japonés, como también la paranoia americana tras la bomba atómica soviética, en 1949, que llevó a una respuesta inesperadamente contundente en un escenario secundario en 1950, la península coreana. Y en 2011, el binomio Sanriku (el área más dañada por el Tusnami) – Fukushima Daiichi (los reactores accidentados) lo sintió el resto del mundo como algo que le afectaba directamente. Las movilizaciones masivas y la desconfianza generalizada en Japón hacia la información oficial fueron decisivos para que países como Alemania cambiaran sus leyes nucleares y, por supuesto, para las nuevas condiciones de las centrales nucleares más antiguas en suelo español. Y el propio blog de Sasaki recibió muchos comentarios desde allende las fronteras y fue entrevistado por numerosos periodistas, a pesar de estar escrito en japonés. De hecho, es posible que lo ocurrido en 2011 defina el siglo XXI. Quizás la caída del muro de Berlín o el 11 de septiembre de 2001 sean las fechas que nuestros sucesores prefieran en un futuro para delimitar la frontera entre el siglo XX y el XXI, aunque parece poco factible que la ausencia del comunismo vaya a definir el siglo actual, como tampoco el hiperterrorismo. Quizás lo sea el 1 de enero de 2002, si es que el euro se convierte en el heraldo de un mundo donde las fronteras nacionales se diluyan. Quizás sea la crisis de 2008, una demostración palpable de que la producción asiática vuelve a superar a la del resto de continentes, como no ocurría desde comienzos del siglo XIX. Y quizás, por último, el siglo actual sea recordado por la conjunción de desastres naturales multiplicados por la actividad humana, como ocurrió el 11 de marzo de 2011. Tras haber malogrado tanto la naturaleza y crear tantos productos que la pueden dañar, quizás el siglo XXI será el que muestre en todas sus dimensiones la vulnerabilidad del espacio en que vivimos.

El libro de Sasaki-sensei es una ayuda necesaria para ello. En primer lugar, porque es producto de los tiempos glocales: además de los cambios a que nos obligan internet y las mejoras en las comunicaciones, Sasaki reconoce que está pensando mucho en cosas importantes en contacto con su “centro de gravedad vital” [75]. En segundo lugar, porque es resultado de un blog, inmediato pero con comentarios de lectores y tiempo para que las ideas se vayan moldeando. Y por último, el blog de Sasaki tiene un interés adicional para los españoles por su conocimiento tan profundo de nuestra cultura, de nuestra historia tan reciente y en especial de Miguel de Unamuno. Nos muestra que no sólo nuestra Edad de Oro es universal, sino también la Edad de Plata, porque no solo hemos aportado una guerra civil que fue el prolegómeno de una mundial y una duradera dictadura, sino también un mestizaje como el que ansía Sasaki en sus venas, terceras vías ante las catástrofes nacionales (avanzar hacia adentro, como ve Sasaki que ocurrió después de 1898) [152], poetas como García Lorca y pensadores como Unamuno. Nuestros bisnietos sabrán menor el futuro que nos espera pero, mientras tanto, el libro del profesor Sasaki es una llamada impaciente a tomar conciencia de nuestra vulnerabilidad –y de nuestras fortalezas.

La ciudad de las múltiples facetas

Danilo Madrid GERONA, La Ciudad de Nueva Cáceres. The Rise of a Sixteenth Century Spanish City (Naga, Galleon Publisher), pp. viii-x.

 

Ni Naga está alejada, ni tampoco lo estuvo Nueva Caceres, ni su historia puede ser olvidada. Las gentes de la región vivían una época dorada cuando llegaron los primeros conquistadores, encomenderos y misioneros franciscanos. En pocos años, gracias al oro y a su situación estratégica, se fundó una villa que después pasó a ser la ciudad de Nueva Cáceres, una de las primeras cuatro establecidas por los españoles en el sudeste de Asia. Y con ella el centro de la colonización en la región, desde su aparato burocrático a la irradiación de esas ideas que salían inicialmente desde Castilla, pero se modificaban primero al pasar por América Latina y después se adaptaban al entorno filipino. Desde la religión o la visión del mundo hasta las múltiples formas de organización que se pusieron en marcha en Asia, como las reducciones o los poderes independientes, como el clerical o el secular.

Con el tiempo, las riquezas de los años del encuentro, como el oro que tanto sedujo inicialmente, fueron desapareciendo, mientras que los recursos para la lucha contra los Países Bajos detrajeron recursos para la población de Nueva Cáceres. Los españoles apenas aportaron riquezas, pero la ciudad siguió siendo crucial para el archipiélago y referencia para toda la región. Y a pesar de los desastres naturales y las décadas de dificultades económicas y de disputas, la ciudad no sólo mantuvo su catedral y su palacio episcopal a lo largo de los siglos, sino también fue creando nuevas definiéndose, a través de instituciones como el Hospital Real; abriendo un nuevo terreno para las nuevas comunidades, como el barrio para la comunidad china, o Parian, o admitiendo una comunidad española reducida pero tan imbricada en el resto de la sociedad como la china.

Con el tiempo llegaron nuevos cultivos y volvió la riqueza. El arroz y sobre todo el abacá devolvieron la riqueza a la ciudad y a la región y al final del período español la convirtieron en un espejo de modernidad para el resto del archipiélago. Ese dinero impulsó una mayor diversificación, manufacturando cada vez más productos, desde los sombreros al perfume que se haría famoso en España, el Ilang-ilang. Al aumento de producción siguió el de población y el de la burocracia. Desde los médicos hasta los arquitectos, necesarios para los trabajos urbanísticos emprendidos para mejorar la ciudad. Ya fuera para insertar los mercados locales en un contexto global como para disponer de un espacio público, construyendo el nuevo edificio municipal con una plaza principal. La nueva legislación de fines del siglo XIX favoreció la autonomía de los gobiernos municipales y este excelente libro muestra, además, como se plasmaron las nuevas ideas; por ejemplo, profesionalizando el orden público en un cuerpo específico, que permitió no solo responder mejor a los ataques piráticos sino también mantener una baja tasa de crimen.

Nueva Cáceres, así, pudo dar un salto cualitativo. Por un lado, disponer de unas comunicaciones más rápidas, desde un correo semanal o un sistema de telégrafos. Por otro, un mejor nivel de vida, sumando a las mejoras anteriores las nuevas ventajas tecnológicas, como ocurrió con las luces públicas, que ya se habían instalado en la primera mitad del siglo. Y llegaron también las reformas para mejorar la educación. De carácter cuantitativo, poniendo en marcha una Escuela Normal de Magisterio. Pero también a través de las numerosas instituciones que completaban la labor, desde el colegio o la charity school al entorno que conlleva la mejora en la educación, como una imprenta, una librería, un teatro para representar zarzuelas o una revista periódica “Defensor de los intereses del Sur de Luzón,” como fue el semanario El Eco del Sur. Nueva Caceres consiguió ser a fines del siglo XIX una de las ciudades más prósperas del archipiélago y lo siguió manteniendo durante varias décadas, tras la desaparición del régimen español y el cambio del nombre de la ciudad a Naga.

Danilo M. Gerona nos cuenta esa evolución de la ciudad de Nueva Caceres con numerosos cambios pero también con continuidades a lo largo de sus periodos de bonanza y los más difíciles. Una de ellas, permanecer como uno de los bastiones del hispanismo en Filipinas, a lo largo del período colonial, sin signos de resistencia violenta a ese poder español. Y sobre todo su apoyo al catolicismo hispano, tanto durante como después de la salida española en 1898, una de sus principales identidades dentro del archipiélago. La ciudad ha recibido a franciscanos, paúles y a las hermanas de la caridad, y ha vivido disputas entre los franciscanos y otras órdenes religiosas, entre el clero regular y el secular, y entre las autoridades laicas y las eclesiásticas. Y de todo ello, el profesor Gerona recuerda que la fundación inicial de la ciudad a cargo de los primeros kastilas, y las instituciones que fueron creando con los años son lo que explica su pervivencia en los siglos difíciles y la existencia actual.

Es un libro excelente en el recuento de las grandes tendencias que influyeron en la suerte de la ciudad y de la región de Camarines, pero también en las iniciativas personales que la han definido. Desde los deseos del gobernador Sande porque su ciudad natal fuera recordada para el que ha recogido documentación en numerosos archivos y a lo largo de varios años, de los obispos Andrés Gonzales o Antonio de Luna para limitar los abusos o del mestizo Florencio Lerma para poner en marcha un teatro de zarzuela. Y Danilo Gerona no solo ha sido el más apropiado para hacer esta contribución, sino que lo ha demostrado con una investigación meticulosa. No me extraña, porque desde que le conocí me quede impresionado por esa capacidad suya para rastrear la documentación histórica, máxime en un campo tan difícil como la demografía. La historia de Filipinas, pero también la de España, necesitan que se sigan realizando estudios de este tipo, alternativos a la visión manilo-céntrica, en los que se pueden aprender tantos matices decisivos para comprender la historia de Naga, de Ambos Camarines y de la región de Bicol. Pero también de Filipinas e incluso de España, tan necesitada de conocer su relación con el país a través de las aportaciones de los propios filipinos. Como español, pero sobre todo como historiador y como académico, muchas gracias, Nilo; por permitirnos conocer mejor la Historia de Nueva Cáceres, los contactos mutuos y, sobretodo, por esta nueva demostración de tu buen hacer como historiador.

Noviembre de 2013

City with many facets

Danilo Madrid GERONA, La Ciudad de Nueva Cáceres. The Rise of a Sixteenth Century Spanish City (Naga, Galleon Publisher), pp. viii-x.

2013 Rodao – City with Many Facets

Kenji NAKAZAWA. Tadashi no Gen.

Trad. Emilio Gallego Zambrano.

(Mangaline-Otakuland, Madrid), sin pp.

 

En la película Pearl Harbor, hay una escena en la versión europea que no aparece en la japonesa. Al final de la película, cuando la escuadrilla de aviones comandada por Doolittle sobrevuela Japón, bombardea exclusivamente instalaciones militares y reciben la orden de evitar dañar a civiles. Efectivamente, pasan por encima de un jardín japonés repleto de viandantes, todos ellos vestidos con kimonos, calzando las sandalias geta y  usando los paraguas de papel para protegerse del sol, junto a una construcción típica japonesa. No lo bombardean. De esa forma, los norteamericanos muestran que ellos no son crueles, al contrario que los japoneses de la película, que habían bombardeado lo que se encontraba a su paso, desde aviones a hospitales. La verdad no tiene porqué ser muy lejana, el principal objetivo de Doolittle era demostrar que Estados Unidos podía contraatacar y con dejar caer unas cuantas bombas era suficiente para cumplir. De hecho, este raid de la primavera de 1942 provocó un cierto cambio de la estrategia japonesa, haciéndoles recordar que también necesitaban cubrirse el espacio del Pacífico Norte de posibles ataques, para lo que era necesario tomar un atolón deshabitado pero estratégicamente situado entre Hawai’i y el archipiélago japonés. Eso condujo a lo que fue su primera desastre bélico de importancia, la batalla de Midway.

El hecho de evitar mostrar esa escena tópica hace pensar qué problemas vieron en ello. El principal, parece ser, es que la película ya era difícil de tragar para un público que, aun siendo los perdedores, era crucial para cumplir los beneficios económicos que se necesitaban después de haberse convertido en la película mas cara de la historia. Era difícil encontrar héroes japoneses y lo que se hizo en esa versión también fue darle mas importancia al ultimo aviador nipón que matan los protagonistas; los espectadores nipones pueden contemplar una larga batalla entre este aviador que les ataca y les pone en peligro durante unos minutos, y los norteamericanos recién salidos del hangar. Cuando le matan, además, aunque en la versión inglesa dicen: “I got you, son of a bitch” (Te cacé, hijo de puta), en la japonesa se traduce con un más aséptico “Arama da” (¡Toma ya!). Para Japón, además, Pearl Harbor se vendió como una historia de amor y en los carteles promocionales desaparecieron los aviones debajo de la pareja de enfermero-aviadores enamorados y dejaron solamente los paisajes idílicos de Hawai’i. Pero la historia habría resultado risible para el público japonés si aparece la escena del parque japonés. No sólo porque eso de que los americanos evitaran bombardear a civiles es algo risible, siquiera habiendo ocurrido al principio de la guerra, después de los bombardeos tan masivos de los años 1944 y 1945, y de las dos bombas atómicas. Pero también porque esa escena era imposible que ocurriera en esos años.

Desde que Japón entrara en guerra contra China a partir de 1937, la economía se volcó en la producción militar. No hubo apenas producción de los considerados artículos de lujo, tales como colonias, jabones, kimonos o simplemente jabones. Empresas españolas, de hecho, intentaron comprarles algunos de estos productos, a pesar de que se acababa de salir de la Guerra Civil, pero fue imposible porque los japoneses se negaron, a pesar de que les podría haber proporcionado divisas muy necesarias para sus intenciones bélicas. Y su insularidad hizo que, al contrario de los alemanes, lo que los militaristas japoneses explotaban a los chinos y a los coreanos bajo su dominio no llegaba a mejorar los estómagos del japonés medio. Los soldados en el exterior podrían disfrutar del poder omnímodo que les daban las armas sobre el resto de la población conquistada y tener un nivel de vida mejor, pero el japonés medio que seguía residiendo en Japón llevó una existencia extremadamente austera. Sólo era animada por las periódicas noticias de victorias militares, algunas verdaderas y muchas de ellas exageradas, pero según pasaba el tiempo la alegría por las victorias dejó paso a la esperanza de que se anunciara esa victoria definitiva que tan elusiva se hacía.

Nunca tuvieron los militares japoneses ese pueblo unido apoyándoles en sus afanes expansionistas. En parte, porque nunca funciono bien ese partido fascista o nazi que sirviera para que las órdenes se transmitieran desde arriba hacia abajo, aunque tampoco hubo organizaciones en sentido contrario, por supuesto. La Asociación de Asistencia al Trono (Taiseiyokusankai  ****) fue creada con esa intención pero se convirtió en una amalgama de gente, algunos antiguos izquierdistas y otros puramente nacionalistas, sin un objetivo claro, tal como demuestra que cambio varias veces de organismos de la administración que estaba a su cargo: oficina del Primer Ministro, Parlamente, Ministerio del Interior, etc, nunca se supo bien como ajustar a este organismo con status de asociación publica. Sobretodo después de que quien lo había creado, el primer Ministro Konoe Fumimaro, dimitió poco antes del estallido de la Guerra del Pacífico porque, si bien Konoe se oponía a la hegemonía occidental en Asia, nunca estuvo dispuesto a enfrentarse a Estados Unidos e Inglaterra con las armas en la mano. Las elecciones convocadas por los militares, de hecho, fueron un relativo fracaso. A pesar de que se convocaron con una lista recomendada por ellos, hubo un tercio de votos aproximadamente que se les escaparon. Algunos de esos votos fueron de gente más exaltada aún, pero una buena parte fue gente que, como el padre de Gen, estaba harto de la guerra.

La falta de comida fue la critica principal a la guerra, como suele ocurrir en muchos otros casos, ya que las razones para la lucha suelen ser asimiladas por una buena parte de la población. Y en eso Hadashi no Gen nos muestra claramente los sufrimientos de una buena parte de los japoneses que, si bien cumplieron con alegría en un principio, después predominó la resignación. Sin faltar brotes de protesta, que ha estudiado John Dower en un precioso artículo sobre las pintadas encontradas por la policía durante el tiempo de guerra. Tal como describe el libro, los problemas que podía suponer una opinión contraria a la guerra eran lo suficientemente importantes como para preferir callar y supervivir, porque parece claro que si el padre de Gen hubiera protestado antes de una forma tan clara, le habrían mandado como soldado a cualquier destino. En cualquier caso, se habría convertido en el líder del barrio a la llegada de la paz, porque lo que expresaba el era, por lo menos, intuido en silencio por muchos, como la mujer del superintendente. Todos sabían que el tiempo de los eslóganes había pasado y, de hecho, se seguían utilizando los mismos de los comienzos de la guerra. Así, cuando llegó la paz hubo un movimiento de liberación por los quince años de militarismo (se contabilizó desde el incidente de Manchuria, en 1931) que alcanzó todos los niveles de la sociedad. Desde el erotismo al aprecio por lo extranjero o cualquier otro placer que había estado suprimido, el viejo Japón volvió a renacer tras la experiencia traumática militarista. Desde entonces, Japón quedó libre de esas ansias militaristas y así se plasmó en la Constitución y en su artículo IX renunciando definitivamente a la guerra como medio para la relación con el exterior.

La escena tópica del jardín recuerda, por ello, los sufrimientos de los japoneses tan escasamente recordados por los extranjeros. Y también nos indica porque recibieron con los brazos abiertos a los norteamericanos al final de la guerra, a pesar de las bombas que les habían arrojado y los muertos que les habian provocado. No eran los diablos que les habían dicho en la propaganda, ni les torturaban hasta la muerte tras capturarles, tal como también les decía la propaganda, sino que llegaron de forma civilizada. Y, además, les trajeron alimentos, precisamente cuando más hambre estaban pasando. Y es que los japoneses simplemente querían vivir en paz (victoriosa, si era posible). La que les habían negado los militaristas.

 

            Florentino Rodao

Autor de “Franco y el imperio japonés”

Imágenes y Propaganda en tiempos de guerra

Osamu TEZUKA. Adolf (Barcelona, Planeta de Agostini), sin pp.

ADOLF, de Osamu Tezuka. Barcelona, Planeta de Agostini, 2000

“Te podrá parecer extraño, pero ahora sé mucho más sobre la historia de Japón que sobre la de mi país.”  Mientras se doctoraba en Psicología en una universidad japonesa, un amigo holandés reconocía de esta forma su debilidad por los manga, mientras leía, uno tras otro, los 48 volúmenes de la Historia de Japón en manga editados por Chûo Koronsha. Su afición ni era única ni tampoco normal entre los extranjeros en Japón, pero sí es significativa de las ventajas de los dibujos novelados para difundir unos hechos cuyo conocimiento puede resultar aburrido de otros modos. La propia difusión de estos volúmenes y su propia propaganda refleja el público tan amplio que tiene: “Por primera vez, una experiencia histórica divertida. De leer la Historia a ver la Historia”

 Adolf es un ejemplo claro de estas ventajas. Osamu Tezuka, a través del manga, no sólo deja clara su posición personal, sino también informa sobre la situación política general de esos años tan cruciales y, sobre todo, llega a los dramas personales y las contradicciones de los que vivieron y murieron en esos años. Al lector en español, además, le permite una perspectiva menos eurocéntrica para poder entender qué pasó en estos años, porque aunque Hitler, el partido Nazi y los fascistas italianos tuvieron una buena parte de culpa en el estallido de la Guerra Mundial, los militaristas japoneses tampoco deben ser olvidados. Tres son los aspectos históricos claves para el desarrollo de Adolf: la lucha conjunta de los gobiernos alemanes y japoneses por un “Nuevo Orden”, la importancia de la propaganda y el holocausto del pueblo judío.

En los años treinta, Alemania, Italia y  Japón fueron las tres potencias ““rompedoras del statu quo,” tal como se denomina su situación en las relaciones internacionales. Por aquel entonces, el rango de las naciones se medía según los kilómetros cuadrados bajo su propia bandera y Berlín, Tokio y Roma estaban frustradas por las dificultades al intentar ampliar sus Imperios. Alemania, en primer lugar, había tenido colonias poco importantes y no encontraba espacio para que sus emigrantes pudieran asentarse (y dominar políticamente, tal como estaba ocurriendo con los emigrantes ingleses o franceses). Los fascistas italianos, por su lado, se decidieron a conquistar el último territorio sin colonizar en Africa, Etiopía, pero se encontraron con que la opinión pública desaprobaba las expediciones coloniales británicas o francesas, que años antes había sido vistas como una “labor civilizadora” o como la “carga del hombre blanco”. La expansión japonesa, por último, también encontró fuertes obstáculos a su expansión colonial. Separó Manchuria de China siguiendo unos pasos parecidos a los utilizados por Estados Unidos para separar Panamá de Colombia unos años antes, pero la comunidad internacional nunca se lo reconoció. Así, tanto alemanes como italianos o japoneses se veían a sí mismos como miembros de unas naciones que sufrían conjuras internacionales que les impedían dar a valer sus muchas fuerzas. Se sentían países jóvenes, en auge, y con una gran fortaleza, pero con un status internacional mínimo. En consecuencia, aunque se comenzaron uniendo para luchar contra el comunismo, también ambicionaban las colonias de Francia, Inglaterra, Holanda o Bélgica y finalmente se decantaron por esta última ambición. Antes que luchar contra una Unión Soviética  que pocos beneficios podía ofrecer, acabaron luchando por un “Nuevo Orden” en el que fueran ellos quien mandaran y del que se beneficiaran. Hubo motivos ideológicos, pero al final acabó predominando la ambición de poder de Hitler, de Mussolini o de los militaristas japoneses: “la pela es la pela” o, en términos de entonces, “la colonia es la colonia”.

Pero si Alemania, Italia y Japón compartían su oposición al ”Viejo Orden” en el que tan poco contaban, estaban de acuerdo en muy poco más. Nunca hubo estrategia conjunta alguna porque cada uno tenía sus propios intereses y no se preocupó del otro. Aunque proclamaran cada uno la necesidad de seguir a un líder, ser ordenados por otro país era muy distinto, siquiera fuera en pos de una “victoria final”. Así, los italianos se resistieron a las órdenes alemanas hasta cuando pudieron, y los japoneses ni siguieron las recomendaciones de Hitler en pos de la victoria, ni pensaron en ayudarle, siquiera por su propio interés estratégico. El giro que dieron tanto Hitler como los militaristas japoneses, pasando de considerar como principal enemigo de la Unión Soviética a las potencias aliadas, puede indicar una colaboración mutua, pero no fue así. Antes bien, no sólo los motivos fueron diferentes, sino que Japón, después de ese giro, no siguió los pasos de Hitler cuando éste atacó a la URSS en 1941.

Los militaristas japoneses, de hecho, cambiaron sus planes belicistas únicamente siguiendo sus propios intereses. En el mes de agosto de 1939 empezaron siendo derrotados estrepitosamente por los soviéticos en la batalla de Nomonhan, en las estepas siberianas, y después, viendo la posibilidad de aprovecharse de la debilidad europea en el sudeste de Asia, se decidieron a centrarse en el “Avance hacia el Sur,” olvidándose de acosar al enemigo comunista. Así, la culminación del viraje hacia la enemistad con las democracias europeas fue casi dos años después que Alemania, en abril de 1941, cuando el ministro de exteriores japonés, Matsuoka, firmó un pacto de no-agresión con la URSS. Para entonces era tarde, porque Hitler ya tenía planeado el ataque a la URSS, pero además el dictador alemán no le dijo nada al japonés.

 Este viaje de Matsuoka, así, refleja la escasa coordinación entre alemanes y japoneses. Porque cuando Matsuoka pasó por Berlín, antes de decidirse a firmar el acuerdo en Moscú, Hitler no le dijo nada sobre la invasión a la Unión Soviética (que aún no tenía decidido unos meses antes, en la firma del pacto Tripartito de octubre de 1940, en contra de lo que señala Tezuka) porque pensaba que su raza aria se bastaría para derrotar a la URSS y prefería dirigirles a los nipones contra la base británica de Singapur. Así, Matsuoka pasó por Moscú en el viaje de regreso y firmó, por su cuenta, el Pacto de No-agresión con la URSS, a pesar de que sólo había sido encargado de mejorar las relaciones con Moscú. Así, cuando en poco más de un mes, Hitler cambió de opinión y les informó a los japoneses del ataque a la URSS, e incluso les instó a hacer lo mismo, pero para entonces ya era tarde . Japón se había dado cuenta que era imposible atacar sólo a Londres y que Washington se quedara sin actuar, por lo que prefirió guardar fuerzas para una lucha que sería en un frente demasiado amplio. Tokio, de esta forma, mantuvo el pacto de No-Agresión con Moscú y, de hecho, el único ministro japonés que propuso violarlo fue el propio Matsuoka, Cada uno iba a su bola y la salud mental de este ministro parece que se resintió por ello.

La idea de que el nazismo pudiera caer tras ser revelados unos documentos contra Hitler, en segundo lugar, parece descabellada, pero muestra la creciente importancia de la propaganda. Desde que las olimpiadas de Berlín fueron las primeras en ser retransmitidas al momento, la propaganda fue clave para lo que fue la principal aportación de la II Guerra Mundial como conflicto bélico: la Guerra Total. Cualquier arma era válida contra el enemigo y como tal fueron utilizados multitud de recursos, desde crear inflación (imprimiendo moneda enemiga de curso legal), hasta el espionaje o las técnicas de propaganda, ya fuera blanca, gris (sin mencionar la procedencia) o incluso negra (en Londres, una emisora criticaba a Hitler por su “moderación”, haciendo creer que eran soldados del III Reich disidentes en suelo alemán). Actualmente, la posibilidad de que Hitler tuviera sangre judía no tiene importancia sino como una más de las ironías de la Historia, pero lo que si es posible es que los diarios que Mussolini escribió se puedan encontrar en Japón, porque uno de sus mejores amigos era un tal Hidaka.

Los judíos fueron libres en Japón, por último, porque aunque eran mirados con recelos por muchos, tal como aparece en el texto de Tezuka, nadie compartió el fanatismo de Hitler. En su diáspora de esos años, fueron bienvenidos en pocos lugares del mundo, e incluso Estados Unidos les impuso trabas a la emigración. Los planes para el envío de judíos por Asia Oriental fueron numerosos y un número de ellos se instaló en Shanghai o Hong Kong, pero los números finales de emigrados fueron mucho menores de lo que se previó. El ambiente político en Asia también estaba muy caldeado y, ciertamente, la llegada de un grupo se percibió como un peligro político, aunque muchos de los judíos eran profesionales muy calificados y podían ser muy válidos para el futuro del país. sólo podía ser llevado a cabo bajo sus autoridad directa. Así, en Filipinas, la disposición inicial del gobierno de acogerlos se enfrió por las presiones políticas internas (a cargo de grupos como la Falange Española) y, como consecuencia, se redujo, por una parte, la cantidad de emigrantes y, por otra, fueron dispersados en provincias.

Pero era muy difícil que los pueblos no-alemanes compartieran el fanatismo antijudío de Hitler, porque todos ellos también eran despreciados por el dictador alemán. Los japoneses también recibieron en el Mein Kampf calificativos de dudoso gusto. Así, aunque Hitler proclamaba haberles preferido a su lado en su guerra contra los Rusos de 1904-05, también decía que su progreso se debía únicamente a las aportaciones de la raza aria, por lo que si se contaran, esos adelantos desaparecerían en unos años. Por ello, los japoneses compartieron con los nazis sobre los judíos poco más que frases retóricas.

            Los hechos históricos de Adolf muestran un conocimiento profundo de la Guerra. Los errores, en algunos caso, no son más que meros detalles. El comienzo de la Guerra Chino-japonesa, por ejemplo, no fue en el Puente de Marco Polo, sino en las cercanías, y fue simplemente un pequeño intercambio nocturno de disparos. Sólo fue al volver el batallón japonés a sus barracones cuando los mandos se dieron cuenta que faltaba un soldado, momento en que dieron la voz de alarma a sus superiores. Ese soldado apareció al poco tiempo porque, en realidad,  se había escapado él mismo para confraternizar con el elemento local y la guerra empezó, más bien, por las recriminaciones de los mandos japoneses hacia sus colegas chinos, que no supieron ser detenidas por la tensión tan fuerte y por las propias ganas de buscar una solución definitiva que no llegó hasta pasados ocho años.

Los errores en el caso de la Historia de Japón, por su lado, son más interesados. Tezuka describe a ese Japón ebrio de victorias en el que  la colaboración con el gobierno militarista fue asumida por los socialistas. Pero los comunistas también colaboraron y muchos de sus militantes escribieron retractaciones o Tenkô,  optando por su japoneidad antes que por su internacionalismo, en buena parte porque el gobierno militarista de Tokio les permitía defender ideas económicas muy parecidas a las del “socialismo en un solo país”, aunque sin este nombre. La explicación de Tezuka del estallido de la guerra en el Pacífico es la visión mayoritaria en Japón: por una parte, los Estados Unidos provocaron el ataque japonés al privarles de materias primas, mientras que, por la otra, sabían al detalle los planes de ataque japoneses en Pearl Harbor gracias a los avances en la descodificación de mensajes secretos. Además, la sorpresa del ataque fue por razones burocráticas. El esfuerzo por ahogar los esfuerzos japoneses por conseguir suministros  adicionales es cierto, pero Tezuka hace bien en situar los comentarios del presidente norteamericano Roosevelt ante ese “previsto” ataque a Hawai’i dentro de un coche y no en su despacho o en una entrevista oficial. Ciertamente, no hay documento alguno que demuestre que Roosevelt supiera con antelación dónde iba a ser un ataque nipón que, de hecho, comenzó en la península malaya unas horas antes que en Pearl Harbor. Los japoneses tampoco fueron tan insensatos de dar todos los detalles en los mensajes radiados entre ellos, porque es sentido común pensar que pueda ser escuchado y la escuadra que atacó Pearl Harbor, por ejemplo, no envió ninguna señal desde su partida desde el norte del archipiélago nipón, precisamente para evitar que la pudieran detectar. Pero ni los japoneses eran tan insensatos ni los estadounidenses tan inocentes: estaba claro en los primeros días de diciembre de 1941 que la guerra en el Pacífico iba a empezar de un momento a otro. Washington lo sabía bien y muestra de ello es que las comunicaciones japonesas se descodificar en el mismo día, aunque normalmente se tardaba varias jornadas. Todo el mundo sabía que esa guerra estaba al caer y, de hecho, el principal semanario sobre política internacional en España, Mundo, incluía la edición del 7 de diciembre de 1941 con un editorial titulado “¿Guerra en el Pacífico?”. Teniendo en cuenta que el 70% de las guerras anteriores habían empezado sin una declaración formal y que, de hecho, la Guerra Ruso-japonesa de principios de siglo también había empezado con un ataque japonés por sorpresa, el momento de llegada de tal papel es irrelevante.

Una anécdota del embajador español en Japón, Santiago Méndez de Vigo, además, indica que los militares dejaban muy poco margen de maniobra de actuación a los diplomáticos. Méndez de Vigo oyó la mañana de 7 de diciembre por la radio que Japón había bombardeado en Guam, Filipinas y Hawai’i y lo primero que hizo fue ir a ver a su vecino, el embajador americano Grew, con quien había cenado la noche anterior. Este había salido porque le habían llamado de Exteriores y por eso le esperó a la puerta a que regresara. Pero cuando habló con Grew la sorpresa de Méndez Vigo fue que a Grew sólo le habían dicho que las negociaciones se habían roto, no que la guerra hubiera estallado. Así, el español fue el primero que se lo dijo al norteamericano. Grew, después, llamó al Ministerio de Exteriores, donde le dijeron que esperase, y fue sólo tras una hora, sobre las 11 de mañana, cuando le comunicaron oficialmente el estallido de las hostilidades. Méndez de Vigo achacó esta desinformación al poder de los militares en Japón y no estaba descaminado porque los diplomáticos japoneses también fueron engañados por sus colegas de los ministerios de la guerra. No sólo les restringían la información, sino que en más de una ocasión los militares invitaron a los diplomáticos a celebrar victorias militares que luego demostraron ser falsas.

El papel de la España de Franco fue mas allá de las amistades personales,  porque recibió los dos encargos más importantes que Japón podía hacer a un país neutral: representar los intereses de los ciudadanos japoneses en los países que le iban declarando la guerra y organizar el espionaje. Los diplomáticos españoles se hubieron de encargar de proteger las colonias japonesas en Estados Unidos y todo el resto del continente del vandalismo anti-japonés tras el estallido de la guerra, mientras que gente cercana al Ministro de Exteriores español y cuñado de Franco, Ramón Serrano Suñer, pusieron en marcha el espionaje en la India, en América Latina y en Estados Unidos para Japón. Los encargos fueron producto de una amistad ideológica que  pronto se enfrió, con la invasión de las Islas Filipinas y, de hecho, la tensión con Japón pasó a ser un banco de pruebas para el acercamiento hacia los Aliados. Así, el vuelco de la política de Franco desde la amistad con el Eje hasta el acercamiento al Reino Unido y a Estados Unidos culminó en marzo de 1945 cuando, a propósito de las matanzas de españoles en Manila, Madrid quiso declarar la guerra a Japón. Ansioso por  salvar su régimen en la postguerra, Franco buscó el salvavidas oriental, pero no lo consiguió y le dijeron que, en todo caso, declarase la guerra a Alemania. Les quiso engañar como a chinos. 

César DE PRADO, Oriéntate en Oriente. Guía de Estudios, Trabajo y Vida en Asia-Pacífico

(Madrid: Fundación Universidad-Empresa), pp. 11-14

                                                              

La sociedad española tiene una relación sorprendentemente escasa con Asia Oriental. Hay razones históricas que lo pueden explicar: la crónica inestabilidad interior o la prioridad absoluta hacia el continente americano dentro de ese imperio donde nunca se ponía el sol. Las Filipinas, curioso es decirlo, fueron más un obstáculo que un acicate en los contactos con Asia, y prueba de ello son los escasísimos aventureros que, desde mediados del siglo XVII, se decidieron a saltar desde el archipiélago para ganarse la vida por su cuenta y riesgo. Seguimos sufriendo las consecuencias de la descompensación histórica a favor del continente americano: en Cuba se perdió más que en Filipinas y conveniente es decirlo a propósito del 98. Además, otra razón ha influido poderosamente en el pasado y permanece igualmente vigente ahora, el menosprecio más o menos asumido hacia los amarillos. De Asia ha primado su imagen exótica; interesan sus costumbres curiosas, las fotos llamativas o aquellas ideas que resultan incomprensibles para nosotros.

La evolución de la imagen exótica ha sido escasa, porque buscamos aquello que se acoplen a los tópicos ya preconcebidos. El reciente auge económico ha introducido una nueva faceta en la imagen exótica de Asia: ya no sólo se miran las fotos, también se consultan las estadísticas. Por primera vez la sociedad en general siente que hay que aprender de los asiáticos y este hecho de por sí supone un avance. No obstante, el problema del exotismo continúa, puesto que se sigue viendo como un territorio con unas culturas difíciles de comprender. El conocimiento sigue siendo superficial y aún se sigue oyendo quien dice que todos “los chinos” son iguales.

Desinterés y desdén provenientes de aquellos tiempos en que los humanos se dividían entre los de raza blanca y los de color. Esta forma de indicar quiénes eran los importantes y quiénes no sobre la faz de la tierra aparecía también en la universidad, donde hasta hace poco los nombres de algunas asignaturas denotaban la idea de Occidente como centro del mundo: “Expansión Europea en Africa y Asia” o “Expansión Ibérica en Asia”. Actualmente van desapareciendo esas incorrecciones políticas; las asignaturas anteriores, por ejemplo, han pasado a llamarse “Historia de los países afroasiáticos” o “Historia de Iberoasia”. No obstante, pervive esa consideración de lo asiático como algo de segunda fila, y las asignaturas en los planes de estudios dedicadas integramente a esta región se pueden contar con los dedos de las manos. Mientras que en otros países (Italia, por ejemplo) se enseñan los idiomas chino y japonés como asignaturas dentro de los programas de estudios de la Universidad desde el siglo pasado, en España ha habido que esperar a la década de 1990 para que las universidades autónomas (de Madrid y Barcelona) se decidieran a hacerlo. La escasez de profesorado dedicado a enseñar sobre Asia contrasta con los 27 profesores en España del área de conocimiento “Estudios Hebraicos y Arameo” (seis catedráticos, 19 profesores numerarios y 2 de escuela universitaria). A la vista de estos datos, se puede afirmar que la Universidad mira más al pasado que al futuro; y lo digo con sentimiento a pesar de ser historiador. Un cierto anquilosamiento pesa en los planes de estudios y sería conveniente para la sociedad española que alguna universidad apostara por cumplir su papel ante la sociedad: liderar el impulso hacia Asia, no ir detrás. Sería conveniente tanto por la necesidad de crear especialistas como por cambiar definitivamente esa imagen del pasado puesto que mientras permanezca fuera de la universidad, Asia seguirá en el campo de lo exótico. Es la Universidad la que debe estar encargada de borrar esa percepción negativa; si no se profundiza en su conocimiento desde las aulas, mucho menos lo hará el resto de la sociedad.

En definitiva, es difícil justificar el desinterés actual de la sociedad española hacia esta región, y menos aún comprenderlo justo cuando estamos entrando en lo que se define, precisamente, como el siglo del Pacífico. La penetración comercial es escasa, el intercambio científico deja aún bastante que desear y la información aparecida en la prensa proviene casi totalmente de agencias desde que en el año 1994 salieron varios corresponsales por la subida de costes.                                                  

Uno de los principales problemas en este libro y al hablar de la región son las denominaciones. “Extremo Oriente” sigue siendo el término más utilizado en España para referirse a la región, denotando que la distancia no sólo es en kilómetros sino en grado de interés. A la lejanía geográfica se une la cultural y consecuencia de ello es el concepto tan vago de la región, desde la India hasta Japón y Corea, mientras que en Estados Unidos Far East se refiere al triángulo China-Japón-Corea. El término “Oriental” es aún más impreciso y más bien significa lo que no es Occidental, tal como señala Edward Said. La Asociación Española de Orientalistas, por ejemplo, acoge a miembros interesados en regiones tan dispersas como Japón o Corea hasta el Maghreb (una palabra que, por cierto, significa Occidente). Asia es un término que recoge culturas muy diversas, pero recientemente se ha venido a usar la palabra asianista, para aquellos especializados en una región que va desde Afganistán hasta las islas del Pacífico. Esta delimitación de Asia tiene una evidente influencia anglosajona, es la utilizada por revistas tan importantes para conocer la región como Far Eastern Economic Review o The Economist y en la encuesta europea sobre estos Asianistas se incluye también el Africa oriental insular. El término Asia Oriental incluye al Sudeste de Asia para algunos, pero no para otros y quizás Asia-Pacífico es el concepto (también tomado del inglés) más apropiado para denominar el área continental e insular que va desde Vladivostok hasta Singapur. Se utilizan también términos como “Extremo Oriente Ibérico” para referirse a aquellos lugares con los que tuvieron relación tanto españoles como portugueses en tiempos pasados.

Regiones más pequeñas, como el Sudeste de Asia, también tienen unos límites difíciles de definir. Los aborígenes de Taiwan tenían una cultura propia del Sudeste Asiático, la cultura birmana está a caballo con la del subcontinente indio, e Indonesia cubre regiones muy amplias, unas claramente pertenecientes a Melanesia, como Irian Jaya y, otras, que son un mezcla de varias, como las Molucas. Los términos también son dinámicos y están sujetos a revisión, y el propio nombre de Sudeste de Asia es reciente: hasta la Guerra del Pacífico sus territorios países de la región se dividían entre los territorios insulares y los continentales, o bien por las adscripciones coloniales. Fueron los japoneses los primeros que acuñaron la palabra Sudeste de Asia (Tônan Ajia) que luego pasaron a usar los americanos para una región cuyos habitantes denominaban antiguamente, tal como señala Anthony Reid, Las Tierras bajo los Vientos, “The Lands bellow the Winds”. Las percepciones de los propios habitantes también van cambiando y, últimamente, la sociedad australiana ha venido a sentirse orgullosa del lugar geográfico en que se encuentra: muchos aussies, étnicamente caucásicos o no, proclaman ahora con orgullo que ellos también son asiáticos. Los posibles cambios políticos influyen como en cualquier otra parte del mundo; Siberia Oriental podría convertirse en una república asiática en el hipotético caso de una desmembración de Rusia.

El desconocimiento de las diferentes grafías añade un punto más de confusión, y es curioso que un Libro de Estilo como el de El País editado en 1990 usaba un diferente rasero para transcribir lenguas asiáticas. Si bien para los nombres en árabe o en ruso se busca la equivalencia con el sonido en castellano, en chino se ha decidido que es mejor “unificar  la transcripción”, razonamiento que equivale a usar el nombre en inglés. Lo mismo ocurre en la práctica con el japonés y con el resto de lenguas de Asia y, en consecuencia, palabras como Hokkaido, Meiji o Hashimoto son mal leídas en España. Las casi únicas excepciones a esta norma de copiar los nombres en inglés son Tokio y Kioto frente a Tokyo y Kyoto (algo que a muy pocos japoneses, ni siquiera a los hispanistas, les agrada), y la reciente grafía de Kenzaburo Oé con acento. No estaría mal poner acentos (Antonio Cabezas también lo hace en sus libros sobre Japón), pero antes convendría unificar los criterios y, hasta ahora, no ha habido un cuerpo de lingüistas especializados que puedan sentarse a hacerlo. Lo mismo ocurre con “Tailandia”, la llamada tierra de los hombres libres, que se denominan Thai, pero no Tai, una palabra con un significado desagradable, aunque también pueda usarse para referirse al grupo lingüístico. La explicación de que el castellano no distingue el sonido “Th” es escasamente gratificante para los conocedores de esta lengua. Malasia tiene varias acepciones, puesto que es necesario diferenciar entre la parte peninsular y la parte insular o el conjunto, y he de reconocer que sigo sin tenerlo claro si referirme a Malasia, Malaysia o Malaisia. Los nacionales de aquel país, de raza malaya, usan Malasia y quizás ello sea motivo para usar este nombre: llamar a uno como quiere que le llamen puede ser un buen motivo.

Hay que agradecer casi exclusivamente a César de Prado y a la Fundación Universidad Empresa la realización de esta obra. Hubiera sido conveniente que las instituciones españolas en relación con Asia hubieran podido colaborar más, pero no tienen capacidad suficiente. La Universidad se ha de limitar a apoyos morales, patrocinios y demás cuestiones que no supongan un desembolso de dinero; por no sé que razón extraña, esa imagen reciente de la región como un lugar donde se puede sacar dinero fácil ha llevado a hacer pensar automáticamente en subvenciones generosas. No obstante, ni en Japón ni en Taiwan ni en Corea tienen dinero a espuertas preparado para dárselo al primero que se lo pide. Además, si lo dan es porque les conviene, mientras que esta obra a quien beneficia principalmente es a la sociedad española.

La falta de infraestructura ha impedido ser más exhaustivo en la actualización de algunos datos o en la corrección de errores u omisiones que se irán subsanando en futuras ediciones; estamos en una etapa en la que predominan los esfuerzos individuales y no ha podido dar más de si. César es consciente de estas carencias y supongo que en el prólogo se ha hecho responsable, pero yo también me quiero hacer partícipe puesto que le he aconsejado la conveniencia, en esta fase, de primar la cantidad antes que la calidad. En lo que me haya hecho caso, asumo esos posibles errores, además de la idea de ofrecer una guía que añada comentarios a las direcciones. Es más, le he sugerido que fuera menos descriptivo y en ocasiones le he dejado notas con opiniones críticas sobre los datos de algunos capítulos (para mí, positivas, pero quizás los aludidos se habrían sentido molestos) que él ha preferido dejar como comentarios neutrales.

Personalmente, doy fe del esfuerzo de César por evitar errores y por hacer una guía lo más completa posible. Si un físico ha de repetir docenas de veces un ensayo y un historiador ha de cotejar múltiples fuentes, César no ha dejado de insistir cuando no le han respondido. Infinidad de ocasiones ha ido a buscar la información allá donde se encontraba, decenas de veces me ha comentado sus dudas e incontables han sido las ocasiones en que ha rehecho el índice. “Lo quiere todo”, decía una azafata en el Forum Asia-Europa de Venecia, refiriéndose a los folletos, textos y demás literatura impresa que pedía. Lo positivo para nosotros (no para la azafata) es que lo lee todo y que nos lo ha transmitido en este libro. No se lo ha quedado para su uso personal. Generosidad de este tipo va siendo cada vez menos frecuente y por ello es necesario agradecerla doblemente.

Le conocí a César por primera vez en Tokio en 1993. Después de un rato de charla, me dejó sorprendido con un comentario suyo: “pues yo creía que eras una rata de biblioteca”. Aparentemente, le sorprendió que yo, ademas de gustarme hacer investigaciones y estudiar sobre Japón, también pudiera hablar de juergas, de bailes caribeños y de viajes por el mundo. Desde entonces, él también me ha sorprendido a mí porque la hiperactividad que transmitía no sólo se quedó en la conversación. El estaba entonces intentando agrupar a los estudiantes españoles y su esfuerzo (apoyado por dos diplomáticos especialmente activos, Antonio de Oyarzábal e Iñigo Ramírez) culminó con la puesta en marcha de la Asociación de Jóvenes Españoles en Japón, para cuya asamblea inaugural elaboró un listado de direcciones y de posibilidades de trabajo que ha sido el germen del presente libro. Mientras estaba en España, ha participado en la “Tertulia de lo Porvenir” y siempre venía tras haber conseguido nuevos datos para su guía. Tras llegar al Instituto Universitario Europeo de Florencia también ha removido Roma con Santiago, tratando de agrupar a la gente allí en relación con Asia y con la Internet mientras investiga sobre las telecomunicaciones y sobre la sociedad de la información en Asia y en Europa. Ahora, la sociedad española se puede beneficiar de su empeño. Aquellos a los que atosigó podrán descansar y el resto podrán tener un gran trabajo de referencia sobre Asia.  

Oriéntate en Oriente,  un libro del que se carece en otros países, podrá servir para recuperar el atraso español de tantos años y para orientarse por un camino que nunca dejará de ser difícil. Una nueva brújula, en definitiva, ésta que nos entrega “César de Polo”. Saber adónde ir queda en manos de cada uno.

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