1 de septiembre de 2008, a las nueve de la mañana. La foto del curso 2008-2009 afiliado a uno de los centros más prestigiosos de la Universidad de Harvard, el Weatherhead Centre for International Affairs (WFCIA), delante de la Biblioteca Widener pero falsa: la fotógrafa pegó la foto más apropiada de cada uno para que no apareciéramos ni con los ojos cerrados ni con mala cara. Ha sido mi punto álgido como académico, siete meses y medio (2008-2009) al que siguieron otros dos meses de verano en 2010.
Los españoles tenemos una importante ventaja para afiliarnos a la Universidad de Harvard gracias al Real Colegio Complutense (RCC), ya que cuando solicitamos entrar a un departamento por un lado podemos decir que disponemos de una beca pero por el otro que disponemos de un espacio de oficina. El RCC tiene una posición privilegiada, es el único de ese tipo aceptado por Harvard.
El WCFIA, además, contaba con mayor presupuesto que un departamento e invitó por ejemplo a José Manuel Durão Barroso, presidente de la Comisión Europea y a excelentes especialistas. Ezra Vogel solía asistir a las conferencias con asiduidad, pero nunca le saludé, será que nunca me ha caído bien. En la foto faltan académicos que admiro, como el economista indio Amartya Sen, autor de India Contemporanea (The argumentative indian. Writings on Indian Culture, History and Identity, 2005) y premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales en 2021.
También a David Armitage, con quien tuve relación al volver en 2010, o a Bill Kirby, el gran especialista en China, amigo de Rafael Bueno, de Casa Asia. Está la gran especialista en Japón Jessamyn Abel (justo en el extremo izquierdo, de azul), cuyo libro sobre la internacionalización de Japón he utilizado en mis clases, que también participaba en esas conferencias en las que te pasaban el texto antes para debatir mejor. En la fila de delante, los altos ejecutivos del Instituto, como Beth A. Simmons, la directora, con la que cometí un error garrafal en una fiesta que organizó en su casa: le compré unos crisantemos de regalo por eso de mi especialización japonesa, sin ser consciente de su significado en España o Estados Unidos. Esta también el director ejecutivo, Steven Bloomfield, mi amigo Campo Primaveral, quien nos consiguió permisos para ver lugares restringidos en el Campus, y la encantadora Michelle Eureka, con un apellido totalmente apropiado. También en la primera fila, Carolina Roca, directora de Impuestos en Guatemala. Revisando la lista de miembros, veo que estaban Joseph Nye, Akira Iriye, Susan Pharr o Roderick MacFarquhar, pero no les saludé nunca. Niall Ferguson estaba de sabático y tampoco pude saludar a Sugata Bose, descendiente de Chandra Bose, el secretario general bengalí del Partido del Congreso que se pasó al Eje entrevistándose con Hitler y dirigiendo después el Ejercito Nacional Indio, patrocinado por los japoneses. Sugata Bose ya había cancelado su asistencia en un congreso con la AEEP en Alcalá de Henares con la Universidad Tufts, en 2001. Smita Lahiri, del departamento de Antropología, que ha trabajado sobre Rizal y Filipinas fue la miembro del Instituto que patrocinó mi investigación. Aprendí mucho de Hiroshi Takano, antiguo miembro de la Dieta, con un excelente español y mediador en negociaciones con guerrillas y grupos de todo tipo en busca de rescates de japoneses. Este gran hombre nos contó a Carolina Roca y a mí los problemas que ocasionaba la extendida percepción del japonés al que le sobra el dinero.
Otra gente del Instituto no eran tan admirables, Samuel Huntington, su antiguo director, que murió poco después, fue el autor de un libro citado muy frecuentemente por sus planteamientos erróneos, El choque de civilizaciones (1993), y allí trabajó en sus inicios Henry Kissinger. Las referencias a la CIA cuando se habla del Weatherhead son frecuentes.
En este Instituto fue donde conocí la empresa TEPCO, la gran eléctrica de Japón que hasta entonces no me sonaba no por haber pagado sus facturas de la electricidad. Supe de su existencia gracias a mi buena relación con Akio, un trabajador que estaba en el programa de relaciones nipo-americanas, a través del cual estuvieron once ejecitivos becados con sus familias en un plan de semivacaciones anuales que acababa con una conferencia de media hora. Eran gente muy agradable pero el programa era, básicamente, un costoso ejercicio de relaciones públicas.
Por eso, cuando tuvo lugar el accidente de Fukushima en 2011 y se vio el papel de TEPCO por no haber gastado en modernizar la seguridad de la central, recordé ese gasto superfluo. No se lo que estaban pagando por las estancias anuales de ejecutivos en Boston y por estar afiliados a ese programa en WCFIA, pero si TEPCO hubiera gastado ese dinero en elevar ese muro, el mundo ahora sería diferente. La empresa remoloneó durante una década frente a las autoridades subir la altura de la valla; tenía 10 metros de altura, y si hubiera tenido 17 y el agua no hubiera llegado al interior de la central, la devastación del tsunami mucho menor, como ocurrió en la central de Onagawa, más cercana al epicentro del maremoto pero también propiedad de una empresa que cumplía los estándares de seguridad. En ese caso, el daño del tsunami habría sido muy grave, pero no habría sido un Natech, esa multiplicación por culpa de la TECH-nología de los accidentes NAT-urales que parece el signo del siglo xxi. Tras Fukushima, la calamidad del COVID también multiplica un problema recurrente en el planeta (la transmisión de enfermedades de los animales a los humanos, como el terremoto de 2011) con una tecnología moderna (energía nuclear, o viajes que lo difunden por todo el planeta). En fin, todos tenemos un precio.