Era el último día de un torneo de sumo y fue de las luchas más emocionantes que he visto. Se enfrentaban los dos posibles ganadores, Wakanohana (178 cm, 112 kilos), muy querido por cómo ha apoyado a su hermano triunfador, Takanohana, y Akebono (204 cm, 187 kilos), el hawaiano que quizás ha sido el mejor luchador de sumo de la década de los 90. Akebono era menos querido, por ser extranjero y porque gustan más los menos gordos, puesto que no hay categorías por peso. Lo vi en las también llamadas Torres Gemelas, por una de esas televisiones gigantes analógicas de alta definición en cuyo desarrollo Japón dilapidó tanto dinero, junto con otras treinta personas que pasaban por ahí y no lo pudieron (pudimos) resistir. Primero lucharon un rato, cayeron y se declaró nulo porque lo hicieron al tiempo, cosa rarísima. A la segunda, después de un forcejeo, ganó Wakanohana por sorpresa con un kirikaeshi, desequilibrando al levantar la rodilla del otro. Este tipo de situaciones les encanta también a los japoneses y, de hecho, tienen una palabra especial: gekakujo, cuando el pequeño gana al grande. Pero para mi sorpresa, nadie gritó. Me había quedado solo. Me lo explicaron después los alumnos: en los momentos importantes, es mejor guardar las emociones.
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