La prensa japonesa dudaba de que estuvieran a punto los Juegos Olímpicos de Barcelona porque los obreros se tenían que echar la siesta. Poco después, cuando llevaron a Madrid a los mejores luchadores de Sumo, las televisiones japonesas sacaron a una chica del público que se levantaba del asiento, gritaba como una posesa y agitaba los brazos. No era cosa de entretenerse ni de hacer cosas más complicadas. Son imágenes que se acoplaban perfectamente a la imagen previa de los españoles: indolentes y apasionados. También se nos ve como artistas y también tocamos la fibra sensual. Se expusieron tantas copias en Japón de La Flor del Membrillo, de Víctor Erice, como en España y todavía me acuerdo de la atención prestada al chaval que montó la empresa de distribución de condones a domicilio. Pero lo peor es la imagen de poco fiables. En parte es culpa nuestra. Seguimos con el chip de que los nipones atan los perros con longaniza de tanto dinero como tienen y, además, que les podemos engañar como a chinos, incumpliendo acuerdos incluso las universidades públicas. En parte, porque las imágenes se retroalimentan de ellas mismas. Resultado: seguimos echados a la bartola.
Porque era, también, lo que quería escuchar el público. Siento que lo mismo pasa con nuestra imagen de Japón: copiones, con escasa capacidad creativa, peligrosos Será porque las imágenes se alimentan a si mismas. Y se reproducen, aunque lo que reflejan siga cambiando.