Cuando, hace cerca de una década, hicieron un campeonato en Madrid con los mejores luchadores de Sumo, las televisiones japonesas sacaron mucho a una chica del público que se levantaba del asiento, gritaba como una posesa y agitaba los brazos. Se acoplaba perfectamente a la imagen del español apasionado. No era cosa de entretenerse ni de hacer cosas más complicadas. Porque era, también, lo que quería escuchar el público. Será porque las imágenes se alimentan a si mismas. Y se reproducen, aunque lo que reflejan siga cambiando