Fue la primera vez en mi vida que me he sentido un abuelo, tan rodeado de veinteañeros. No pararon de pasárselo bien. Aplaudieron incluso al acabar el partido con derrota, pasaron a darse ánimos para el Mundial de Alemania’06 cantando y contando hasta el cuatro, como si de un mambo truncado se tratara, por los años que faltan. Paridad entre chicos y chicas, mucho pelo en punta, con un punky cuya cresta me dividía la pantalla en dos. Entre tanta moral de alcoyano, era difícil vislumbrar ultranacionalismo. Cantaron “Nippon” (como en tiempos de la guerra) en lugar de “Nihon”, pero es porque así se leen los ideogramas de Japón en deportes. Hubo cánticos de “Turcos marchad a casa”, aunque dudo que con ánimo xenófobo. Menos aún de aversión por el recuerdo de la declaración de guerra de enero de 1945, porque Ankara fue otro de los países que comenzó colaborando con Tokio, e incluso un turco falangista nacionalizado español dirigió una red de espionaje en la India. Dirigiéndose al grupo desde la pantalla como antes hacían para explicar las películas de cine mudo, uno dijo: “Debemos sentir todos con el mismo corazón”. Me resonó al eslogan “cien millones de corazones latiendo al unísono” de tiempos de la guerra. Pero no era momento de disquisiciones académicas. Ellos también me habrían sentido como un abuelo. Por lo menos.
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